Lo extraordinario reside en la arrebatada exactitud de la fantasía
Theodor W. Adorno
El perro que comía silencio es un libro inesperado. Inesperado porque Isabel Mellado es una autora novel, lo que, de por sí, ya hace del libro algo imprevisto, claro, pero inesperado, sobre todo, porque es un libro francamente diferente. Hay varios campos en los que se libra la guerra por el valor literario. Uno es el de la originalidad, y este, hay que decirlo, Isabel Mellado, lo tiene ganado.
Es verdad que, si el campo de la originalidad fuese un verdadero campo de batalla, habría visto masacres horribles. Tropas enteras de libros sacrificadas para conseguir dudosas victorias tácticas. Hay libros que son esfuerzos titánicos para conquistar colinas de originalidad desde las que no se ve nada ni se puede ir a ningún lado. Mellado aquí consigue lo más difícil, mantiene las tropas unidas y hace de la invención una disciplina eficaz.
Por cierto, aunque siguiente apunte no es gran cosa, pero no me resisto a anotarlo: en El perro que comía silencio el animal que más aparece es, de largo, el gato.
Seguimos.
Este libro no es un libro de cuentos, en realidad. Es más bien un libro de poemas, aunque tampoco exactamente. Pertenece a esa familia poética que ha nacido a partir de lo que muchos consideran que ha sido la muerte de la poesía, o su transformación en una forma lírica que, ya sea por pudor, ya sea por intelijencia o por mera moda, se ha ido despojando de atributos tradicionalmente atribuidos a la poesía. El libro no es, por lo tanto narrativa, es lírica, pero lírica sin verso, poemas de los que quizás sólo se empezaron a hacer sobre los restos de una poesía anterior.
Entonces, si decimos que este El perro que comía silencio es un libro de poemas nos referimos a que es un libro más lírico que narrativo y, al decir esto, exageramos, pero no demasiado. Aquí los cuentos –vamos a llamarlos cuentos, por mera comodidad- están protagonizados por una voz personal, de la que importa más la expresión subjetiva de la voz respecto a la historia que la historia en sí.
Muchas veces no hay historia, de hecho. Otras, la historia hay que sonsacarla, o la historia es algo que transcurre en segundo plano, que sabemos que está ahí pero que no acabamos de definir, porque no la acabamos de enfocar, porque el cuento y el libro va de otra cosa.
Los recursos de Mellado, por lo demás, también son poéticos. Por ejemplo, abunda la sinestesia, ya saben, aquello del cruce sensorial, oír el azul y cosas así. La sinestesia siempre resulta inesperada en la prosa, pero también es un arma de doble filo. Algunos escritores quedan hipnotizados por ella, y entonces la sinestesia se aprovecha y abusa de ellos. Mellado en cambio, consigue textos que no tienen forma de poema –al menos las dos primeras partes- pero son poemas en realidad. A veces abusa un poco de la sinestesia, pero se redime gracias a que tiene una imaginación potente, y tiene sentido del humor, que es algo que empezó a abundar en la poesía a partir del momento en el que la poesía empezó a abandonar atributos demasiado solemnes y, curiosamente, en el mismo momento en el que la poesía como estrategia cómica se convirtió en algo impensable.
Pero esa es otra historia. Aquí, como además el libro es corto, como además el núcleo blando de los poemas está sostenido por el esqueleto de la narrativa, es difícil que el libro pueda fallar, y no falla. Es muy difícil que este libro no guste, por lo menos en una u otra parte. Es muy probable que este libro levante adhesiones inquebrantables –me consta que las ha habido, de hecho.
El último apunte sobre el libro es que está bastante presente en él una cierta estética naïf. Yo tengo curiosidad por ver cómo sobrevive esta estética en los siguientes libros de Isabel Mellado. Cosas como lo naïf, igual que lo excesivamente truculento o ciertos ejercicios de estilo, suelen prolongarse mal cuando aparecen segundas o terceras obras, pero también es cierto que en este libro hay pinceladas evidentes de una habilidad innata para desenvolverse en este terreno. Habrá que estar atentos.
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