Estamos en 1990. Gorbachov es presidente. Ese mismo año recibirá el Nobel de la Paz. Es el primer presidente ruso que lo recibe y la verdad es que ahora mismo no tiene sucesor a la vista. En Italia se juega un mundial. “Lanzamos” el telescopio Hubble, que promete revolucionar nuestra forma de ver y entender el espacio y David Fincher es el penúltimo niño prodigio del planeta audiovisual.
Fincher aún no ha hecho ninguna película. Trabaja sobre todo haciendo anuncios y videoclips pero, desde que tiene apenas veinticinco años, se encarga de hacer spots para las marcas más grandes y de dirigir videoclips para los músicos del momento. Estamos en 1990. España caerá en octavos, Maradona en la final y Fincher dirige Vogue, un videoclip para Madonna que lo coloca muy cerca de la fama. Todavía no es conocido para el gran público, pero desde su ventana ve las colinas de Hollywood haciendo lo que él cree -lo que todo el mundo cree- que son señales de humo. No sospecha aún que se trata de un incendio.
Hacia Alien 3
En mil novecientos noventa, en esas mismas colinas, hay una franquicia que no marcha. Después de los éxitos de Alien 1 y Alien 2, que han conseguido el doble salto mortal con tirabuzón de gustar a la crítica y al público, es inevitable una tercera parte. En las oficinas de Brandywine, la productora, todo el mundo sabe que habrá una tercera película de Alien, pero aún nadie sabe qué historia se va a contar.
Ante la duda la gente de Brandywine hace lo que se hace en estos casos: contratan a un guionista. Contactan con William Gibson, que es el autor de Neuromante, padre y pope del ciberpunk y, aparentemente, el tipo que sabe lo que hay que hacer cuando se trata de crear historias turbias y futuristas.
A diferencia de la gente de Brandywine Gibson sí sabe qué historia quiere contar. Su visión es llevar la historia de Alien a un enclave comercial en el espacio. Se tratará de una historia con una cierta lectura política enmarcada en la Guerra Fría. A Gibson le interesa romper en cierta medida con el legado anterior y se le ocurre que sería buena idea quitarle protagonismo a la teniente Ripley. Escribe un guion en el que Sigourney Weaver se pasa más de la mitad de la película en un tanque criogénico. En ese momento, varios edificios más allá y algunos pisos más arriba, alguien en Fox -distribuidora de la película- siente que un escalofrío súbito le recorre la espalda y no entiende por qué.
Para dirigir la película los chicos de Brandywine contactan con el director finlandés Renny Harlin. Harlin venía de rodar una de las películas de Freddy Krueger (alguna de ellas, quién sabe cuál). Igual que Gibson, Harlin también tenía una idea sobre qué historia quería contar. El problema es que se trata de una historia totalmente diferente de la de Gibson. Harlin plantea dos escenarios: que la acción transcurriese en el planeta de los aliens o que fuesen los aliens quienes invadiesen la Tierra. En todo caso, quería batallas. Grandes batallas. En las dos alternativas se puede anticipar que la idea de Harlin incluía grandes una profusión de sangre y vísceras fácil de justificar. En cierto sentido Harlin quiere llevar a Krueger al espacio, cree que puede montar un buen espectáculo y la productora comenta con Gibson la perspectiva que el nuevo director quiere darle a la película. Gibson escucha atentamente, asiente, coge su guion y toma las de Villadiego, que, como es sabido, queda muy lejos de las colinas Hollywood.
El guion de Gibson, por cierto, está disponible por ahí en Internet. Más tarde lo publicaría Dark horse, con dibujos de Johnnie Christmas (AKA Juanito Navidad), que también dibujaría varios números de Black Hammer.
En realidad estamos simplificando la historia. La salida de Gibson es algo más complicada. Por el medio parece que se cruzó una huelga de guionistas y algunas desavenencias con la productora que iban más allá del guion en sí. Al menos eso es lo que se dijo, aunque la verdad es que da un poco igual. Lo que a nosotros nos interesa es que, con Gibson fuera, Harlin sugiere un nombre para acabar de darle forma al guion: Eric Red.
Red era un guionista que acababa de conseguir su primer y mayor triunfo, el guion de un pequeño clásico de culto titulado Carretera al Infierno, película que no he visto pero doy por hecho que todo parecido con La genou de Claire es meramente accidental. A Red se le ocurre que sería divertido hacer una secuela de Alien sin la teniente Ripley ni xenomorfos. En su lugar la película transcurre en una estación espacial atacada por aliens híbridos. En esa estación viviría una civilización humana que ha desarrollado la tecnología para el viaje interespacial, pero que, por alguna razón, viven en casas de madera en algo que se parece mucho al medio oeste americano. El guion es declarado inservible por todas y cada una de las personas que tienen acceso a él. El propio Eric Red lo califica de “pedazo de mierda”.
Hemos llegado a un punto en el que el guion de Alien 3 es oficialmente una patata caliente. Pasa por algunas manos más. Los productores quieren volver a la versión de Gibson pero mientras tanto, en Alemania, alguien se le ocurre saltar el muro de Berlín. Los guardias no lo detienen así que empieza a saltar más y más gente. La cosa se enreda, empiezan a traer mazos y al final cae el muro, se acaba la guerra fría y el comentario político de Gibson queda trasnochado. Volvemos al punto de partida.
El guion de Alien 3 vuelve a reescribirse una y otra vez. Harlin se cansa del asunto, decide que aquello empieza a oler a chamusquina y se va a hacer Las aventuras de Ford Farlaine, una película tan mala que ha conseguido cierta aura de culto.
Entonces la buena gente de Brandywine tiene una idea. Contactan con Vincent Ward, un director neozelandés que acaba de rodar Navigator: una odisea en el tiempo. Una película extraña, pero definitivamente personal, sobre unos monjes que viajan en el tiempo a través de un túnel. La película está disponible en Filmin y desde luego es una película, como poco, interesante. En ella se pueden apreciar perfectamente los puntos fuertes de Ward (esa visión tan propia y la capacidad de crear imágenes indudablemente poderosas) y sus puntos, si no menos fuertes, al menos más controvertidos. Para decirlo más claramente, los puntos que indican que Ward es una mala elección para una superproducción de Hollywood. Ward es un espíritu libre que escribe guiones muy libres. Le preocupa más conseguir una buena imagen que darle solidez a la historia. Además parece haber desarrollado una especie de obsesión por el mundo medieval y, en particular, por los monjes.
Ward le plantea a los chicos de Brandywine una historia en la que Ripley no llegaría a una estación espacial similar al medio oeste americano, sino que, ya puestos, aterrizaría directamente en una especie de satélite de madera (sic) habitado por monjes medievales (sic). En el guion se explica además que el satélite es de madera, pero tiene un núcleo de metal, por aquello de la verosimilitud científica.
Sorprendentemente[i] la productora piensa que aquello no está del todo mal y le pide a Ward que desarrolle el guion. El primer efecto de esto es ahuyentar automáticamente a David Twohy, que en ese momento era el guionista titular y que se marcha con un montón de ideas que tenía para la película. Años después haría un paquetito con todas esas ideas y se lo venderá a Toretto para hacer Riddick.
Ward se pone a trabajar en su guion. Los productores observan, no sin cierta alarma, cómo Ward va poniendo encima de la mesa una serie de ideas un tanto bizarras. Para empezar, en la película hay híbridos de xenomorfos y ovejas. Una de esas ideas que, si no funciona muy muy bien, corre el riesgo de arrastrar a toda la película al ridículo. Los xenomorfos están por ahí, sí, pero ninguna de las personas que lee el guion sabe muy bien de dónde han salido, es decir, cómo han llegado a la comentada estación espacial, que sigue siendo de madera. Ward tampoco parece capaz de dar una explicación coherente a eso. Además hay un monje que tiene un perro que se llama Mattias y Ward sugiere que los monjes principales deberían estar interpretados por John Cleese y Michael Palin (sí, esos John Cleese y Michael Palin). En Fox un becario recibe una circular notificándole que es imprescindible comprobar el estado de los desfibriladores cada mañana.
Brandywine intenta parlamentar con Ward para introducir algunos cambios. En lugar de monjes creen que funcionará mejor si la historia se ambienta en una especie de comunidad minera. Así, tal vez no sería necesario que el satélite sea de madera, que es algo que nadie acaba de ver claro. Ward dice que o monjes y madera o nada y se retira de la producción.
El guion de Ward, de hecho, incorporaba algunas ideas que luego se introducirán en la película -Ward aparecerá en los créditos de la película final-, como la idea de que la colonia espacial es en realidad una cárcel o el embarazo de Ripley. El guion de Ward para Alien, con el tiempo, se ha convertido en una especie de mito para los fans. Algunos, quizás confundiendo realidades y deseos, han llegado a la conclusión de que este es el guion de la gran película de Alien que no se llegó a rodar.
En todo caso, Brandywine se encuentra con una franquicia bloqueada, con siete u ocho versiones de un guion, todas ellas contradictorias entre sí, y con una estrella (Sigourney Weaver) que ya está fichada, a la que hay que pagarle sí o sí su sueldo de estrella y que además ha conseguido ser investida con poderes de coproductora. El tiempo corre y, sin haber rodado aún un solo plano, el dinero vuela. Vuelve a entrar en escena David Fincher.
Alien 3: la película que casi acaba con las ganas de David Fincher de hacer películas
Naturalmente, nada de esto tiene mucha utilidad para entender la película en sí misma, pero quizás sí puede ayudar a entender cómo es que un novato como Fincher, que aún no había cumplido treinta años y que no había rodado ninguna película, acabó al frente de una producción gigantesca como Alien 3. Como no hemos estado allí no nos queda más que especular, pero es posible que los productores estuviesen más interesados en contratar a alguien a quien pudiesen controlar que a un director respetado y con fuerza en la industria que aspirase a imponer su propia visión. Si repasamos los candidatos anteriores encontramos a Harlin, que estaba lejos de ser un director estrella y a Ward, que tenía una clara mentalidad de “autor” y no la disimulaba, pero quizás en Brandywine suponían que estaría dispuesto a transigir con las ideas de producción para comprar su billete dorado a Hollywood. Está claro que no fue así.
En el caso de Fincher tampoco tenía poder real dentro de la industria. Su talento era reconocido, pero no tenía ninguna muesca en su revolver con la que presumir, al menos como director de películas. Quizás esa fue la razón por la que se encontró una producción que interfería en sus planes de forma constante y, sobre todo, decisiva, pues durante la realización introdujo cambios muy profundos que hacían muy difícil entregar un producto coherente.
El resultado es más o menos el que se podía esperar. La película tiene algunos hallazgos. Fincher ya es por entonces un creador auténticamente original y genera algunas de las imágenes más potentes de toda la saga, como demuestra el hecho de que algunas de ellas se han convertido en iconos. En los guiones previos ya había algunas ideas poderosas, sobre todo de Ward, que se mantienen en el producto final. Así que hay buenas ideas y alguien con talento para llevarlas a cabo, pero el barco zozobra demasiado para llegar a puerto. Alien 3 es claramente una película que no funciona. Al verla hoy y ponerla delante del escenario de su intrahistoria da la impresión de que, mientras el argumento avanza, la película, va sufriendo una especie de involución: empieza como una historia de Fincher, se adentra en la heterodoxia de Ward y termina en algo parecido al slasher que se intuía en la propuesta de Harlin.
El resultado final no es, ni mucho menos, tan desastroso como el tópico quiere hacer ver. La leyenda popular vive de extremos y ha dibujado una película desastrosa, que no se corresponde con la realidad. Pero sí es verdad que es una película, creo que indudablemente, fallida. Quizás esta haya sido la primera y última vez que Fincher no pudo contar la historia que quería contar. El resultado fue decepcionante, sobre todo, para el propio Fincher, que se planteó no volver a dirigir cine. Llegó a decir que “prefería fallecer de cáncer de colon antes que dirigir otra película”. Inquietantemente preciso.
Love, death & robots
Treinta años después Fincher está en un lugar totalmente diferente. Es uno de los directores más respetados de Hollywood. Sus películas, por lo general, dan dinero a quienes las financian. Un par de ellas han accedido a ese estatus de “película de culto”, que en el mundo de los DVD y más tarde de las plataformas es algo que tiene cierta importancia.
Fincher tiene fama de meticuloso (mucha) pero no de ser excesivamente excéntrico o al menos no de la clase de excentricidad que te cierra puertas en Hollywood. Su nombre está asociado a un prestigio que también tiene un valor dentro de la industria. En casi cualquier lista con los diez grandes directores del Hollywood de hoy se menciona su nombre.
Además sabe trabajar para la televisión y parece que ha hecho amigos en Netflix. Está detrás de House of cards, de la que ha rodado un par de episodios y también de la potentísima Mindhunters. Dentro de Netflix ha podido rodar Mank y hace unos años impulsó junto a Tim Miller una miniserie de ciencia ficción: Love, Death & Robots.
Para quien no la haya visto Love, death & Robots es una serie de cortos de animación de ciencia ficción. El título no es del todo exacto. No se incluyen los tres elementos en todos los capítulos. Lo que más hay es muerte, eso sí. Cada corto es independiente de los demás y estás hecho por un equipo distinto. Los resultados de los cortos son irregulares, tanto por objetivos como por resultados. Algunos apuntan mucho más alto (un par de ellos se podrían acusar de pretenciosos) y otros quieren ser pequeños comentarios, casi chistes. En la primera temporada hay un capítulo que se da el gustazo de matar a Hitler de seis formas diferentes. Otro capítulo trata sobre la civilización que genera un yogur.
La constante en todos los capítulos es una apuesta de alto nivel en el apartado técnico y en las aspiraciones estéticas. La serie, además, ha ido creciendo con el tiempo. La primera temporada tiene algunos capítulos buenos, pero la mayoría no acaban de funcionar de forma autónoma. Muchos se parecen más al primer capítulo de algo o a la conclusión de una narración mayor. Se ha dicho que esta tercera temporada que se acaba de estrenar es la más ambiciosa de todas. En algunos aspectos seguramente lo sea. Por ejemplo, el capítulo que se utiliza en el tráiler de la temporada, Jíbaro, narra el encuentro entre un guerrero sordo y un ser mítico que vive en una laguna. Es el capítulo en el que ese pulso estético que comentábamos se lleva más lejos. La historia transcurre en un mundo en el que los autores ya no se limitan a generar un sustituto del mundo real: la aspiración es superarlo sensorialmente. Hay demasiado mundo en ese mundo. La existencia misma parece comprimida: demasiados insectos haciendo demasiado ruido, demasiada luz moviéndose de demasiadas formas, demasiados colores, los árboles tienen demasiadas hojas, el agua brilla demasiado y todo el aspecto visual del capítulo tiene un punto lisérgico combinado con un modernismo rococó que resulta abrumador. No es una crítica, al contrario. Este exceso sensorial forma parte de la historia y en la resolución se muestra como necesario. Es un trabajo, sin duda, muy interesante, estéticamente el más ambicioso de la serie y vuelve a confirmar la capacidad de Alberto Mielgo (el director) para generar trabajos con una identidad propia.
Pero luego está Fincher
Love, Death & Robots es una propuesta valiosa en muchos aspectos. Para empezar, da juego al cortometraje, un formato que no suele tener cabida en los medios importantes, lo cual es una limitación en sí. Porque el cortometraje, como el cuento, permite hacer cosas que no se pueden hacer en una película o en una novela y en el arte, en general, hacer cosas diferentes, implica alcanzar lugares diferentes, tocar resortes distintos que afectan al espectador de formas únicas que no se pueden trabajar de otras maneras.
El cuento, como el corto, tiene que jugar con la famosa teoría del iceberg; dejar a la vista lo suficiente como para que el espectador pueda (o quiera) intuir la mole que hay debajo. No hay espacio para subtramas. La relación entre dos personajes está limitada a la interacción que pueden tener en un momento determinado. No se trata de una vida. Se trata de un momento en el que algo pasa: el instante en el que algo cambia para siempre.
El carácter autónomo del corto es precisamente lo que más suele fallar en la serie. Como comentábamos arriba, muchos de los capítulos no consiguen funcionar como una historia en sí misma. Cuando la historia se resuelve, no supera la anécdota. Otras veces parece diseñada como una parte de algo mayor y hay ocasiones en las que se confunde la resolución de la historia con la inoculación de una especie de moralina o con la inserción de un giro final.
Se está hablando bastante de que esta es el primer trabajo de animación que dirige Fincher, pero es que además de ser su primer trabajo de animación también es el primer trabajo de duración corta que muchos le conocemos. Fincher no es uno de esos directores que se foguearon con metrajes breves en festivales. Empezó a trabajar en la industria como asistente de producción y de ahí pasó a la publicidad y los videoclips.
Y, sin embargo, en este terreno doblemente nuevo de la animación y el corto, Fincher vuelve a revelarse como lo que ya nadie puede dudar que es: un maestro. En el cine actual puede haber autores con una marca autoral más definida (Tarantino, Wes Anderson), con propuestas más implacables (Haneke, Östlund) o con una gramática aún más perfecta (Spielberg). Pero nadie, ni siquiera estos, se pueden considerar superiores a Fincher a la hora de narrar una historia.
Entre los cortos de Love, Death & Robots hay algunos que son buenas historias. Otros no y, en muchos casos, algunos ni siquiera lo pretenden, porque su objetivo principal no es tanto contar una historia, sino causar una impresión de otro tipo: pintar un cuadro, crear un mundo… Pero en términos de narración y, diría más, en términos de indagación en la humanidad de los personajes, ninguno de los cortos llega a donde llega Fincher. Ninguno es tan perfecto a la hora, no ya de seguir los raíles clásicos de la historia (planteamiento, nudo y desenlace), sino a la hora de manejar los tiempos, parar la historia cuando tiene que pararla y poner el foco en detalles aparentemente menores pero que, sin embargo, son los que dan verdadero peso a la historia…
En Love, death & robots hay propuestas estéticamente más arriesgadas y más impactantes. Pero a la hora de contar una historia, sólo hay que dejar pasar los primeros minutos para que el espectador se de cuenta de que en este Bad travelling hay un verdadero maestro al timón.
Bad travellin podría ser una entrega más de Alien. Es casi la misma historia. En este caso, a un barco de pesca se sube una criatura llamada tanatopodo: una especie de cangrejo gigante que se alimenta de carne humana. La trama está más cerca de las antiguas historias de marineros que de un cuento de ciencia ficción y, de hecho, lo que resuena en la historia son novelas como Moby Dick o incluso El corazón en las tinieblas.
Como en Alien o en otras historias míticas la bestia es el fondo negro delante del que se despliega la humanidad de los protagonistas. El tanatopodo crea una guarida en la bodega del barco y chantajea a la tripulación con un trato: deben llevarlo a una isla cercana (y habitada) para que pueda saciar su hambre. Uno de los tripulantes, Torrin es el que consigue contactar con el tanatopodo (una de las imágenes más macabras y metafóricas es el cangrejo gigante utilizando a una de sus víctimas como marioneta para poder comunicarse) y el encargado de trasladar la exigencia al resto de la tripulación, pero lo hace con un añadido o, mejor, una alternativa. Más allá de la Isla Phaiden, a la que el tanatopodo exige ser trasladado para poder alimentarse con sus inadvertidos habitantes, existen unas islas desiertas. Cabe la posibilidad de trasladar al animal a esas islas, a pesar de que están más lejos y eso les exige prolongar la travesía, con el riesgo de que la bestia, hambrienta, decida atacar. Torrin propone a sus compañeros llevar a cabo una votación para que la tripulación decida en conciencia qué travesía tomar.
Hay un momento en el que la cámara nos lleva fuera del barco. Mientras este avanza en medio de la tormenta vemos cómo una horca caza a una foca. Una mancha de sangre se extiende por el océano y nos recuerda a las manchas de sangre que se expanden debajo de las víctimas del tanatopodo. Rápidamente Fincher nos da la clave sobre el comentario que subyace en la película acerca de la humanidad. La brutalidad en la naturaleza nos recuerda que la orca, como la bestia que anida en el vientre del barco, sigue sus instintos. Igual que la orca, el tanatopodo no es culpable. El tanatopodo no es el mal o, si lo es, lo es de una forma químicamente pura que lo aleja de las coordenadasd ehumanas. El tanatopodo es lo que es: simplemente aquello que se ve obligado a ser. Son los seres humanos los que tienen elección. Son los tripulantes los que tienen la capacidad de escoger entre el bien y el mal. Hay reside su humanidad y, como en las tragedias griegas, su mayor potencia es también su debilidad.
Fincher vuelve a darnos su visión más escéptica acerca del ser humano. Pero su magisterio no está tanto en su comentario ético como en esa lección formal. Hay relaciones entre personajes que se pueden rastrear a partir de una única interacción. Miradas que nos advierten de largas horas de simpatías y antipatías fermentadas durante los largos viajes a bordo. Momentos de fina comprensión sobre cómo funcionan los resortes de una historia, como esos valiosos y desagradables segundos que dedica a mostrarnos al tanatopodo aplastando las cabezas de sus víctimas para que sus crías puedan alimentarse de ellas.
No sabemos qué hubiese ocurrido hace años si a Fincher le hubiesen dejado contar la historia de Alien que quería contar, pero Bad travelling vuelve a confirmarnos que es una pena que aquella película no llegase a realizarse. Tenemos otra película en su lugar, pero nunca llegaremos a tener la película que Fincher hubiese querido hacer. Una pena. Ya sabemos que nadie está más dotado para contarnos esa historia.
[i] La sorpresa no es tanto por que la propuesta de Ward no tenga sentido, sino sobre todo porque no parece el tipo de apuesta que quiera cubrir una productora con una de sus sagas más rentables.
Bad Travelling
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