El nueve de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. Entonces no lo sabíamos, pero el muro de Berlín era como esa cuña de madera que bloquea un camión suspendido en la cuesta del S XX. Sin ese pequeño pedazo de madera la mole del bloque soviético empezó a rodar cuenta abajo y pronto alcanzó la velocidad necesaria como para que quedase claro que ya no habría forma de detenerlo. El camión se salió de la carretera y entró a trompicones en un área de la historia todavía sin asfaltar: el S XXI. No sería la última vez. El S XXI Había entrado antes, en Afganistán, dicen que también en Chernobil. Volvió a entrar después, en Nueva York. La historia tiene sus propias leyes, que incluyen el permiso para incumplirlas.
Dicen que, si se juntasen todos los fragmentos de la verdadera cruz las iglesias Europas custodiaban en la edad media se podría reconstruir una cruz de varios metros de alto. Con el muro pasó algo parecido. En todas las plazas de Europa se empezaron a vender cascotes que, supuestamente, provenían desguace del muro de Berlín. Era una de esas ocasiones en las que se podía sentir la Historia, como una corriente bajo los pies.
Estaba claro que el mundo había saltado de su órbita y cada cual reaccionó a su manera. Los hubo que decidieron que lo único que se podía hacer era evacuar del camión de la metáfora cualquier mercancía de valor. Fueron los mismos que pensaron que, bien mirado, a rey muerto rey puesto y que era un momento tan bueno como cualquier otro para convertirse en todo un oligarca y sacar partido de unas circunstancias en las que la corrupción y el caos ganaban enteros como moneda de cambio.
Otros escribieron libros. Quizás el más famoso, también el más polémico, fue el de Francis Fukuyama, que con El fin de la historia diagnosticó que la Historia, con mayúsculas, había entrado en su etapa definitiva, una era en la que las disputas ideológicas ya no tendrían sentido ni razón de ser y en la que el mundo se encaminaría hacia una uniformidad democrática, capitalista y más o menos feliz. Al menos todo lo feliz que se puede llegar a ser en un libro serio.
Mientras unos esquilmaban y otros escribían, otros hacían fiestas. La de Anne Applebaum, la autora de El ocaso de la democracia, llegó tarde pero, a cambio, se lo debieron de pasar bomba.
En 1999 Applebaum se juntó con sus amigos en la campiña Polaca. A pesar de que en El ocaso de la democracia Applebaum lo pinta con modestia, aquella fiesta debió de ser algo así como el Camelot del liberalismo europeo. Applebaum considera un dato relevante y característico de lo humilde de la ocasión el hecho de que, en aquella fiesta, ella y su suegra tuviesen que cocinar. Applebaum parece no saber que la gente, en general, cocina para sus propias fiestas. A falta de espacio en casa y de hoteles en la zona los invitados tuvieron que desplegarse por los alrededores como si fuesen una fuerza de ocupación. Imagínese que es usted un campesino polaco a finales del S XX y que le meten en casa a un embajador húngaro con ganas de jarana. A mi me tiene pinta de fiesta sonada.
En aquella fiesta de Appelbaum la nómina de invitados estaba compuesta principalmente por gente de lo que podemos llamar “liberalismo económico”. Individuos con una fe inquebrantable en los principios de la democracia liberal, es decir, convencidos de que valores como la separación de poderes, la libertad de la prensa, la libertad económica y el comercio como epifenómeno de la riqueza habían llegado, en aquellos años y sobre todo en Europa, al punto más cercano que se conocía de la perfección política y económica, y que sólo serían mejorables mediante pequeños arreglos, inspirados casi todos en alguna de las fases de la política económica de Margaret Thatcher. En 1999, en aquella fiesta de Applebaum la derecha polaca y europea celebraba, con la ebriedad que sólo puede conceder la victoria (y/o el alcohol) la derrota del Comunismo y el fin de la historia.
El ocaso de la democracia empieza así, con una buena fiesta. No es mala forma de empezar un libro.El resto viene a ser la historia de cómo aquella familia política europea, rica, bien pensante y bien avenida se fue descomponiendo. Una de las normas de hierro de la narración la dictó Tolstoi: todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son, cada cual, a su manera. Esta es la historia de la infelicidad de la derecha europea, pero también la historia de cómo esa descomposición ha arrasado o amenazado seriamente algunos de los valores que, en su gran fiesta del 99, Applebaum y sus invitados celebraron como verdaderos, justos, necesarios y eternos: la separación de poderes, el laicismo del estado, el papel de la prensa como vigilante, el final de la raza como elemento definidor de los estados. Valores en los que aquellos miembros del liberalismo europeo creían y que también formaban parte de aquel fin de la historia que pregonaba Fukuyama.
Applebaum no es una teórica política ni aspira con El ocaso de la democracia a entregar un ensayo técnico o filosófico. Applebaum es periodista e historiadora y su trabajo gira alrededor de esos centros así que el lector no encontrará aquí una explicación de qué llevó a la desintegración de esa familia europea, ni teorías para explicar los vectores por los que transcurre la degradación de esos valores. Sí hay una convicción clara de que la perversión de los valores que se celebraron en la campiña polaca en el 99 existe y de que esa degradación es la culpable de que, por primera vez en muchos años, quizás en varias generaciones, la democracia esté en riesgo en Europa.
Applebaum asienta su tesis en colecciones de anécdotas. No pretende establecer un hilo ni deducir causas. Si esto es una limitación del libro o una ventaja es algo que tendrá que decidir el lector. Applebaum se limita a retratar esta radicalización, a descubrir sus síntomas y alertar de los peligros crecientes y lo hace desde su perspectiva, desde la posición de quien conoce en profundidad y de primera mano la política europea. Applebaum es una columnista política muy prestigiosa, ha escrito libros que han ganado el Pulitzer y tiene contactos en las altas esferas europeas. Su marido ha sido ministro en varios gobiernos polacos y es un miembro destacado del partido popular europeo. Si existe una nueva aristocracia política en Europa, Applebaum pertenece a ella o, al menos, ha comido con ella día sí día no por lo menos desde aquella fiesta del 99.
Desde esa perspectiva Applebaum va describiendo la deriva de tantos amigos (en muchos casos, ya ex amigos) hacia lo que ella llama “predisposición autoritaria”[1]. Un nuevo fantasma que recorre occidente y que se separa de aquel liberalismo del 99 en una serie de tendencias recurrentes: la deriva nacionalista (frente al cosmopolitismo y la globalización), estrategias racistas (especialmente islamófobas), tradicionalismo sexual (aquí la postura es aún más difusa, pero básicamente los partidarios de la “predisposición autoritaria” consideran el feminismo y la homosexualidad como enemigos, aunque en el último caso es frecuente que eviten referirse a la homosexualidad como algo abiertamente negativo, sino que circunvalan el ataque refiriéndose a “lobbys LGTBI[2]” o, como en el caso de Hungría, estableciendo paralelismos entre homosexualidad y peredastia), ataque a las instituciones democráticas (presentándose como una especie de movimiento “antipolítico” incluso por parte de individuos a los que no se conoce otra actividad que la política) etc.
El lector español reconocerá en VOX algunos de estos rasgos. Quizás es bueno aclarar que Applebaum no ha hecho ningún viraje a la izquierda. Applebaum es y se define abiertamente como “anticomunista”. A lo largo del libro hace su correspondiente parada en España, donde describe sin más miramientos a Podemos como de partido de “extrema izquierda”. Applebaum tiene una consolidada trayectoria de oposición activa al comunismo. Una anécdota, en su libro más famoso, Gulag, hay un momento en el que asegura que un barco-prisión soviético que llevaba a mil quinientas personas chocó contra un escollo y se hundió. Murieron dos mil personas. Cabe la posibilidad de que sea una errata en el texto o en la traducción, pero ejemplifica bien la opinión de Applebaum sobre los peligros del comunismo. Para Applebaum el comunismo es un sistema en el que, si algo puede ir mal, sin duda irá peor. Pero en este libro, el peligro que detecta es otro. En su periplo por Europa Applebaum va desgranando, el agresivo viraje ideológico de una parte de la derecha europea que, en muy pocos años, ha recuperado consignas y estrategias inquietantes.
Porque ese “viraje autoritario” no es sólo una cuestión de radicalización ideológica. La radicalización ideológica, de por sí, es bastante preocupante, sobre todo en los aspectos en los que se aprecia una involución en lo que parecía una progresión lineal infalible en el respeto entre grupos sociales. Pero tanto, quizás incluso más que la radicalización ideológica, Applebaum constata la radicalización estratégica.
Preocupa el Brexit, claro, y la salida de Europa de un país que contribuyó decisivamente a la formación de la Unión Europea como mecanismo de seguridad. Pero preocupa tanto o más la forma en la que se manejó la campaña del Brexit, cómo se utilizó la política más como un medio que como un fin, cómo se despreciaron las instituciones y se faltó a la verdad cínicamente para conseguir un resultado por el que muchos hicieron campaña a pesar de estar convencidos de que era negativo para el país y de que sólo podía ser positivo en términos de conquista del poder. No es sólo lo que se votó, es también la constatación de que se creó, se toleró y finalmente se incentivó una nueva forma de mentira política, quizás menos sofisticada que la tradicional, pero mucho más agresiva.
Preocupa ver a partidos radicales gobernando en Polonia o Hungría, pero preocupa tanto o más la falta de capacidad de Europa para imponer barreras, no solo políticas sino, sobre todo, ideológicas, contra unos gobiernos que atacan sin disimulo valores que, creíamos, eran el cimiento de la identidad Europea.
Claro que, quizás, Europa no existe. Quizás Europa nunca fue. ¿Qué ha sido de aquella construcción política que, una vez, se quiso ver como un contrapeso razonable en la política mundial, como un continente que ya no estaba separado por fronteras, sino unido por valores?
A la hora de pensar si la democracia puede estar amenazada en Europa quizás el primer paso vuelva a ser volver a pensar en qué significa la democracia. La crisis de valores parece evidente, más allá de la nostalgia y de los que se limitan a pensar que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero también hay una crisis de ideas, que quizás, está en la raíz de aquella. Nos falta análisis y respuesta sobre cómo se está adoptando la democracia a una nueva sociedad. Cómo convive con los nuevos discursos políticos que surgen y se reproducen con cierto salvajismo en el limo de las redes sociales. Nos faltan propuestas para actualizar la apuesta democrática. Para que los ciudadanos que han perdido la confianza en el sistema puedan volver a sentirse representados.
Porque, no nos engañemos. Esta “deriva autoritaria” de la que habla Appelbaum. El Brexit en el Reino Unido. Los nuevos partidos autoritarios y de ultraderecha en Europa del Este. Vox. Le pen… Son en gran parte reacciones de insatisfacción hacia un modelo en crisis. Unos se sienten desengañados. Otros no se sienten reflejados. Los más jóvenes dan por garantizado que hay ciertas libertades garantizadas y que no se puede vivir de otra manera. No es así. La democracia, en cualquier forma, es excepcional en la historia. Ni la inventaron los griegos ni hay razones para pensar que haya llegado a su forma definitiva. Ha habido otros intentos, pero todos fueron efímeros. Quizás la democracia es una fiesta. Atentos a la música.
El ocaso de la democracia, A. Applebaum; Debate, 2021
[1] Término que, a su vez, toma de Karen Stenner
[2] Sea lo que sea lo que signifique eso
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