Desearías sustituir al cuerpo muerto cuya vida extrajíste. Deseas que otro cuerpo reemplace al cuerpo muerto del que amaste como si se dotara de vida de nuevo al sueño de amar. Ante una lápida, miras el espacio que desearías ocupar por el remordimiento de haber infligido un daño irreparable. Ante la lápida donde yace el hombre que amaste ves a un hombre que deja flores. De la muerte puede brotar vida, una figura que es otra podría ser la misma en el escenario de los sueños. Es otra, pero al sentir que es la misma, la ilusión de continuidad conjura la interrupción y la pérdida. Las ficciones pueden aliviar el dolor, las ficciones pueden dotar de vida a la desesperación que empuja a precipitarse en la muerte. Los sueños son cantos ante la oscuridad y el vacío. Los relatos, la disidencia de la imaginación ante lo que inevitablemente desaparece. El pulso del latido de la ilusión que injerta música en lo que la finitud derrumba. Francois Ozon realiza con Frantz (2016) una muy sugerente variación de la excelsa Remordimiento (Broken llulaby),de Ernst Lubitsch. Amplifica las perspectivas en una sucesión de ficciones que contrastan con su color y música la desolación y el silencio de la pérdida y la aflicción. El relato dota de vida, no importa que sea pura invención. El color se alterna con el blanco y negro, un forcejeo entre la vida y la muerte: Los instantes de armonía, la ilusión de plenitud, de música que rebosa, la vibración de la naturaleza, de la invención que reemplaza en la evocación al vacío de la pesadumbre, al recuerdo de una muerte.
Frantz es el nombre del cuerpo ausente, del cuerpo muerto, de la emoción dañada, del amor truncado. Es la pantalla o el hueco para Anna (extraordinaria Paula Beer), su novia, y para Adrien (Pierre Niney), el hombre que le mató en combate en una trinchera durante la pasada I guerra mundial. Frantz es, representa la herida, la falta. Ambos cruzan un túnel que desean superar, para que no sea un abismo en el que sumirse. Anna observa a aquel cuerpo vivo ante la lápida del cuerpo muerto, y se interroga sobre quién será. Un cuerpo irrumpe para la mirada que había dejado de soñar. Un cuerpo que ilusiona. Un cuerpo que relata a ella y a los padres los momentos compartidos con, respectivamente, su amado y su hijo, la música que compartieron. El color irrumpe fugaz cuando él toca el violín como lo hacía Frantz, pero él sufre un desmayo, como si el centro de gravedad de la realidad le dominara. El padre deseará que sea quien ahora posea el violín que aquel tocaba: música que se reemplaza, es la misma pero es otra, vida de nuevo. Pero aquel color que acompaña las evocaciones es ilusorio como los relatos inventados. El ansia de no infligirles pesar forcejea con la necesidad de revelarles la verdad, porque busca su perdón.
Una presencia que le hace sentir a Anna de nuevo viva. Ese cuerpo que observa cuando surge del agua, esas heridas cicatrizadas, las cicatrices de quien sí sobrevivió a la guerra, como un muerto que ha revivido. Un cuerpo que revelará que fue el que extrajo la vida del hombre que amaba. Una presencia que se convertirá en ausencia cuando desaparezca. Una desaparición que determina que ella quiera desaparecer, como si una doble desaparición fuera demasiado insoportable, por lo que opta por sumergirse en las aguas, como sus emociones siente ahogadas. Un cuerpo ausente que buscará, cuando viaje a Francia. Una ilusión que perseguirá, rastreará, como un vértigo que la arrastra con la promesa de un refugio, el refugio del sueño. Un cuerpo que temerá también haya desaparecido irremisiblemente, que haya sido arrebatado también por la muerte. Ante una lápida descubrirá que aquel apellido no corresponde sino a un familiar. Pero el sueño también se trunca cuando descubra que otro cuerpo ocupa su vida. Aquel cuerpo ante una lápida es ahora un cuerpo con otra mujer. Y la pregunta brota: ¿A quién ama? ¿Necesitaba reemplazar el vacío, la falta, cicatrizar la herida? ¿Ama a este hombre? ¿Le ama él a ella? ¿Le impide hacerlo los remordimientos, el revivir en aquella mujer el daño que infligió? Los sentimientos se confunden, los labios se buscan, pero a la vez se distancian.
Una pintura de Manet sobre un hombre que se ha suicidado se diversifica en los reflejos. Es un cuadro que ella observa en El Louvre. Es una pintura con la que se reencuentra en la habitación en la que le alojan en la mansión de la familia de Adrien. Una habitación en la que la otra mujer en la vida de Adrien irrumpe para señalizar que aquel escenario es el suyo no el de ella. Intuye qué ilusión ansia realizar, como también la madre cuando les observa interpretar a los tres música. Anna pierde el compás, porque siente que su sueño lo pierde. Cuerpos muertos, ilusiones que intentan dotar de vida, reflejos que confunden, relatos que alivian la pesadumbre o la decepción. Para qué saber lo que sólo puede aportar dolor. Para qué relatar que no se cumplieron los sueños. Ante la pintura del suicida de Manet, junto a un hombre que se asemeja a Adrien, el color se enciende en la mirada de Anne. En los relatos y en los reflejos se afirma la vida.
por Alexander Zárate
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