por Alexander Zárate
Esas conexiones que se quisieran crear, esos tabiques invisibles que nos separan. ¿Quién es aquel con el que creas un lazo, sea porque es tu abogado, tu pareja, o tu profesora?. No contestas una carta, porque aquel otro no significa nada para ti, pero para él significaría todo un mundo porque su vida carece ya de intimidad, de cualquier lazo, incluso de privacidad, desde que está recluso en la cárcel. Pero no lo pensaste, no te pusiste en su piel, porque no suponía nada para tí. O miras con perplejidad, pero también indiferencia, a la mujer con la que estableciste un pasajero lazo cuando tuviste que realizar un viaje de varias horas, un par de días a la semana, a otra localidad, para impartir un curso sobre una materia que ignorabas. Y un día dejaste de ir, porque ya te suponía demasiado desgaste ese ritmo, porque al mismo tiempo tenías tu dedicación laboral. Optaste por prescindir de esa otra tarea porque te reportaba más contrariedad que satisfacción. Pero no pensaste que para aquella otra mujer, a quien nada interesaba la materia que impartías en un curso al que ni siquiera se había apuntado, te convertiste en el mundo sobre el que giraba su vida periférica dedicada a cuidar unos caballos en un rancho. Los momentos que compartíais fueron perfilándose como el centro del mundo sobre el que orbitaba con sus sueños e ilusiones. Y un día no regresaste, y decidió ir en busca de ti, la mujer que le había rescatado de los márgenes de la falta y la añoranza, y recorrió kilómetros para buscarte, y cuando vuestras miradas se reencontraron una rebosaba anhelo de plenitud, expectativa, hambre de conexión, y tú la miraste como si su decisión fuera una extravagancia, una acción desproporcionada que sólo te hizo pestañear perpleja antes de volverte y retornar a tu universo de rutinas en la que aquella mujer no tenía ya presencia, ni siquiera como huella de un pasado. Ella comprendió que en el retrovisor sólo existía su propio reflejo.
En la primera secuencia de la magnífica Certain women (2016), de Kelly Reichardt, la cámara encuadra dos habitáculos. En uno, Laura (Laura Dern), una abogada, se despereza en la cama, y se coloca el sujetador. En el baño, en el otro extremo del encuadre, Ryan (James Le Gros), se pone sus calzoncillos largos. Han compartido una noche de sexo. Se visten con sus máscaras diurnas. Ese encuadre transmite distancia, separación. En la relación con uno de sus clientes, Fuller (Jared Harris), Laura está ya cansada de que, tras ocho meses, no haya asumido que no hay nada que hacer en su caso. Parece que lo asume, para perplejidad de Laura, cuando encuentra la corroboración de un abogado masculino. Quizás le importa más ese detalle que lo que él padezca. ¿Qué suponen el uno para el otro? Aunque también se podía plantear pregunta parecida sobre la relación de Laura con Ryan.
En el segundo relato, se revela que Ryan está casado con Gina (Michelle Williams), y tienen una hija adolescente. No parece que el lazo marital sea firme, sino más bien zarandeado por distancias contenidas y algún espasmo en forma de reproche. ¿Qué se construye entre los vínculos? ¿Qué vínculos derribados se disimulan entre la inercia y la indiferencia? Gina está interesada en unos bloques de piedras que tiene en su patio un vecino, Albert (Rene Aubejernois), un vínculo con la raíz en el tiempo, con los cimientos con los que se construyó una vida que ya se acerca a su finalización. De nuevo, parece que influye más la presencia masculina que la femenina para consolidar la decisión. Por la ventana, se puede admirar un amplio paisaje, una inmensidad que transmite la sensación de estar apartado del mundanal ruido, sino fuera por el hecho de que se escuche en la banda de sonido la circulación de los coches, como en el anterior segmento narrativo se escuchaba el sonido de los trenes (tránsitos, estados pasajeros, cruces, lo que se aleja, lo que se aproxima, pero ¿qué se hace residencia?). Un amplio paisaje, pero no parece que la comunicación fluya sino que se enrede entre interferencias. Aunque el resultado satisfaga a Gina, no queda satisfecha de los modos. Una mujer construye su hogar, y no tiene consciencia, del todo, de sus fisuras, de la relación que su marido mantiene con otra mujer. Se irrita por las manifiestas, las que evidencian falta de apoyo por parte de él, pero las encaja como si aún no revelaran más bien ruinas.
En el simplemente extraordinario tercer y último segmento, los trenes siguen sonando en la lejanía, como los otros coches circulan en la distancia. Jamie (Lily Gladstone) descubrirá que quien pensaba que podía circular en su misma dirección, la profesora de la que se enamora, Beth (Kirsten Stewart) ni siquiera contemplaba como posibilidad esa dirección. En la distancia, los sueños permanecen, como un sonido lejano que quizá algún día se acerque como se desea y se dote de cuerpo, como una misiva que se responde porque se sabe cómo el otro se siente, y quizá hasta puedan compartir, de un modo u otro, que se sienten en una prisión, esperando que la conexión añorada les libere, en vez de encontrarse con esa otra mirada de perplejidad de quien nunca había pensado en ti ni en lo que sientes o cómo te sientes. Nadie piensa, ni advierte, de qué ruinas está constituida su vida. Sólo ve piedras.
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