Con el capitalismo nos pasa un poco lo que a San Agustín le pasaba con el tiempo. Si nadie nos pregunta más o menos sabemos lo que es pero, si tenemos que definirlo, ya no estamos tan seguros. Y si definirlo es complicado, darle una fecha de nacimiento aún lo es más. ¿Cuándo empezamos a hablar de capitalismo? ¿Dónde nació? ¿A partir de qué? ¿Cómo fue creciendo? ¿Cuántas etapas ha tenido? ¿Cuántas similitudes puede haber entre el capitalismo, tal y como lo conocemos hoy y, por ejemplo, el sistema económico de Amberes, en 1460, cuando se funda la primera bolsa de valores?
El capitalismo que nosotros reconocemos quizás no existe como tal hasta el propio S XX. A pesar de que los historiadores advierten de que las raíces se hunden a mucha profundidad los ejemplos anteriores nos parecen casi prehistóricos y algo en ellos se nos antoja casi ingenuo, aunque sea por esa falsa sensación de superioridad que a veces tenemos cuando volvemos a los libros de historia y, con el crucigrama resuelto en la mano, nos asombramos por la candidez de los que estuvieron antes. ¿Cómo no vieron venir tantas cosas, cuando las señales estaban tan claras? La idiotez de los otros siempre resulta deslumbrante.
Hasta el S XVIII la economía mundial creía a una velocidad aproximada del 0,01% anual (Mackinnon,101). Aquel no era un mundo particularmente feliz. La mayor parte de la población podía esperar morir más bien pronto y más bien mal. Casi todos esperaban morir más o menos con la misma riqueza con la que habían llegado a este valle de lágrimas. Las herencias de capital eran escasas. En un porcentaje muy amplio de la población, eran directamente impensables. Se heredaba la tierra (en el mejor de los casos), se heredaban objetos: cubiertos, herramientas… y se heredaba incluso la ropa, que podía pasar de generación en generación.
Sabemos que, a principios del S XX el capitalismo fue adquiriendo algunas de las plumas con las que lo reconocemos. Empiezan a fraguarse empresas que en algunos casos llegan hasta hoy. Las marcas empiezan a infiltrarse en la vida cotidiana y a formar parte del lenguaje común. La publicidad pasa de ser un ejercicio timorato a un monstruo capaz de mover montañas. Si hubiese habido la posibilidad de poner un anuncio en la luna habríamos llegado dos años antes.
Poco a poco el capitalismo fue extendiéndose y esa extensión era tan implacable como inadvertida. A principios de los 80 se nos informó de que el capitalismo había dejado de ser una opción de vida. Margaret Thatcher declaró que no había alternativa. La cosa pilló tan de sorpresa y resultó tan impactante que una idea tan simple se convirtió en un lema (TINA: There is no alternative). Nada de comunismo o libertad. Esto es lo que hay, dijo Maggie. Poco después el muro cayó, el mundo tembló, la historia terminó y occidente decidió celebrarlo con una fiesta desenfrenada de consumo.
Hoy resulta raro pensar que allá por los sesenta Kennedy todavía daba discursos en los que ponderaba el valor de la austeridad. Creo que nadie duda de que América en los sesenta era un país capitalista. Incluso podíamos decir que era un país más capitalista o, al menos más “conscientemente capitalista”, puesto que el capitalismo no era solo un sistema en sí mismo, sino también una bandera que diferenciaba a los unos de los otros. El capitalismo de los sesenta no era solo un sistema económico, también definía una forma de vida, una posición política y hasta una cultura que se sentía reivindicaba alrededor de ese concepto. Con todo, en los sesenta, el presidente de los EEUU todavía hablaba del valor de la frugalidad y todavía era capaz de criticar la idea de medir la evolución de un país por su PIB. A Kenedy le sucedió Nixon -republicano, recordemos- al que la crisis del petróleo se llevó por delante (no solo de Watergate vive el hombre) y que también instó a los americanos a consumir menos.
Treinta años después. Nueve días después del ataque a las torres gemelas, otro presidente de los EEUU, George W. Bush se dirigió al congreso para pedir a los americanos su “participación constante en la economía americana” o, lo que es lo mismo, para pedir a los americanos que no dejasen de comprar. Ea un discurso dramático. Un discurso histórico. América, se decía, estaba en guerra. América había sido atacada por primera vez en su historia dentro de su propio territorio. El presidente se dirigía a la cámara y allí entregó su mensaje a la nación: Por favor, no dejen de comprar.
Esta es, a día de hoy, la penúltima mutación del capitalismo: el consumismo. Un rasgo tan acentuado del sistema que algunos lo identifican como un sistema aparte. No es que consumamos más que antes, es que en toda la historia de la humanidad nunca habíamos consumido ni siquiera una fracción de lo que consumimos a día de hoy. La invasión del consumismo ha sido tan implacable que ni siquiera ha respetado sus fronteras naturales dentro del capitalismo. Hoy, incluso los países comunistas han aceptado la política del consumo masivo. Somos consumidores voraces, no importa de qué. El consumo de bienes físicos es tan abrasador que hace años que la ciencia nos advierte de que está poniendo en peligro nuestra propia existencia. Pero estamos tan enganchados que no podemos parar.
Incluso cuando aparecen nuevas dimensiones en las que podemos satisfacer nuestra hambre de consumo, eso no hace más que aumentar nuestra voracidad. Hemos inventado un universo nuevo en el que consumir, el mundo digital. Lo habitamos con entusiasmo y dentro de él hemos desarrollado nuevas formas de consumo cada vez más rápidas, ya sea porque nos da un acceso más rápido y eficaz al consumo de productos o porque genera nuevos objetos de consumo dentro de sí mismo. Consumimos fotos, películas, redes sociales y música en formato digital en cantidades inverosímiles solo hace quince años. Pero todo ese consumo digital no alivia el consumo que realizamos en el mundo analógico. Al contrario. Parece que nuestro apetito se incremente más cuanto más consumimos.
El día que el mundo deje de comprar es una reflexión acerca de nuestra forma de consumir. Mckinnon recorre la genealogía de nuestras ansias de consumo y nos plantea algunas de las preguntas que vamos a tener que afrontar obligatoriamente en los próximos años. También revisa gentes y lugares que han cruzado la frontera y se han mudado, por devoción o por obligación, lejos del consumismo general.
El libro no escapa de cierta moralina pero Mackinnon es honesto. Un podría pensar ¿por qué un autor que ha reflexionado sobre los males del capitalismo, que ha documentado el peligro que supone y que nos advierte con tanta severidad sobre la corrupción que el capitalismo implica para nuestros cuerpos y almas publica un libro en una gran editorial (Debate en España) en lugar de ofrecer su conocimiento, por ejemplo, en Internet, imitando las actitudes desinteresadas de algunos de los héroes que retrata? Pero como decimos, a Mackinnon tenemos que reconocerle la honestidad.
Todos vivimos a una cierta distancia del modelo de comportamiento que nos gustaría encarnar. Mackinnon reconoce que el consumismo es una adicción con muchas caras y que renunciar a él es difícil, casi imposible. No se trata tan solo de aceptar la banalidad de una parte de nuestro comportamiento como consumidores. Se trata también de entender que el consumismo tiene que ver con nuestra forma de vivir en la sociedad y también con nuestra forma de relacionarnos, de construir nuestra persona en el mundo, con nuestra forma de protegernos y de proteger a los nuestros, con nuestra forma de entretenernos y de juntarnos. Nadie ha dicho que sea fácil.
Decíamos que el consumismo había sobrepasado las fronteras del capitalismo. Todo el planeta se ha vuelto adicto a un crecimiento constante que se sostiene sobre ese consumo insaciable. El milagro económico de china se argumenta sobre un PIB disparado pero ¿Qué pasa si en esas cifras de crecimiento incluimos otros elementos tales como el coste medioambiental que supone ese crecimiento -un coste que a día de hoy empieza a medirse de forma cada vez más palpable en términos de deforestación, calentamiento global, contaminación…-.? Así que ya no se trata solo de un problema de capitalismo. Es casi un problema de imaginación. Hay una frase que recorre Internet. No conozco el autor original, porque es una de esas frases que se suelen atribuir de forma interesada por aquí y por allá: “Resulta más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Si es así, Margaret tenía razón. There is no alternative.
El día que el mundo deje de comprar
- J.B. Mackinnon
- Debate
- 2022
- ISBN: 8417636927
- 384 pp
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