por Alexander Zárate
Hay películas que no parecen de ayer sino de un mañana necesario. En Charles, vivo o muerto (Charles, mort ou vif, 1969), opera prima de Alain Tanner, Charles (Francois Simon), dueño de una compañía relojera, habla a las cámaras de televisión o al espejo, según esté muerto o vivo, aunque le cueste definirse. Porque si su abuelo era un relojero, su padre un hombre de negocios y un relojero, y su hijo un hombre de negocios él es algo que no quería ser, y por eso le cuesta definirse, porque su vida ha sido definida por otros, como quien se ajusta a unas pautas o un guión preestablecido. Cuando tenía veinte años, como acaba reconociendo ante las cámaras, cuando ya habla ante ellas como si fuera ante el espejo de su soledad, no sabía lo que le gustaba pero sí lo que no le gustaba, ese mundo definido, ese mundo que le imponía su padre, ese mundo en el que sentía que no respiraba porque las relaciones humanas le parecían dominadas por el dinero, el conformismo, las convenciones y los prejuicios. Pero no supo enfrentarse a sus circunstancias, a la voluntad de su padre, aceptó su lugar en el mundo, en la cumbre heredada. Pensó que quizá desde esa posición algo se podría realizar para conseguir algunas transformaciones en el mundo. Pero se convirtió en un hombre muerto, en un hombre preocupado por su sustento, con su vida diagramada, como usaba unas gafas que realmente no necesitaba.
Su vida era un escenario, ya bien definido en los primeros planos: Francois ocupa el espacio vacío del encuadre; parece que un trabajador está dedicándole unas palabras de homenaje, pero la naturalidad de la circunstancia queda en evidencia cuando la cámara retrocede y muestra cómo lo está leyendo ante las cámaras de quienes realizan el documental. Su soledad, sus frases ante el espejo, es su camerino, aquello que permanece mudo, porque su vida es presentar una imagen conveniente que procure beneficios. Hasta que el espejo de soledad empezó a temblar con voz cada vez más resonante, y Francois decide despertar, rebelarse, decir lo inconveniente, y desaparecer, en los márgenes, entre las sábanas de la cama de una habitación de hotel de la que ya no desea levantarse. Despierta, negándose a ser un engranaje, a ser una función en un sistema, para postrarse. Se desconecta de esa inercial vida ritualizada que le había enajenado. Rompe con una vida organizada, estructurada, que le asfixia, como el marinero de En la ciudad blanca (1983) que trabaja entre maquinas en un barco, y decide ir a la deriva entre las calles de Lisboa con su cámara de vídeo como si su mirada despertara y empezara a observar con detenimiento, dotando de singularidad todo aquello que compone los encuadres de la vida, como si no las hubiera mirado hasta entonces. Y el tiempo es fluir, el cuerpo de una mujer que es olas del mar y cortinas meciéndose por el viento. El tiempo se despliega y estira, no es producción.
No son los únicos personajes en el cine de Alain Tanner que deciden buscar otra dirección, de modo premeditado o de modo impulsivo, que optan por otro planteamiento de vida o que rompen con una dinámica de vida, desmarcándose del tráfico impuesto, cuestionando los instituidos códigos de circulación por la vida, como el que encarna Trevor Howard en A años luz (1981) decidido a volar como los pájaros, o las chicas de Messidor (1979)convertidas en prófugas. La libertad tiene también sus abismos, sus trampas, sus callejones sin salida. La negación tiene que convertirse en construcción, en opción, sino se aboca a la deriva, a la colisión o al extravío ¿Es factible sembrar una alternativa forma de vida, materializarla y hacerla duración, una actitud que supere el mero gesto disidente y se arraigue? Charles parece encontrar esa opción en una pareja, cual bohemios anarquistas rurales, que vive en una granja, separados del mundanal ruido, y que no parecen necesitar lo que se supone que hay que necesitar (¿por qué no arrojar el coche por un terraplén, para qué sirve algo que parece más bien el emblema de nuestra degradación, si, como apunta Francois, propicia la obesidad por la postura que hay que llevar al volante, es semillero de muertes por los recurrentes accidentes, no propicia el intercambio comunicativo, a no ser la grosería, incentiva el aislamiento, la fragmentación social, cada uno en su cajita, y por añadidura las empresas de petroleo y fabricantes de aceite y chapa han conseguido que se gasten fortunas en la construcción de carreteras y además envenenan el mundo, y encima todavía las personas piensan que eso es la felicidad?).
Paul (Marcel Roberts) es alguien que siempre tiene alguna cita para desplegar, como la de Walter Benjamin, La esperanza se puede encontrar en aquel que no espera nada. Eso implica habitar la duración del momento, no preocuparse de inversiones ni de beneficios ni de qué coche posees. Y habitar la duración del momento no es fácil, hay sombras que pueden pesar, sean las de un pasado que se desperdició en callejones sin salida, o un futuro que asemeja a la intemperie de un territorio desconocido que parece difícil forjar y hacer habitable, y entumecerse es una tentación, el dulce olvido, la mera fuga que se dispara sin dirección definida. Tanner no dejó de preguntarse sobre esas direcciones, y cómo hacerlas duraderas. Quizá, en primer lugar, era necesario saber viajar en el centro, en el corazón, en las emociones, donde quema. Porque con ellas nos desplazamos en el tiempo, en la duración del momento, algo de lo que no nos percatamos, o no nos perturba, cuando nos dejamos llevar por la inercia del engranaje del que somos parte. Salirse del engranaje puede no resultar fácil, aunque aún más encontrar el lugar propio, la forma de habitar propia, fuera del engranaje, pero quién sabe, quizás no a la primera, pero si se insiste se podrá comprobar que quien ríe último ríe mejor. Y Charles no dejará de intentarlo tras por fin cruzar el espejo y salir al mundo real.
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