El chico y la garza

Puede ser una afirmación atrevida, pero las películas del Estudio Ghibli (y de Hayao Miyazaki en particular) podrían concebirse como una suerte de cine ontológico. Esto, por supuesto, podría significar muchas cosas, o no significar ninguna, como muchos otros apelativos pomposos que utilizamos los que escribimos sobre cine cuando se nos acaban las ideas. Pero al ver El chico y la garza (2023), último magnum opus del cineasta japonés, la historia de un chico que descubre su pertenencia a un linaje de hechiceros en un mundo paralelo, me parece que el término sí podría ser adecuado, cuanto menos, como provocación. Como las otras películas del estudio, e incluso con más gracia y talento, El chico y la garza confronta constantemente a la humanidad con el resto de la naturaleza, repensando las relaciones entre distintos seres vivos y su lugar en el mundo.

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Aquí se puede intuir esa suerte de inquietud ontológica que define a las películas Ghibli: la fricción entre el mundo que imaginamos y el mundo que percibimos; el quiebre de nuestra relación con el espacio-tiempo y su linealidad; la posibilidad transformativa de los seres vivientes, a partir de la mutación, la reaparición y el desapego. Tampoco es para menos: los mundos de Hayao Miyazaki están habitados por fantasmas y espíritus, presencias malignas, animales antropomórficos, humanos animalizados, criaturas perversas y bondadosas, y, casi siempre como protagonistas, niños y niñas perdidos ante la inmensidad de su imaginación y sus anhelos. Sereno y apacible, el cine del japonés puede parecer sencillo, pero casi nunca lo es: cada mundo concebido exige la mirada atenta y compasiva de la audiencia, y la disposición a comprometerse (y desapegarse) con lo que ha sido creado.

Como una primera insinuación, El chico y la garza se aparta de otras películas de Miyazaki en la selección de su protagonista. Siguiendo a The Wind Rises (2013), este film cuenta con un adolescente como principal, con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo. Podríamos creer que utilizar a un niño y no una niña (como es común en el canon de Ghibli) es una decisión sin mayor relevancia, pero pensémoslo bien; el film expone el duelo en tiempos de guerra y la crisis identitaria ante la pérdida de la madre. Volverse hombre en tiempos así, de violencia infinita, es una determinante para Mahito, el protagonista, de apenas doce años, pero ahora huérfano de madre luego de que esta falleciera en el bombardeo de un hospital. La primera escena del film es posiblemente la más conmovedora, por la inquietante naturalidad con la que se filma el duelo: Miyazaki elige un montaje rápido de imágenes más o menos fijas, las cuales, como fotografías, representan el momento exacto en el que mundo se viene abajo para una familia. La música, de tonos solemnes, acompaña las imágenes de bolas de fuego atravesando la ciudad. “Es el hospital de mamá”, apenas alcanza a decir el padre de Mahito, y el chico corre desesperadamente detrás de él, intentando fútilmente evitar la pérdida que se le avecina.

Por más que las emociones se detallen con tanta intensidad, este film, a diferencia de Wind Rises, no es un drama histórico con tintes realistas. Una vez más, la visión de Miyazaki concibe naturalmente la existencia de muchos mundos y muchos seres dentro del mundo que conocemos, por lo que la aparición de elementos fantásticos casi nunca es anunciada ceremoniosamente; está allí y punto. Al inicio, Mahito sufre las consecuencias previsibles del duelo: rechaza el nuevo amorío de su padre con la hermana de su madre; responde violentamente ante las provocaciones del resto de sus compañeros; se lesiona conscientemente como una forma de purgar su dolor. La aparición de una extraña garza, con una suerte de mensaje profético consigo, al inicio parece una llamada vacía: Mahito ha perdido a su madre y la promesa de recuperarla, como dice la Garza, parece un sueño imposible, un anhelo al que puede aferrarse, eso sí, pero que le dejará infeliz.

No tendría mucho sentido revelar todos los giros de trama que tiene El chico y la garza, ya que su relevancia parte justamente de mantener a la audiencia a la expectativa y distorsionar los presupuestos sobre su historia. Vale la pena aclarar, eso sí, que la Garza no es una garza en verdad, y que la promesa de ver a su madre de vuelta implica mucho más para Mahito y su relación con el mundo, o mundos, si queremos precisión. De hecho, en un consciente ejercicio de dualidad, casi todos los personajes en la película de Miyazaki gozan de más de una identidad y una forma material, y pueden pasar de una a la otra con mayor facilidad de la que uno esperaría. Aquí otra suerte de insinuación ontológica, dado que nuestra naturaleza se torna maleable, caótica, incapaz de definirse fácilmente. Mahito resulta ser mucho más de lo que creía, pero a la vez sigue siendo el mismo. Este juego de roles y naturaleza será una constante durante todo el film, sobre todo en el clímax.

Y aquí tal vez estoy asumiendo de más, porque, aunque no lo parezca, es difícil determinar cuando exactamente comienza el clímax de El chico y la garza. Diría que, hasta cierto punto, una vez Mahito accede al mundo paralelo al suyo, el film se mantiene en un estado de clímax permanente, intenso y ceremonioso, y no sabemos muy bien a dónde va la historia, y si es que está por acabarse. No me sorprende que Miyazaki haya capturado imágenes impresionantes para narrar el pase a este nuevo mundo, pero sí es motivo de sorpresa (y una agradable) que la forma de filmar soporte tan vívidamente la sensación de caos creativo que rodea a la historia. La música siempre retumba junto a las imágenes, el montaje tiene algo de épico, los personajes corren en círculos, sufren ante distintas adversidades imprevisibles, narran con tono epopéyico sus desventuras y confiesan de forma grandilocuente distintas revelaciones. El film se transforma constantemente, la ambientación se vuelve otra, se autodestruye para volver a crearse, y así, una y otra vez.

En vez de una narrativa lineal (común para los distintos cuentos folk de los que suele apropiarse Ghibli) El chico y la garza implica una suerte de narrativa cataclísima, circular, una forma distinta de concebir el tiempo y los espacios en relación con los personajes. Esta distorsión espacio-temporal va creciendo conforme el nuevo mundo empieza a revelar sus complejidades y entretejes, y mientras cada personaje es concebido desde otra naturaleza. La historia de Mahito en el nuevo mundo (donde conoce a su madre como niña y su madrastra de joven), incide en una serie de preguntas bastante sugestivas. ¿Qué le debemos a nuestros dobles? ¿Qué consideraciones deberíamos tenerles en contraste con nosotros mismos? ¿Una vez que sabemos la vida que ha tenido nuestro doble, podríamos estar dispuestos a vivirla, sabiendo que es nuestra, pero a la vez no? Estas preguntas nunca se presentan explícitamente en la película, sino que surgen como dilemas que la audiencia debe manejar por su cuenta mientras los personajes hacen lo posible por evitar que su mundo (literalmente) desaparezca, sin que puedan controlar la debacle.

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Hay un cierto tono de resentimiento y frustración en la narración de Miyazaki. El mundo al que accede Mahito es particularmente contradictorio, y muchas piezas no encajan. En una escena, Mahito se encariña con unas extrañas y adorables criaturas, los Wara Wara, y ayuda a una aficionada a la pirotécnica, Himi, a protegerlos de los pelícanos. Mahito le dispara a un pelícano, y este, con la voz quebrada, en su lecho de muerte, le confiesa que no quiere comérselos, pero que simplemente no tiene opción: los pelícanos fueron extraídos de su mundo hasta este sin que hubiera algo que pudiese comer, y solo les queda la caza. Así, muchos otros personajes tienen esta suerte de distorsión ontológica, en tanto que su naturaleza no está preparada para vivir en el mundo en que se les ha forzado a vivir, y ellos, en contraste con Mahito y los otros protagonistas, no tienen el poder de cambiarlas. Pronto nos damos cuenta que crear un nuevo mundo, y llevar a seres a habitarlo, también es crear dolor, puede ser un acto incluso cruel, y no sabemos si es mejor seguir creando o no, que será, finalmente, el dilema principal del protagonista y el motivo de su coming of age.

Es un contraste evidente (y por momentos desolador) que una historia que resalte los límites (y hasta la crueldad) del acto creativo sea a la vez tan impresionante visualmente. Supongo que es a propósito. Miyazaki y su equipo evitan las animaciones acomodadizas y recrear lo que ya hemos visto en otras de sus películas; por el contrario, se disponen a repensar la forma de dibujar y animar la historia, con planos muy amplios y abarcadores, como grandes lienzos que contienen distintos seres concebidos especialmente para este film, muchos de ellos entrañables, otros aterradores. Es fácil recordarlos a todos. El equipo de Ghibli se esfuerza en producir un trabajo de animación muy pulcro y de vívidos detalles: los plumajes, las texturas de la piel, los músculos en los rostros, las marcas en el cuerpo, los colores saturados del follaje, los ríos y demás componentes del paisaje; todo se refleja de forma meticulosa y acaparadora, todo se filma con la misma paciencia y nitidez.

No es fácil sostener una película con un clímax permanente e imágenes exuberantes por más de dos horas, y, por momentos, la película de Miyazaki puede estancarse en sus propios excesos, seguir en esta suerte de espiral narrativo, secuencias sin una cohesión aparente. Quisiera creer que es a propósito, aún cuando el efecto puede parecer algo desmedido, quizás hasta saturante. Pero, a la vez, es cierto que Miyazaki filma desde el punto de vista de Mahito, y que, por tanto, concibe su historia desde la confusión y el asombro, esa misma capacidad para impresionarse que es común en la mayoría de los protagonistas Ghibli. Los jóvenes de Miyazaki, sin embargo, no se mantienen en un asombro indulgente, sino todo lo contrario: poner a los chicos como protagonistas es sugerir una voz rica en tensiones y conflictos, un asombro crítico y rebelde, el cual, para El chico y la garza, es indispensable. El mundo maravilloso parece también roto por dentro, y no sabemos qué tan deseable es seguir manteniéndolo con vida.

Aquí el dilema principal. Otro lugar común de quien escribe sobre películas así (y que he visto en distintas críticas a la película) está en asumir que, al tratarse de la potencial despedida de su realizador, su swan song, esta es una especie de meta-reflexión sobre su obra, cine sobre cine, y poco más. Una vez más, parece haber algún buen motivo para pensar que esto es cierto. A fin de cuentas, el dilema del protagonista está en sí quedarse en el mundo nuevo (y poder crearlo y recrearlo a su gusto) o liberar a sus criaturas para que vuelvan al presente. Es, en otras palabras, el dilema del creador que debe liberar a sus creaciones, hacerse una vez más con los personajes, manipularlos a su voluntad en nuevas historias, no poder desapegarse de lo que han vivido y de lo que sufren.

No me parece una mala lectura de El chico y la garza. Por el contrario, me parece bastante razonable, sobre todo cuando es probable que esta sí sea la despedida de Miyazaki, y tendría sentido ver al filme como una introspección sobre sí mismo. Pero yo prefiero quedarme con una mirada algo diferente. Si este es un film ontológico, lo es también para narrar el dolor, su naturaleza, su mutación y permanencia. Todos los personajes, de una u otra manera, sufren. Pero, en el cierre, aún cuando podrían no hacerlo, eligen el dolor, quizás porque no pueden separarlo de otras cosas que les son de valor. Inclusive parecen reconocer la relevancia del dolor en cada una de sus historias. El mundo nuevo, con toda su pretensión y maravillas, fracasa en sus intentos paliativos: su intento por contener el sufrimiento solo hace que este aumente, y que termine destruyendo lo que acababa de crear. El dolor, impregnado en los personajes y su memoria, hecho materia a partir de las imágenes del film, se vuelve un mal necesario, y es el mundo real donde doler significa algo bueno, o puede significarlo, lo que justifica las acciones de Mahito en el verdadero clímax.

Es curioso que, en la filmografía de un director con estas pretensiones fantásticas, el final de su última película narre a personajes retornando al mundo de verdad. Me gusta que sea así. Creo que, si por algo hay que recordar al sello Ghibli, más allá de estas insinuaciones ontológicas y su labor artesana con la imagen, debe ser por la honestidad con la que narra el sufrimiento, y la capacidad de convencer a la audiencia de aceptarlo en nuestras vidas. Ghibli y Miyazaki, llevados a la hipérbole de los significados en El chico y la garza, resaltan el poder curativo del cine, su potencial conciliador y afectivo.

Y ese es el cine que más parecemos necesitar ahora.

Mauricio Jarufe Caballero
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