«Somos marionetas con percepción». La maleabilidad es una característica extendida en el ser humano. Y desarrollar y afinar nuestra percepción, la consciencia de que hay unos hilos, nuestra posibilidad de superar nuestras limitaciones. En la fascinante Experimenter (2015), de Michael Almereyda, se recogen y condensan las reflexiones del psicólogo experimental Stanley Milgram (interpretado por Peter Saarsgard), tras realizar unos experimentos sobre la obediencia, a principios de los sesenta, que suscitaron una dolorosa controversía en la sociedad estadounidense, que se procuró silenciar o desestimar mediante la estigmatización (como en tiempos pretéritos se podía condenar a alguien por bruja). «¿Cómo los civilizados seres humanos pueden participar en actos violentos e inhumanos¿ ¿Cómo se implementó el genocidio de una forma tan sistemática y eficiente? ¿Y cómo los perpetradores de estos crímenes vivir con esa culpa?» Son las preguntas que impulsaban su experimento, y los resultados fueron desoladores y aterradores: «la clase de carácter creado en la sociedad estadounidense no sirve para aislar de la brutalidad y el tratamiento inhumano en respuesta a una autoridad malevolente». Pero la sociedad estadounidense no podía aceptar que pudieran ser equiparados con Adolf Eichmann, enjuiciado en aquel tiempo, en suma, con los esbirros de un Sistema (considerado la quintaesencia de la malevolencia) que ejecutan y propician el daño y gestionan el horror como si fuera un trámite que tiene que tienen que cumplimentar, porque ejecutan una orden, como si integraran la piramidal estructura jerárquica de una fábrica de electrodomésticos.
El experimento de Milgram consistía en dos personas que adoptaban el papel de profesor y alumno. Uno y otro estaban en salas distintas, sin verse. Si el segundo cometía un error, el primero debía pulsar un botón que le suministraba una descarga eléctrica; progresivamente, con cada error la descarga era mayor, hasta alcanzar los 450 vatios. En cierta fase del proceso se empezaban a escuchar los gritos de dolor de quien recibía las descargas, lo que suscitaba las dudas sobre si continuar a quienes ejercían el papel del profesor. Pero con alguna excepción, pese a sus reparos, todos seguían suministrando las descargas porque el responsable del experimento se lo indicaba con cortés firmeza, aunque sin imponerse. Tenían la opción de negarse, como si hizo alguno. Lo que no sabían es que nadie sufría esas descargas; quien interpretaba al alumno era un integrante del experimento. Fue este aspecto con el que quisieron desacreditar el experimento, como si hubiera Milgram realizado un juego cruel con los que adoptaban el papel de profesor, por «engañarles» con un daño que no existía. No dejaba de ser una maniobra de distracción, un modo de intentar esconder bajo la alfombra la asunción de que el ser humano tiene una considerable tendencia a infligir daño, sea de modo intencional, o justificado por consideraciones abstractas, como integrante de un sistema (fue una orden; era mi función, mi puesto en la cadena de trabajo o de mando; lo dice la ley). El ejercicio de horror en todas las sociedades se realiza a gran escala porque prima esa tendencia de «esbirro» en la naturaleza humana, agazapada en una sociedad sin aparente conflicto (disimulada o maquillada en violencias de competitividades laborales), y desvelada en brutalidades manifiestas en circunstancias de conflictos explícitos de confrontación. Como escribió, Hannah Arendt, la banalidad del mal. Y cualquiera, o casi todos, lo pueden ejercer.
En un momento dado también se cita a Montaigne: «Somos el doble dentro de nosotros, lo que creemos, lo que descreemos, y no podemos deshacernos de lo que condenamos». Cuántas veces realizamos aquello que condenamos, como si fuera una voluntad que nos superara en el forcejeo de voces y voluntades en el yo. La percepción es la que nos eleva sobre nuestra tendencia predominante de marionetas, de sujetos maleables o sugestionables. Por eso, en los encuadres predominan los fondos falsos, que nos traslada a ciertas líneas heterodoxas de la representación cinematográfica del genuino cine independiente estadounidense de los ochenta (Sara Driver, Rachel Reichman, Sheila McLaughlin, Eric Mitchell: un solo superviviente, Jim Jarmusch). O, de modo recurrente, Milgram se dirige a cámara, casi como hilo conductor, con el contrapunto de reflexiones (en ocasiones con componentes no realistas: en el pasillo donde realiza los experimentos, seguido por un elefante: el símbolo de la memoria, histórica, tanto colectiva como individual, la necesidad de su mantenimiento como aspecto constitutivo de la reflexión permanente y por tanto la superación de la condición de marionetas): Almereyda declaraba que se inspiró en los propios documentales de Milgram, que le recordaban a las presentaciones televisivas de Rod Serling y Alfred Hitchcock. Se evidencia, y desentraña, de este modo, con una incisiva y mordaz sensación de extrañeza, la constitución de artificio o ficción de la propia relación con la realidad, aunque neguemos esa condición, del mismo modo que se tiende a negar que seamos esbirros de un sistema cuya autoridad y pautas cumplimos aplicadamente, sean cuales sean,y con la justificación que sea. Esa consciencia de la constitución de la realidad (como seres sociales) nos eleva sobre la condición de autómatas o gestores y esbirros.
Unas variantes de esa tendencia a realizar lo que otros hacen lo comprobó con otros experimentos: alguien, en la calle, se ponía a mirar hacia un punto indefinido en las alturas, y acababan uniéndosele a él otras personas que miraban intrigadas en la misma dirección; o una prueba con cinco personas, en la que cuatro eran cómplices del experimento: en principio, todos respondían correctamente a las preguntas, pero en cierto punto, de modo intencionado, respondían de modo equivocado: el que no era cómplice del experimento daba la misma respuesta errónea que el resto, no se desmarcaba (la tendencia a no desentonar en un entorno y sentirse integrado en un grupo) Milgram realizó otros sugerentes experimentos: fotografiaba a gente que espera al metro en un anden, y a cada alumno le encargaba el seguimiento de uno de ellos, para luego aludirle y preguntarle a cuántos reconocía. ¿A cuántos reconocemos en nuestro recorrido de autómatas cotidianos? También sobre en qué grado se produce rechazo de reconocimiento del yo, o de la imagen que tenemos de nosotros mismos, en los retratos fotográficos, un rechazo, en general, amplio (¿cómo nos vemos o cómo nos queremos ver?).
La narración, y el propio Milgram, no dejan de incidir en ese revelador ángulo, que extirpa la suficiencia, en el que entran en colisión la condición de marioneta y la aguda cualidad perceptiva (aquella con la que se calificaba al chico de la moto, en Rumble fish, de Francis Coppola, la sensibilidad que destaca, o se distingue, por su agudeza, entre el resto): Pese a la agudeza de la percepción de Milgram, él mismo era consciente de las arenas movedizas de las contradicciones, cómo no podemos escapar de nosotros mismos, acorde a la reflexión de Montaigne, consciente de que él mismo no lograba evitar incurrir en acciones que la razón sabe, a posteriori, que no son cabales o justas: a veces la intemperancia supera (el poderío de la ceguera del instinto y de las emociones más básicas, la cólera o el despecho, que encuentran la fisura en las reacciones no meditadas), y las relaciones se resienten puntualmente (como reflejan algunos vaivenes, consecuencias de tensiones, con su esposa, Sasha, Winona Ryder). Por eso, no deja de recordar la necesidad de reflexión (para no convertirnos en autómatas que actúan, como inconscientes actores, y ejecutan sus rituales y rutinas como resortes de aplicaciones), apuntalado en la frase de Kierkegaard que se repite varias veces: «La vida debe comprenderse mirando hacia atrás, y debe vivirse mirando hacia delante». Reflexionamos mirando hacia atrás, y vivimos hacia delante. Es el doble movimiento que nos mantiene como seres vivos, o sea, despiertos, lúcidos.
por Alexander Zárate
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