Elogio de la sombra

«Debemos abolir las antiguas y perniciosas costumbres, y buscar el conocimiento en el resto del mundo», dijo el emperador,  y sus palabras fueron ley. Consiguió que en menos de 45 años Japón dejara de ser un pequeño archipiélago aislado del Pacífico donde el régimen del Shogunato otorgaba poder absoluto a los daimyo (similares a los señores feudales europeos) y  a los samuráis, para transformarse en la potencia económica que rivalizaría con Estados Unidos en la hegemonía mundial.

Elogio de la sombra representa perfectamente el conflicto cultural que supuso la apertura de Japón al mundo tras la era Meiji.

Junichiro Tanizaki nace en la recién nombrada capital, Tokio, en 1886. Es testigo del cambio social acelerado al que se someten y aplican sus vecinos. Él no es una excepción. Desde su época universitaria busca el conocimiento en la literatura occidental y lo encuentra a través de las lecturas de Poe, los simbolistas franceses y, sobre todo, Wilde, que se convierte desde entonces en su autor de referencia. El joven Tanizaki emula la vida decadente del esteta occidental en la cosmopolita Yokohama, la zona chic de Tokio. Busca la embriaguez de los sentidos. Alterna la traducción de El retrato de Dorian Gray con las noches de excesos emulando a la criatura de Wilde.

De entonces datan sus primeros escritos. En 1910 publica Tatuaje, donde el uso refinado del tema erótico le sitúa en la misma corriente del arte por el arte que defiende Nagai Kafu, el fundador de la revista literaria Mita. La publicación se enfrenta a la corriente idealista humanista de aires tolstoianos del grupo literario liderado por Naoya Shiga, fundador de la revista Shirakaba. Toda la vanguardia literaria, sea de la corriente que sea, tiene como modelo a Occidente. La novela se considera un género exótico. Demasiado exótico, para muchos. Carlos Rubio, en El Japón de Murakami, facilita una cita ilustrativa de la situación del, por aquel entonces, reputado escritor Nakamura Keiu: «Quienes gustan de leer novelas no se comportan como ciudadanos decentes; las mujeres que las leen tienen mala fama o mueren jóvenes; los hijos o los hermanos pequeños de quienes coleccionan novelas están en situación de leerlas a escondidas; y los aficionados a las novelas contraen frecuentemente tuberculosis.» Pero a pesar de los peligros, los jóvenes literatos se obstinan en escribirlas. En esas está Tanizaki cuando el terremoto de Tokio de 1923 lo cambiaría todo.

Debe abandonar el barrio devastado de su ciudad natal, sus amistades universitarias, sus colegas literatos, sus compañeros de juergas y borracheras para mudarse a Osaka, una ciudad cuya vida cultural carece de la actividad vertiginosa de Tokio; Una ciudad clave en la red comercial y económica de Japón, pero mucho más conservadora de sus costumbres milenarias que la joven Tokio. Osaka se enorgullece de su teatro No, del Kabuki, de su artesanía en cerámica o textiles, de sus maestros orfebres, de sus joyeros… Los valores ancestrales que parecían perdidos para siempre tras la Restauración Meiji dictan la vida económica, social y cultural de Osaka.

Tanizaki se adapta. Su mirada no cambia, sigue siendo la de un esteta, pero el objeto de deseo ya es otro. Las raíces de su cultura lo han seducido. Tanto en Naomi, como en Arenas movedizas o Hay quien prefiere las ortigas, Occidente deja de ser el modelo a seguir. Y es que Tanizaki percibe que la servidumbre de la pasión no evita que la vida siga siendo intranscendente y confusa. El ego occidental no es nada, se desvanece en el vacío del Tiempo. Así, Tanizaki se reconcilia con ese concepto del vacío oriental cuyas connotaciones son claramente positivas frente a las negativas occidentales (horror vacui).

Esa especial mezcla de sensualidad zen de la tradición oriental con el esteticismo elegante e indolente de Wilde es lo que encontramos en el brevísimo ensayo Elogio de la sombra.

Tanizaki está a punto de cumplir medio siglo cuando  lo escribe, en 1933. Tiene la suficiente perspectiva como para abordar el estudio estético de su propia cultura frente a la influencia de Occidente; Dispone de criterio también para elegir dónde quiere estar y explicárselo al lector, para realizar autoanálisis; Y ha adquirido la habilidad apropiada para mostrarle, a través de descripciones de objetos, espacios y situaciones cotidianas, no sólo un lugar, Japón, sino  la visión del ser japonés en todas sus dimensiones. Tanizaki se detiene en los detalles para regalarnos un espléndido ensayo sobre la Belleza. Con mayúsculas.

Por eso, lo mejor de Elogio de la sombra es su capacidad para evocar sensaciones, que es precisamente la principal función de la belleza.

Reconozco haber sentido extrañeza durante las primeras páginas del ensayo. Temí haberme topado con un manual de arquitectura donde se enumeraban instalaciones eléctricas, telefónicas o de fontanería… Uno pronto se da cuenta de que la intención es deliberada. El ambiente frío del apartamento que adopta las costumbres occidentales contrasta con la calidez de la casa tradicional japonesa que Tanizaki, buen anfitrión, nos invita a conocer a través de la contemplación.  Y empezará por los retretes. De lo más prosaico del jardín extraerá la belleza más delicada. Este inicio de la visita es insuperable.  En este punto de la lectura ya no querremos abandonar la casa. En su recorrido, descubriremos los cuatro valores sobre los que se sustenta el concepto de belleza, según el especialista en cultura japonesa, Donald Keene: irregularidad, simplicidad, caducidad y capacidad de sugerir.

El autor nos señala, por ejemplo, la hermosa irregularidad en la textura del papel de los shoji (los paneles móviles que dividen las estancias) a la hora de tamizar la luz.  Nos describe el recorrido accidentado de la tinta china sobre la rugosidad del papel, las imperfecciones que dan carácter al jade, la opacidad del cristal japonés que huye del brillo transparente del de Bohemia… Nos obliga a detenernos frente a la simplicidad de la decoración del toko no ma, el rincón más oscuro de la casa japonesa y de mayor relevancia a la hora de comprender la belleza del vacío, la atemporalidad del espacio… Reivindica el valor del tiempo sobre los objetos, como los de plata, siempre oscuros y sin pulir; o los adornos florales donde se exalta la belleza efímera de los pétalos. Nos sienta frente a una mesa japonesa donde la vajilla de laca negra labrada en oro, que resultaría estridente en un ambiente iluminado, en la estancia umbría japonesa adquiere otra tonalidad:

«Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorados con oro molido, pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela, y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad».

La capacidad de sugerir de la belleza japonesa a la que alude Keene tiene su mayor exponente en la seducción erótica. Tanizaki también la describe asociada a la sombra:

«Piensen en la sonrisa de una joven, a la vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un rostro más blanco?»

Como diría Rainer Maria Rilke, «lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar»

La sombra se erige así en la esencia de la belleza oriental. Toda la obra de Tanizaki se basa en este concepto, de ahí que Elogio de la sombra sea un título imprescindible para acercarse a sus novelas. Una vez leído el ensayo, los misterios de Oriente siguen siendo misterios. Y resultan tan  perturbadores como los que aparecen en las tramas de Tanizaki.

Eso sí, tengo que decir que quizá muchos de los destellos del juego de luces y sombras de la lengua de Junichiro Tanizaki habrían sido mejor vislumbrados en una traducción directa del japonés y no del francés, como es el caso de la edición que nos ocupa. Un autor admirado por Octavio Paz o Henry Miller, eterno aspirante al Nobel, de la misma calidad de Kawabata, Mishima o Akutagawa no se merece menos. Joyas como Elogio de la sombra exigen el mejor estuche.

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