En una escena de El eco, el retorno a la no ficción de Tatiana Huezo, una de las protagonistas, al ser interrogada en clase, comenta, al referirse sobre las semillas que ha llevado consigo, que dicho insumo le recuerda a “una persona que quiere mucho”. La cámara corta y se acerca donde su abuela, postrada en su cama, esperando a que su nieta le sirva la comida y le arrope para dormir. Ver esa escena me recuerda a otra escena, en la que la misma abuela, resguardándose del frío, le confiesa a la joven, casi entre susurros, que “ya no sirve para nada”. Aunque la joven intenta convencerle de lo contrario, la abuela parece recia a creerlae. Considero que ambas secuencias, filmadas con una mirada particularmente empática y sensible, sin juicio, reflejan con precisión las pretensiones de El eco: la vinculación cíclica entre cuidadores y cuidadas, la distancia generacional en las familias y la comunidad (sobre todo entre mujeres), las marcas que el espacio- tiempo y las relaciones dejan en las niñas, esas que, como un efecto permeable y denso en sus mentes y cuerpos, permanecerán para siempre.
El eco, según lo que establece su realizadora, es una película sobre la infancia en general, pero que, en el proceso, prioriza a las mujeres, sus historias de vida y su dolor, la posibilidad de escape en un mundo que, por más que quiera cambiar, parece condenado a ser el mismo. Tatiana Huezo presenta su película en el Festival de Cine de Lima, confesando los retos del proyecto: años de rodaje con las familias de El eco, pequeña población rural mexicana, afectada por la pandemia, la creciente desigualdad y los cambios extremos de clima, cosa de siempre. En la primera escena, madre e hijos rescatan a una cabra que se ha caído al agua en medio de una tormenta. En las últimas escenas, con la aridez del verano, las familias escarban en la tierra para rescatar algunas raíces, mientras que la niña carga con el cuerpo de una cabra (no sabemos si es la misma) que será enterrada luego de morir en la sequía. Este tipo de alegorías con el clima y el entorno son comunes en la propuesta de la mexicana, que prioriza los estímulos sensoriales para iluminar su relato, un continuo de sensaciones y texturas que cubren la pantalla. Al inicio de la proyección la pantalla se pone negra, en completo silencio. “Esa no es mi peli”, dice Huezo, y todos nos echamos a reír. Vaya que tiene razón. Su película inicia poco después, con una extraña conjunción de sonidos sin origen claro, que se apoderan de la pantalla. Es, pues, la bienvenida a la pequeña hendidura en el México profundo, filmada con respeto y ahínco.
Huezo recrea El Eco a partir de una serie de mecanismos técnicos, en la mejor demostración del poder de la maquinaria audiovisual: el sonido del bosque (canto de grillos, árboles que danzan en el viento, gotas e lluvia) que se confunde con las voces de los protagonistas, hablando casi en susurros; las imágenes de una peculiar nitidez, que enaltecen cada superficie, urdimbre y acto manual, enfocados en el primer plano; los planos generales del pueblo y sus alrededores, filtrados por un intenso azul, como el azul de las madrugadas, que dota al film de una sensación creciente de atemporalidad. Huezo quiere un film que se sienta vivo, que respire y que la audiencia casi que pueda tocar, sin que nos demos cuenta del carácter artificioso de su propuesta. “Los sonidos los grabamos en vivo, pero no podíamos unirlos todos”, responde Huezo, al preguntarle por el peculiar conjunto de ruidos y voces. “Tenemos unos sonidistas de argentinos, muy buenos, que se encargan de recrear los sonidos”, confiesa, reflejando, una vez más, la arbitraria diferencia entre ficción y no ficción.
El trabajo de Huezo y su director de fotografía de confianza, Ernesto Prado, quiere replicar al ojo humano en su constante experimentación del espacio, jugando con los ángulos de la cámara, cambiando los filtros de color y adoptando un lenguaje alegórico, nunca rígido. “Puede que el lenguaje de la ficción todavía se haya quedado conmigo”, dice Huezo, al preguntarle por la elección de planos en su película. Quizás sin quererlo, el estilo de El eco sirve como una suerte de meta comentario sobre el trasfondo de su historia: relatos de vida que se sienten reales, pero que, en el fondo, no lo son tanto: mujeres que se ven forzadas a imitar las vidas ajenas para seguir adelante, hijos que copian a sus padres y viceversa. Irónicamente, es en los momentos de mayor intimidad en los que los personajes más pretenden: una niña, quizás la protagonista no oficial del film, juega a ser maestra de clase en la intimidad del ático, por más que sus únicos alumnos sean unos peluches.
Hay una suerte de relación de confidencia, la misma que habría entre una profesora y sus alumnas, o el etnógrafo y los sujetos de estudio, entre Huezo y sus protagonistas. Huezo accede a sus espacios más íntimos: la habitación vacía, luego de la tragedia; la mesa de la cocina, espacio de constantes conflictos; el ático de la casa, terreno de juegos y fantasía. La cineasta se inmiscuye en los eventos más cotidianos y más solemnes, prioriza los eventos más dolorosos, pero también los más esperanzadores. La cámara se cuela en una rendija de la puerta, en el techo a dos aguas, en un estante entre los libros. “Estuvimos cinco años con ellos”, dice Huezo, al preguntarle por este grado de intimidad. “Dormía con ellos, comía con ellos, vivía lo que ellos vivían”. Huezo pone en práctica, a su modo, la observación participante, que se enriquece, sobre todo, en su mirada empática y ausencia de moralismos. El retrato que hace de los protagonistas es de una textura compleja, inclusive contradictoria: padres amorosos, pero decididamente machistas; madres que exigen su agencia, pero que controlan el destino de sus hijas; mujeres de distintas generaciones que sienten que nada cambia. Huezo no pone la cámara con juzgamiento, no nos dice qué aprobar y qué no. Solo sigue filmando.
Aquí distinguimos un valioso comentario sobre el carácter poroso del afecto, la vinculación que se estrecha a partir de la adversidad y la rutina. El eco no es sino una profunda reflexión acerca del parentesco y las vinculaciones entre los sujetos. Quería preguntarle a Huezo sobre las escenas entre la nieta y la abuela -quien falleció de COVID en la mitad del rodaje, episodio que también se narra aquí- y el porqué de su inclusión en el film. Parece que, a partir de esta historia, El eco indaga en las relaciones de cuidado y su efecto en las mujeres, priorizando la intimidad intergeneracional entre ellas, a partir de roles que, aunque no lo parezca, se traslapan constantemente según las circunstancias. Estos roles de cuidado dejan relucir, a partir de las curiosas imágenes que captura la cámara, una suerte de espíritu colectivo, nunca dócil, que se refuerza a partir del intercambio de sustancias, la devoción y la esperanza, la conexión ente los cuerpos. Así como la niña le da de comer a su abuela, como seguro ella hizo en el pasado con la pequeña, una joven, jugueteando con las semillas que lleva en su mano, le narra a otra la experiencia de su primera menstruación. Sustancia y afecto, cuidado y angustia, incluso fe, partes indivisibles en el pacto entre mujeres, ese que El eco hace protagonista, más de lo que lo harían otras películas, con mucha más honestidad y quizás hasta más corazón.
Al salir de la función, me pongo a pensar en el título del filme y sus implicaciones. Sorprende pensar que Huezo y su equipo hayan podido hallar un pueblo de climas tan extremos, de historias tan conmovedoras y complejas, dispuesto a abrirles sus puertas y permitir este curioso experimento narrativo sobre el efecto intergeneracional de los cuidados y del afecto. Y, además de todo esto, el pueblo se llama El Eco. ¿Podría todo eso ser posible? Quizás se trate de una llamada de atención al cine de ficción, una innegable defensa del valor de las historias reales y su potencial narrativo. Quizás se trate de uno de esos curiosos sucesos que de vez en cuando le tocan al cine. Sea como sea, como casi todo en El Eco y su gente, esto no puede explicarse como una simple coincidencia.
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