«Pensé que sería algo más», dice Olivia (Patricia Arquette), en una de las secuencias finales de Boyhood (2013), de Richard Linklater. No imaginaba que la vida fuera una sucesión de pasos que tuviera que cumplir, trámites salpicados de algún brusco cambio de ritmo, que se puede denominar acontecimiento, como una ruptura, una mudanza o nuevos estudios y empleos. Siente que la vida no era lo que prometía ser, o con lo que soñaba cuando era un borrador, una pantalla múltiple de posibilidades en la infancia o adolescencia. Incluso, ironías de la vida, el hombre con el que tuvo dos hijos con veintitrés años, y que dejó porque no se ajustaba a lo que demandaba de él resulta que diez o quince años después se ha convertido en aquel hombre que esperaba que fuera. Quizá podía haber sido más paciente. O quizá hay historias que no pueden ser en ese momento, porque los procesos de cada uno divergen.
Ya supera los cuarenta y piensa, cuando su hijo más pequeño, Mason jr (extraordinario Ellar Coltrane), inicia la universidad, inicia los senderos que implican configurar su propia vida, que sólo le espera la muerte, que ya no hay nada más. Que la vida fue bastante menos de lo que parecía en un principio. Que estuvo distraída, ocupada, intentando sobrevivir, buscando cómo conseguir pagar las facturas o mantener a sus hijos, y enmarañada en relaciones que tampoco fueron lo que prometían, y en las que probablemente incurrió porque ante todo buscaba certificar la seguridad, el suelo firme donde apoyarse con tus dos hijos sobre los hombros.
Dejó pronto de ser joven, sin tener tiempo de disfrutar de ese periodo de vida rebosante de posibilidades, cuando el tiempo parece que puede estirarse y quebrarse porque no hay aún horarios y el día y la noche son aún espacios no compartimentados en los que se puede desafiar a la propia vida. O juegas a desafiarla. Y de repente el tiempo te atrapa. No se captura el momento, sino que el tiempo te captura. Siempre es un aquí y ahora, o así se siente sobre todo cuando eres joven, un espacio de posibles, un espacio aún sin sembrar, un espacio por configurar, como un desfiladero de roca al que tienes que decorar con los elementos que definirán tu vida, o que te atraparán hasta que te conviertas en quien no imaginabas o descubras que tu vida no era lo que esperabas o soñabas porque el aquí y ahora se convierte en un continuo que asemeja a una cinta corredera. Y puede que sea difícil encontrar respuestas.
Porque la vida parece la suma sucesiva de improvisaciones. Un intentar reaccionar a los instantes que te superan, y agarrarte a las boyas que dotan de seguridad o ilusión de certeza a tu trayecto. En un espacio natural, entre rocas y aguas, un espacio en blanco, un borrador, un espacio de gestación, como las miradas que se tantean entre los dos adolescentes, finaliza Boyhood (2014), de Richard Linklater, una conclusión que es inicio y prolongación porque es diferente vertiente, aún en posición de gestación y definición, de la vida de sus padres. Masón está, en su trayecto de vida, en la previa estación de lo que vivieron sus padres poco antes de que tomarán un sendero que implicó establecer una relación y una convivencia, un proyecto común de vida o tener dos hijos. Después llegarían las divergencias, la separación y la decisión de tomar senderos distintos, aunque siempre manteniéndose el vínculo a través de los hijos, para quienes serán presencias alternas. Boyhood es en primer plano el retrato del periodo, entre la infancia y la adolescencia, entre los siete y diecinueve años, en el que se perfila una personalidad, los primeros pasos o trazos aún difusos de la línea de puntos que caracteriza los anhelos y preferencias y la configuración de las relaciones.
Porque, como se reflejaba, en Antes del amanecer (1995), se prolonga durante bastante tiempo esa sensación de figuras difuminadas, borrosas, como en las pinturas de Seurat. No es fácil encontrar el encuadre preciso, el reflejo justo, en otro, en la actividad que realizas, con el que te sientas presente, definido, concreto. Improvisas, haces usos de repertorios ya establecidos, pero prevalece lo difuso aunque se camufle en protésicas certezas. Los padres podrían ser otra variante de aquella relación de la trilogía, una relación que ya se frustró en su inicio. Una pareja que no superó la vertiente difusa, que no logró perfilar el rostro borroso del otro. En segundo plano, se relata la vida de los padres, sus variaciones y procesos, las distintas actitudes y relaciones, los diferentes estados. Alguien, como Mason, que participa activamente en el apoyo de Obama y quita publicidad de McCain, con los años, puede establecer una estable relación afectiva con una mujer cuyos padres regalan a su nieto una biblia con las palabras de Cristo subrayadas o un rifle. Alguien, como Olivia, que deja a quien no ve lo suficientemente preparado y maduro (para él aburrido, porque aún es un adolescente que prefiere la vida desordenada), mantendrá relaciones con dos personas que logran crear una estabilidad económica, un contorno estable, pero no interno, por desquiciamiento o vaciado (con el alcohol como espita para sus prisiones mentales).
Boyhood, en cierta medida, transcurre entre convenciones, o en su filo, entre situaciones que parecen tanto de la realidad como de la pantalla. La realidad prosaica de cualquiera puede estar tramada sobre esas convenciones. A veces en la realidad hay quien parece que actúa como si fuera un personaje de película. Y hay películas en las que los personajes parecen entidades. Y a veces retratar la convención puede deparar que la convención devore lo real e incluso la abstracción, la metáfora que se va perfilando en una obra cuya singularidad es que se ha rodado durante doce años, con lo que las modificaciones físicas de los personajes son las del tiempo real, no las de la caracterización. Es otra variación con respecto a una de sus más grandes obras, Bernie (2012), en la combinación de documento, ficción y metáfora.
Boyhood retrata una realidad que puede ser reflejo de múltiples vidas (impersonales y convencionales), aunque, sutilmente, va configurando una personalidad, que surge de esa medianía intercambiable de vida y que parece desmarcarse de la adocenada tendencia. Mason jr se distingue, no de un modo forzado, sino porque no deja de probar o preguntarse, siempre con una actitud que asemeja al que murmura y camina de puntillas, deslizándose, sin ánimo de imponerse. Alguien que camina entre resquicios y umbrales, que forja su mirada desde la observación que es interrogante. Por eso se interesa en la fotografía, y pasa horas en la sala de revelado, como quien busca sorprender a la realidad, captar su entraña, revelar su sentido.
Entre los adolescentes que repiten los mismos mediocres rituales de iniciación viril, como si remedaran de modo irreflexivo un repertorio que heredan, de sus adocenados padres, de las películas, o de su rudimentario hervidero de hormonas reptilianas, descalifican a otro adolescente como marica o le golpean porque se supone que hay imponerse o humillar a otro. Son adolescentes que funcionan por resorte, y que se convertirán en adultos resorte, como se ejemplifica en los hombres con los que establecerá relación Olivia. Mason jr se pinta las uñas, se cuelga pendientes, rompe un espeso entramado de catalogaciones convencionales y aspavientos de lo que se presupone es un hombre heterosexual.
Opta por el sendero de la mente flexible que no asevera ni impone (y que por ello no es tendente a la dramatización), como su padre biológico, Mason jr, no como esos padres de tránsito que marcan con reglas o que bajan la cabeza, cada vez más quemados por la rutina de los trabajos, y revelan su rigidez y escupen su frustración en torpes intentos de control como quien cree que ejerce el papel de autoridad que le ha tocado y habla con frases que exudan pensamientos formularios. «Boyhood» es una obra que va tomando cuerpo, densificándose, a medida que crece Mason, a medida que se va perfilando, y tomando sus opciones. De la convención se transita hacia la mirada que interroga y contempla el horizonte no como una sucesión de pasos que deben sostenerse sobre cuadriculadas certezas y seguridad material sino como un territorio desconocido a descubrir tejido por las pruebas y errores y contrastes y elecciones que siempre tendrán presente que ante todo siempre es aquí y ahora y no un futuro por asegurar y apuntalar desde un presente asfixiado o un pasado del que lamentarse. La aridez de un desfiladero puede derivar en un estanque de agua. Quizás.
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