La realidad puede llegar tarde. Tan tarde que quizá ya te haya estrangulado antes por la precariedad sobre la que te sostienes. Tu sueldo te mantiene con lo justo para llegar a fin de mes, o el proyecto que emprendes, una empresa, fracasa porque las circunstancias tampoco lo propician. Hay un socavón general en la economía que cada vez parece arrastrar a más hacia el fondo como un remolino. En la secuencia inicial de la notable El tesoro (Comoara, 2016), de Corneliu Porumboiu, un padre pide disculpas a su hijo por haber llegado tarde. Su hijo mantiene el gesto contrariado aunque le haya convencido su excusa. Durante la conversación no se aprecia, significativamente, el rostro del padre, Costi (Toma Cuzin). De alguna manera no está, o ha sido borrado por una vida que le ha abocado a un puesto administrativo que le reporta un sueldo ajustado. A su hijo le relata la historia de Robin Hood. Probablemente, le gustaría ser alguien como ese forajido que se enfrentó a los poderosos para repartir el dinero entre los pobres (entre ellos, él mismo), en vez de ser alguien que se pliega a las circunstancias sin levantar la voz.
Una oportunidad tiene, que además podría enriquecerle. No deja de ser una posibilidad de cuento, como si habitáramos la perspectiva del niño que aún cree en lo posible. Un vecino, Adrian (Adrian Purcarescu) le pide prestado dinero para que no le embarguen el piso, pero dado que el capital de Costi se reduce a esa cantidad, le ofrece la opción de una inversión que también revierta en su beneficio. Le plantea que invierta ese dinero en un detector de metales para que así rastreen un tesoro que enterró su bisabuelo en el jardín de una casa familiar. Como personajes de un cuento en busca del tesoro enterrado por piratas, Costi y Adrian, acompañados del técnico rastreador, Cornel (Corneliu Cozmei), rastrearán la posibilidad de que un sueño haga brillar por fin una vida que parece sumirse en la oscuridad, aún más en el caso de Adrian.Durante el trayecto de esta concisa narración de cuento de hadas a ras de suelo salpicada de mordaz ironía se desentierra algún que otro vitriólico apunte. En Rumania sólo un dos por ciento de la población lee más de un libro. Aunque la editorial de Adrian que se fue a la quiebra se dedicaba más bien a folletos de promoción dado que los libros no pueden generar muchos ingresos.
En Playtest, de Dan Trachtenberg, el segundo episodio de la excelente tercera temporada de Black mirror, un prototipo del especimen de hoy, que vive ante todo en interacciones virtuales o haciéndose autorretratos con su móvil en cada circunstancia o etapa de su vida, reconocía que no sabía la última vez que había leído un libro. La infección está extendida en esta sociedad de miradas gachas y gestos encorvados (por sumisión y adherencia a una pantalla). En Rumania, por su parte, aún no parecen haberse desprendido de la letanía instructora del régimen comunista de ‘Trabaja, no pienses’, que no deja de ser otra variante de conminación. No busques tesoros, no mires al sol que te cegarás, no sueñes. Claro que puede sacarse partido de tanta mirada encorvada, si se mira más allá de la pantalla. Quizá se detecte lo inadvertido o lo que no parecía factible. En la resolución se plantean dos posibilidades. Por un lado, la posibilidad de unirte al cuerpo corrupto de los que engarfian sus entrañas y las garras de su codicia cuando se encuentran en la posición de disponer. Cuando la carencia acucia buscas aliados convenientes, más que cómplices reales, lo que se evidenciará cuando la abundancia predomine y el aliado se convierta en contendiente, en impedimento de un mayor enriquecimiento. En ese caso, o negocias o te impones, esa música de la realidad tan extendida. Por otro, está la posibilidad del cuento de hadas. A los niños no les puede parecer un tesoro los papeles que representan unas acciones de una empresa alemana (al fin y al cabo habitamos un mundo de inversiones y financiaciones, por tanto el predominante movimiento del dinero es intangible, irreal, una posibilidad con la que se juega). Los niños necesitan que el cofre tengan joyas que brillen, como el sol que resplandece en el cielo, y que no te ciega mientras juegas entre toboganes y columpios.
por Alexander Zárate
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