Igual que Terrence Malick o Víctor Erice, Terence Davies es uno de esos directores cuya fama de perfeccionista obsesivo le ha alejado de la cámara en demasiadas ocasiones. En más de treinta años de carrera apenas ha estrenado tres cortometrajes y seis largos, uno más que Malick. Sin embargo, las carreras de ambos están pasando últimamente por un inesperado florecer, haciéndose cada vez más corta la espera entre película y película. ¿Le han perdido el miedo a su talento? ¿O tal vez han conseguido por fin encontrar inversores lo suficientemente inteligentes como para estar dispuestos a perder dinero con sus películas? Quién sabe. Lo cierto es que, a pesar del parecido que tienen las carreras de ambos, es muy dudoso que las últimas películas de Terence Davies alcancen la popularidad (o el violento rechazo) que las de su tocayo.
The Deep Blue Sea no es una excepción, dada la cortés indiferencia con que se la ha recibido en el circuito de festivales. No es de extrañar. Al contrario que Malick, a Davies no le interesan los grandes conflictos morales de su país (esa Pocahontas con miriñaque despojada de su dignidad) ni tampoco la metafísica cósmica. Su cine no llama la atención. Casi todas sus películas comparten el paisaje urbano de los barrios bajos británicos, y sus temas son siempre el mismo: la nostalgia por un pasado que irremediablemente ya no volverá. Davies es un hombre capaz de firmar su mejor película haciendo un documental sobre Liverpool en el que se menciona a los Beatles una sola vez. Davies es el dinosaurio que yace moribundo en el lecho del río de El Árbol de la Vida.
Tal vez la razón por la que Terence Davies nunca haya llegado a cuajar entre el gran público sea la misma que le lleva a decir en Of Time and the City que los Fab Four no hacían más que ruido. Hay gente más sensible al oído que otra, y Davies está acostumbrado a escuchar frecuencias infrasónicas. Por ejemplo, el argumento de The Deep Blue Sea es tan tenue que casi parece banal. Una mujer de cierta posición económica (Rachel Weisz), casada con un juez, se enamora de un antiguo piloto de guerra. En él encuentra lo que su marido no puede proporcionarle: pasión. Weisz abandona a su marido y se va a vivir con el amante. Meses más tarde intenta suicidarse, pues se ha dado cuenta de que está enamorada de una idea, no de un hombre de verdad. La realidad es que su piloto nunca podrá darle el amor que ella necesita (por no hablar del lujo material que le proporcionaba su marido).
Lo que tenemos aquí es la continuación de Breve Encuentro si la chica se hubiera quedado con su amante; o Meryl Streep con Clint Eastwood en Los Puentes de Madison, que para el caso es lo mismo. Pero ¿a quién le interesa que le cuenten cómo acaba una historia cuando ya es de sobras conocido el final? La Streep se enamora de Clint porque sabe que está de paso y el tiempo no podrá hacer mella en la imagen idealizada que cada uno tiene del otro. Pero si en la escena clave de la película, ella hubiera cambiado de coche, ¿cómo habrían sido los años siguientes? ¿Se habría cansado de seguir por todo el mundo a su querido fotógrafo de National Geographic? Probablemente, y lo que es más: puede que llegara un momento en que incluso aquella peculiar costumbre de Clint, bajarse de un tren aletoriamente en cualquier lugar hermoso, habría empezado a parecerle una irritante molestia, en lugar de un motivo para enamorarse de él como había ocurrido en el pasado. Lo que nos cuenta Terence Davies en The Deep Blue Sea es básicamente esto. Y ahora viene la parte difícil, explicar por qué a pesar de esto, o precisamente por ello, es una de las películas más sobrecogedoras que ha hecho.
Mi plano favorito de Truffaut es el que da comienzo a La Piel Dulce. En él, las manos de dos amantes, una mujer soltera y un hombre casado, se acarician con confianza. Sin embargo, en un momento dado, los dedos de ella empiezan a juguetear descuidadamente con el anillo de matrimonio que él lleva en el dedo. El detalle puede parecer trivial, pero a nadie que haya pasado por una situación parecida se le escapa la importancia de ese gesto involuntario, el síntoma de posesión que denota o la fragilidad del amante al querer ocupar así el puesto del Otro. Tampoco se le escapa que no es un plano simbólico, forzado en el interior de la película para subrayar su significado. Es un plano real, un gesto repetido mil veces, sin percatarse de él, por cualquier pareja de amantes adúlteros; un gesto muy conocido por Truffaut. Todo esto para decir que The Deep Blue Sea es, en sí misma, una sucesión constante de este tipo de gestos; tal vez triviales vistos desde fuera, pero considerablemente doloroso en cuanto el espectador establece con ellos una relación personal.
Como esa escena en la que Rachel Weisz y su amante, Tom Hiddleston (el Loki de Los Vengadores) están en un pub cantando una canción popular y ella, incapaz de seguir la letra, sonríe. No es necesario explicar nada para entender que ella no podrá formar nunca parte de su mundo: le gustaría cantar con él, pero no puede. Después de todo, a las niñas ricas no les enseñan el tipo de canciones que se cantan en un pub. ¿Y esos silencios, esos ojos esquivos, ese educado cambiar de tema del amante que está a punto de romper con el otro? ¿Quién no ha sufrido o puesto en escena algo así? La ejecución sumaria de una relación que, de continuar, haría infeliz a ambos. La vergüenza del ejecutor que, a pesar de bloquear con una crueldad consciente los intentos de ella por volver a acercarse, sabe que está destruyendo algo sagrado.
Davies ya ha hablado de esto en otras películas suyas, y con suerte, lo seguirá haciendo en las próximas. Es un cine callado, antiguo y pasado de moda, pero tan real y tan cercano que hace saltar los puntos que cicatrizan las heridas de la memoria. Terence Davis ha vuelto y lo ha hecho con un par de películas, Of Time and the City y The Deep Blue Sea, cuyas imágenes, vivas, persistentes, se niegan a desaparecer en el olvido al encenderse las luces de la sala. O al final de la reproducción del fichero avi, porque ninguna de ellas se ha estrenado en España ni parece que exista la menor intención de hacerlo. Sea como sea, larga vida a Terence Davies.
The deep blue sea
- Dir. Terence Davies
- 2011
- Interp: Rachel Weisz, Tom Hiddelston, Simon Russel Beale
- Romance, Drama
- Reino Unido
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