¿Quién no ha sido niño alguna vez? Obviedades como ésta hacen dudar de la inteligencia humana, pero resultan muy útiles para comenzar reseñas. Por otro lado, he ahí la base de las sociedades, de las personas, de las identidades y de las culturas. En la raíz. Y no es casualidad que una escritora como Juana Cortés Amunárriz haya compuesto grandes relatos en los que los protagonistas sean, en mayor o menor medida, los niños, y sobre todo las niñas.
Y las mujeres.
Porque ellas tienen mucho que decir.
Todavía.
Demasiado.
Pero comencemos por las divergencias. Para concretar, por los pensamientos divergentes. No habría nada interesante sin personas distintas, digamos… anormales. El otro día, alguien me dijo que desconfiaba de la gente que tenía comportamientos extraños. Pues yo desconfío de los que sólo tienen comportamientos normales, porque están mintiendo. En los cuentos de Juana Cortés Amunárriz, los narradores y los personajes demuestran poseer una perspectiva divergente del mundo, produciendo continua sensación de desdoble. La madre–niña de «La maldición de Casandra», «Ruth Ratón santa y puta», «Lisa y el dilema» , «La mujer partida»…
Y es que en esos cuentos nada es lo que parece. Como objetivo, demostrarnos hasta qué punto somos una pura concepción del mundo en una realidad que desconocemos. Relaciones de pareja que se tambalean, una niña que sueña con la muerte, una adolescente que se aprovecha de su aspecto para inducir a la violación. Nada está donde debería estar, porque Juana Cortés busca un espacio propio. Busca un modo diferente de estar, deformado pero resistente, un desvío que conduce a lugares ligeramente mutados o a los mismos sitios desde perspectivas inusuales. Y desde allí las fachadas se ven como meros escenarios, sin parte de atrás que las dote de una identidad sólida.
La existencia se revela como una mascarada, un juego de papeles o de poderes o de simple y pura supervivencia en el que las emociones se imponen, superponiéndose a las necesidades, abriéndose paso y ocupando un puesto preponderante.
Las preguntas de la psicóloga sirven para hilar historias terribles, mientras los niños pintan dibujos de realidad desarticulada. Es su trabajo; busca lo que hay bajo la apariencia, y no siempre encuentra cosas agradables.
La psicología, la profunda, la que arraiga en Freud y el buceo hacia lo inconsciente, constituye una herramienta muy útil para encontrar los senderos tortuosos por los que caminan los personajes con impavidez y consciencia. Y quizás es esta lucidez asombrosa la que más apabulla de sus personajes. O que todas ellos sean mujeres. Mujeres que han perdido el equilibrio por una u otra razón, mujeres dobles, partidas, escindidas, confusas, borrosas. Dice Juana:
La psicóloga intenta que la niña recupere un mundo ordenado…
Porque lo que subyace es la pérdida de un mundo ordenado, como debería ser, la falta de afecto o atención. Los personajes tratan de compensar el peso de las balanzas torciéndose más, en una suerte de círculo vicioso, de espina dorsal combada por el efecto de una pierna más larga que otra, un sistema que se va deformando por su misma naturaleza desestabilizada.
Los entornos que Juana Cortés recrea son los del día a día, muy actuales, pero en los que se plasma una visión contundente de lo que estamos viviendo, la que tendría alguien que hubiese pasado por el presente hace veinte o treinta años. Es capaz de transformar las vivencias personales en arte, y eso está al alcance de muy pocos.
Utilizando estos ingredientes, la autora convierte en gelatina la materia de lo real, introduce conflictos contrastivos que delatan la presencia de la confusión como una característica intrínseca a la vida, que tratamos en vano de aclarar recurriendo a normas, a rutinas, a paredes y palabras de consuelo. Pero la realidad es inconsistente y variable, es azarosa y contingente, es y pudiera no ser, y a veces es y no es y entonces todo nos parece absurdo, carente de sentido, insustancial. Por eso las heroínas de Juana bucean en el universo de lo posible siguiendo el radar de las emociones. Algo que muchos perdimos con la infancia.
Como piensa uno de esos niños, no hay un Santa Claus que venga a salvarnos de la verdura. Una lógica infantil, implacable, inocente, egoísta, amoral, pero válida e ingeniosa. La penetración psicológica de la autora resulta chocante, a veces, y otras excesiva.
Por ejemplo:
[…] le ignoro con la testarudez de la infancia, esa maravillosa cabezonería que únicamente sirve para afirmar mi amor propio frente al mundo, más allá de las derrotas.
La narradora acusa un prurito por explicar lo que no hace falta que se explique, porque no es necesario hacer exégesis de los propios textos o de las acciones de los personajes.
Deberíamos aludir también a los vínculos con los cuentos de hadas, a los dones, al juego con los géneros, a la intrínseca vocación de pastiche en el sentido más genuino y provocador, y por supuesto al humor negro, presente desde el título, porque ese «Queridos niños» parece la apostilla de la bruja de Hansel y Gretel tras cebarlos con el fin de asar sus tiernos corpezuelos en el horno de la casa de chocolate.
Pero ya son demasiadas cosas.
Y quiero decir algo más.
A las mujeres les han faltado –y en parte les faltan- referentes sólidos desde un punto de vista artístico, literario, «culto». Es cierto que ha habido grandes escritoras, como Virginia Woolf o Jane Austen o Sor Juana Inés de la Cruz o Rosalía de Castro, pero en comparación con los hombres que han escrito y que han construido sus propias catedrales de literatura en un mundo patriarcal, son islas en un océano de dominación. Y si algo he aprendido a lo largo de tantos años de estudio y escritura es que la sabiduría se acumula. Que la ciencia es suma de hechos aislados. Que cualquier manifestación cultural es fruto de sedimentos que se van superponiendo unos a otros.
Y en comparación con el discurso masculino, al femenino aún le queda mucho que acumular. Por eso es importante que haya voces femeninas y que esas voces luchen por encontrar su propio camino. Una vía que yace incógnita en gran medida porque para desbrozarla hay que inventar muchas cosas. Hay que inventar un lenguaje nuevo o como mínimo nuevas palabras en viejos lenguajes masculinizados. Hay que desempolvar la fina inteligencia de las mujeres, cubierta por milenios de prejuicios. Hay que luchar por concebir el mundo de un modo femenino. Y ahí escritoras como Juana Cortés tienen mucho que decir. Porque su escritura es sólida. porque busca nuevos caminos. Porque aporta luz a la oscuridad, a una altura a la que pocas mujeres llegan, por muchas razones.
Escribir con siglos de tradición masculina es relativamente fácil para un hombre, digamos para mí. Sólo he de poner la guinda al pastel, aportar una vuelta de tuerca a la bien engrasada maquinaria del discurso literario masculino. Pero Juana se enfrenta a temas poco frecuentes, por muy de moda que hayan estado en las últimas décadas. Porque el hecho de que lo femenino esté de moda no significa que se haya estilizado lo suficiente. Muchas siguen utilizando modelos patriarcales, o dicho de otro modo, muchas viven y escriben encorsetadas por modelos masculinos. Pocas investigan más allá.
Y Juana lo está haciendo, me atrevo a afirmar que con maestría admirable. Mujeres como ella o como Ana Pérez Cañamares o –a su modo- como Almudena Grandes, por citar un ejemplo del circuito comercial, están desbrozando un vergel incógnito. Están investigando como en su momento lo hicieron Virginia Woolf o Patricia Highsmith, para que haya pilares sólidos sobre los que seguir construyendo, para que las islas poco a poco sean un continente.
Y me parece admirable.
Al ser humano aún le quedan muchas fronteras por cruzar, la más cercana es la mujer. Yo quisiera poder cruzarla más a menudo, poder concebir las cosas de un modo distinto, y gracias a personas como Juana me es dado atisbar un destello de lo que ellas son.
De lo que piensan, sienten y creen.
De lo que hay oculto tras la apariencia, y cuando
la vida rutinaria perdía su solidez, se doblegaba, explotaba y nos mostraba sus matices ocultos. Había otras realidades distintas a las que nos habían enseñado.
Esa realidad es una perspectiva de mujer.
por Miguel Ángel Mala
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