Brújulas que buscan sonrisas perdidas

Brújulas que buscan anos: la brutal fuga psicogénica de Albert Espinosa

por Tirante Vargas

Yo fui el primero. Fui el pionero que se tomó en serio un libro de Albert Espinosa, inventor de las pajas positivas, yendo más allá de la mención, la reseña aséptica y la entrevista. Aquí en Estado Crítico se abrió el melón, y ahora proliferan poco a poco en los medios las críticas a su trabajo. Son todas un desastre, claro, pero lo que nos interesa es la reacción del autor. Albert Espinosa empieza a asomar la patita.

Aún hay quien no se entera de nada y sigue atacando la obra espinósica por el aspecto técnico. Mal. Albert no tiene tiempo para gramáticas, normas, lenguaje y demás menudencias, lo suyo es el ALMA, el CONFLICTO, el PERSONAJE, la MAGIA. El lenguaje es su puta y no hay más que hablar.

Albert es inmune a este tipo de ofensivas, le rebotan, ni se inmuta; pero cuando atacan su trabajo por el contenido el talante empieza a cambiar. Entonces la expresión del señor Espinosa pierde esa cualidad bobalicona con la que ha aprendido a promocionarse, se adivina cierto crujir de dientes y con notable seriedad dice que claro, hay mucha gente a la que no le gusta lo que él hace porque esa gente odia el optimismo, que él hace ternura, y eso para algunos es peor que cometer un delito. Ya lo sabe, si no le gusta un libro de Espinosa, el problema es usted, un ser reptante incapacitado para el optimismo y la ternura, de las que Espinosa se declara representante.

No sé si a Albert se le habrá ocurrido pensar que haya personas capaces de apreciar el optimismo y la ternura, incluso de experimentarlos, y que aún así no les gusten sus libros. Tal vez no ha considerado la posibilidad de que haya gente a la que no le interesen sus libros porque pudiera ser, tal vez, hipotéticamente, digo yo, que opine que son una puñetera mierda o incluso moralmente cuestionables.

Espinosa lo quiere todo. Quiere vender muchos libros, las colas de fans enfervorecidos deseosos de tocar la toga del santo, quiere los agradecimientos, los elogios, quiere la emoción de Spielberg —¿alguien dudaba que cualquier serie sobre niños que agonizan y sueñan en un hospital iba a ponérsela a Spielberg como el cerrojo de un penal?— y, no teniendo bastante, quiere gustarle a todo el mundo, incluida la gente a la que le gusta leer. Y si alguien se atreve a cuestionar su trabajo lo descalifica. Todo ternura.

Sin embargo no me queda más remedio que darle la razón. Brújulas que buscan sonrisas perdidas es la repanocha, y si no le gusta es usted un animal. No le digo más que en Forocoches la conocen como «Brújulas que buscan anos». Si es necesario que le explique la profundidad polisémica de este hecho es que usted es un pobre desgraciado que no entiende nada del mundo en el que vive.

Estos críticos no tienen ni puta idea. Ya expliqué aquí mismo cómo hay que leer una obra de Espinosa para poder apreciarla. Brújulas es un gran SÍ y me dispongo a desentrañarla para dejarlo claro.

Ekaitz es el segundo de cuatro hermanos varones. Su madre es un ser sabio, especial y luminoso que todo el rato dice cosas preciosas y reveladoras como «brújulas que buscan sonrisas perdidas». El padre es un director de cine que ama su oficio pero es incapaz de amar a sus hijos, que lo miran con terror. Ekaitz es un niño enfermo y pasa una temporada en un hospital donde conoce a un señor sabio, especial y luminoso que sabe abrirse camino hasta su corazón. La madre muere tras una enfermedad rarísima y sus hijos no pueden despedirse de ella porque el padre los había castigado por una travesura adolescente, de manera que todos los hermanos crecen traumatizados y no quieren saber nada los unos de los otros. Ekaitz ya es adulto, se casa con una mujer y tiene dos hijas gemelas, pero su esposa, un ser sabio, especial y luminoso, muere en un accidente de tráfico donde casi mueren también las niñas, lo que acaba asentando el carácter de Ekaitz, lleno de rencor y sentimentalmente incapaz. Un día lo avisan de que su padre se está muriendo; tiene cáncer y alzheimer. Resulta que Ekaitz prometió a su santa madre que cuidaría del padre cuando llegase la hora, de manera que cumple con su deber para descubrir que el alzheimer del padre está muy avanzado y ya no lo reconoce, y como no sabe que es su hijo es amable con él por primera vez en la vida —¡El alzheimer es tu amigo! ¡Pérdidas que son ganancias!—.

Mientras el padre chochea, Ekaitz aprovecha para conocer a la viuda de su hermano pequeño. En realidad Ekatiz tenía dos hermanos pequeños, los gemelos, aunque luego averiguamos que no son gemelos, los llaman así, pero uno de ellos había sido adoptado por la madre. El caso es que los gemelos murieron y la viuda de uno de ellos es un ser sabio, especial y luminoso y Ekaitz se enamorisca de ella. Así como por casualidad Ekaitz descubre que su madre le había pedido a su padre que no la dejase sufrir más debido a su enfermedad y la matase, así que éste castigó a sus hijos para que no pudieran acercarse a la casa mientras él le practicaba la eutanasia. Todo este tiempo los hermanos habían pensado que el padre era un hombre malvado, pero no, ¡era todo un malentendido! ¡El padre también es sabio, especial y luminoso! Total, que Ekaitz se reconcilia con él aunque el pobre hombre ya no rige y decide practicarle la eutanasia también. Para ello lo lleva a su lugar favorito, un hotel donde un conserje anciano sabio, especial y luminoso ha proporcionado varias enseñanzas esenciales a Ekaitz. Pero antes padre e hijo se van juntos de farra y se comen cuatro fuentes de mejillones (sic). El padre muere y Ekaitz recupera su capacidad para vivir e insinúa que va a formar una familia con la viuda de su hermano menor gemelo y sus dos niñas. Fin.

Albert Espinosa nos regala una fuga psicogénica al más puro estilo Twin Peaks

Esta es la historia que cuenta la novela. Parece una gilipollez bastante rotunda, ¿verdad? Pero no nos hemos caído de un guindo. Aquí hay gato encerrado, sigamos escarbando. Esto que les acabo de relatar no es ni más ni menos que una fuga psicogénica al más puro estilo David Lynch. Ya sabe, un personaje tiene una vida desgraciada y/o miserable y entonces desarrolla una ensoñación en la que su vida es todo lo que le hubiese gustado que fuese. Pero, ay, es inevitable que en la ensoñación se cuele cierta contaminación de la vida real, contaminación que es cada vez mayor hasta que ya nada parece tener sentido y tiene uno que aprender a distinguir lo que es real de lo que es imaginario para resolver el rompecabezas y entenderlo todo. En eso consiste la fuga psicogénica, y toda esta trama que les he contado no es sino la fantasía que Ekaitz construye para huir de su vida de mierda, que paso a explicar a continuación. Esto es lo que sucede realmente:

Siendo niño, Ekaitz cae enfermo y lo ingresan en un hospital, donde tiene relaciones sexuales con un señor adulto que andaba por allí. Como es natural este hecho le influye y desencadena que algún tiempo después el hermano mayor sorprenda a Ekaitz practicando juegos sexuales con su hermanito pequeño junto al lago. Corre entonces a contárselo a su padre sin calcular las consecuencias terribles que el descubrimiento tendrá para toda la familia. El incesto y la homosexualidad caen sobre las cabezas de los padres como un piano desde un quinto piso. El padre culpa a su esposa de haber amariconado a los niños con sus sensiblerías y sus «sonrisas abiertas en puños cerrados». Decide entonces darle la espalda a su familia y refugiarse en su trabajo. Esto no hace sino multiplicar el disgusto en la persona de la madre, que por si no tuviera bastante ya con el cuadro tiene que encajar una nueva desgracia: el hermano pequeño, víctima de una enorme culpabilidad se suicida al considerarse responsable de la desgracia familiar. La madre ya no puede soportarlo más y muere también. Ekaitz, que desde luego también se siente culpable, se convierte en adulto tarado. Conoce a una chica muy insegura que va de persona sabia, especial y luminosa que en seguida detecta que Ekaitz es homosexual, disfuncional y dependiente. Es bien sabido que una mujer insegura y un hombre dependiente, disfuncionales ambos, se necesitan mutuamente para jugar a las casitas, así que fingen estar enamorados y ser dos personas muy especiales que han formado un «archipiélago de sinceridad». Se casan y tienen una hija; un clásico. Un día, cuando los tres van en el coche, tienen un accidente de tráfico, y en ese instante en que ves pasar tu vida entera por delante de tus ojos Ekaitz construye su fuga psicogénica justo antes de morir. Fin.

En su fuga, Ekaitz imagina que su mujer muere en el accidente y él queda libre para volver, no al útero materno, cosa que está ya muy vista, sino al recto paterno.

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En la fantasía intenta eliminar el acto incestuoso que cometió sobre la persona de su hermano menor, imaginando que éste no es su hermano biológico, sino que fue adoptado por su salvadora madre. Pero la realidad contamina la fantasía y Ekaitz no siempre es capaz de borrar la huella de la sangre. Por eso unas veces habla de gemelos y otras de adopción. Por eso no se sabe muy bien de cuál de los dos hermanos es viuda la viuda. Por eso las figuras de los dos hermanos menores se reflejan, se funden y se confunden; el hermano adoptado nunca existió, no es más que un doppelgänger del hermano menor compañero de juegos sexuales de infancia de Ekaitz, el hermano menor que se quitó la vida.

En su fantasía Ekaitz trata de conseguir el amor de su padre y así es como encuentra el recurso del cáncer de alzheimer. Así logra convertir al padre en un ser indefenso antes de enfrentarse a él.

También intenta deshacerse de su responsabilidad en la muerte de la madre de nuevo a través de la enfermedad.  Una vez más la bendita enfermedad como elemento benefactor y sacralizante. ¿No le suena? Pero de nuevo una imagen real contamina la fantasía, y aunque se trate de un acto piadoso de eutanasia, es el padre y no la enfermedad quien acaba matando a la madre.

En su fuga psicogénica Ekaitz trata de borrar su farsa de matrimonio perdiendo a su hija en el accidente de tráfico. Y cuando digo perdiendo lo hago literalmente: la niña sale despedida y se pierde como el que pierde un monedero para aparecer horas más tarde detrás de un matojo. De esta manera no sólo se libra de su matrimonio, sino también del fruto de la farsa. Pero una hija es un elemento demasiado robusto y todo queda en un elocuente intento. En primer lugar la contaminación confunde hasta el punto recoger los ecos del doppelgänger del hermano menor y reflejarlo en su propia hija: Ekaitz imagina sin querer que tiene dos hijas y, cuando intenta librarse de ellas en el accidente, sólo consigue perder a una, que además recupera después en una pulsión de reafirmar su sospechosa heterosexualidad.

En su realidad aumentada Ekaitz se imagina heterosexual, y trata de consagrar esta condición yéndose de putas con su padre. Pero claro, irse de putas con el padre es a la vez el acto supremo freudiano de expresión de lo macho y lo maricón, los polos que se tocan; acto del que Ekaitz es tan incapaz, que lo aterroriza tanto, que ni siquiera en la fantasía se atreve a visualizar y —esto es de primero de simbología— lo ofusca tras la metáfora de los mejillones. Lo último que hace Ekaitz con su padre antes de la muerte de éste es irse a compartir unas fuentes de mejillones, o sea, unas prostitutas. El padre puede morir tranquilo, liberado tras comprobar que su hijo es el más heterosexual del mundo. Pero, ¿acaso no se trata también de una manifestación subconsciente de la pulsión atávica de ser poseído por el padre?

Parece que este asunto de la heterosexualidad pretendida preocupa mucho a Ekaitz, porque no contento con demostrárselo a su padre, siente la necesidad de demostrárselo a su hermano muerto, ¡follándose a su viuda! Se trata de otro reflejo en forma de metástasis. ¿Realmente está Ekaitz demostrándole al hermano que violó que es un hombre recto capaz de poseer a su mujer? ¿No estará tal vez mandando un mensaje a su hermano muerto en el que le niega la memoria de una vida normal profanando su matrimonio? ¿Pudiera ser tal vez un acto definitivo de volver a poseer a su hermano después de muerto? En cualquier caso me parece un ejercicio inconmensurable de transgresión múltiple.

Brújulas que buscan

Pero prestemos atención a otro aspecto: el señor adulto con el que Ekaitz tiene relaciones sexuales en el hospital. En la vorágine simbólica esa habitación de hospital se convierte en una habitación de hotel, un santuario en el que Ekaitz tiene relaciones sexuales con un conserje. Es a ese santuario donde lleva a su padre indefenso para matarlo suavemente por el culo. Es ese mismo lecho en el que Ekaitz entregó su virtud a un extraño condenando para siempre a su familia al que arrastra a su padre para verlo muerto. ¿Triple doppelgänger? ¿Fue realmente su padre quien cometió estupro sobre su persona aquella remota noche en el hospital? No parole. Escalofríos. Pelos como escarpias.

Estamos ante el Inland Empire de Espinosa. Lo mire por donde lo mire todo son rimas y conexiones, simbolismos freudianos que se violan unos a otros, se miran y se guiñan una legión de ojos de mosca monstruosos en recursivos significados.

Albert lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a conseguir la obra de arte terrorista suprema: miles de inocentes haciendo cola para comprar sin darse cuenta una novela que va de matar a tu madre, tu esposa y tus hijas, sobre eliminar a la Diosa de la faz del mundo, para poder fornicar por siempre jamás con tus hermanos en el interior del recto paterno. Que me pinten de amarillo y me despiecen el día de San Jordi si esta novela deja una sola ley natural sin violar.

Brújulas en su contexto es un triple salto mortal sin red de fuga psicogénica caleidoscópica en la que Ekaitz quiere ser normal y Espinosa quiere ser el vendedor de felicidad asexual que venció cuatro veces a la muerte para sentarse a la derecha de Spielberg a ver Pulseras Rojas mientras Steven emocionado lo besa con lengua y lo llama hijo mío y a sus pies la humanidad toda, encabezada por los miembros de Forocoches, aclama: «¡Te queremos, Albert!»

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