La hipótesis de un cuadro robado (L’ hypotèse du tableau volé, 1979), de Raúl Ruiz, es una película sobre la mirada. O sobre su interrogación. ¿Qué vemos? ¿Qué discernimos? Es una intriga detectivesca, y una película de aventuras. La odisea de conocer, sin perderse en la maraña de reflejos, en las arenas movedizas de las propias especulaciones. El encuadre, como la realidad, se convierte en una espesura incierta, el espacio de lo indefinido, surcado por incógnitas. La mirada intenta dotar de luz a las sombras, o quizá empaña con más sombras sus luces, como quizá insinúa el plano en el que el coleccionista (¿de signos?¿de especulaciones, interpretaciones, ficciones?) se introduce en las habitaciones de esa indefinida mansión, en las que especula con realidades, quizás subyacentes, quizás ocultas, quizás fantasmas del proyector de su mente, tras, o en, una serie de cuadros de un pintor, Tonerre, con la peculiaridad de que uno de los siete, precisamente el cuarto, el intermedio, cual fisura o hendidura o agujero negro del sentido, fue robado.
En los cuadros el coleccionista (Jean Rougeult) interpreta, deduce, cree entrever, una línea narrativa subterránea, unos lazos o vínculos o nexos entre un cuadro y otro, y en el conjunto que conforman. La narración parece un documental sobre un hermeneuta o analista del sentido oculto, de la narrativa subyacente en unas pinturas, pero es una ficción sobre unas ficciones, las que intentan dotar de cuerpo a lo que quizás sea inextricable e inefable, el pulso entre la ficción que intenta dotar de sentido a lo real, de cohesionar los fragmentos de un conjunto escurridizo. ¿Alude o muestra?
Unos retablos vivientes (tableux vivants) corporeizan las pinturas. La mirada, extensión de la del coleccionista (al que, en ciertos momentos, se acompasa indefinida otra voz en off), puede enfocar, en primeros planos, detalles que desvelan esos nexos que no se advierten en primera instancia en una mirada superficial, no atenta, o nexos que igual crea, porque son fruto de la especulación. Reflejos, máscaras. Los elementos que pueden ser nexos entre unas pinturas y otras son espejos. Y el nexo de la tercera con la pintura desaparecida, ausente, es una máscara. La realidad está constituida por reflejos, que se intentan desentrañar, descifrar, pero tras la máscara quizás no haya nada, la incógnita nunca resuelta. Las capas se amplían cuando entra en juego una novela que puede relatar lo subyacente en el quinto cuadro, derivando en otra serie de tableux vivants que corporeizan seis cuadros relacionados con esa novela, que se supone reflejan lo que el quinto cuadro oculta entre las miradas de las figuras que posaban, en otro juego de espejos, incluso con otros cuadros.
La mirada intenta descifrar, buscando la raíz última que esclarezca el misterio,o el misterio que se supone tiene que haber, una pauta, un sentido, unas coordenadas que orienten con un relato de sentido, con objetivo y propósito. Pero, aunque lo hubiera, aunque crea haberlo descubierto, se interroga el coleccionista, ¿qué reporta el conocimiento del sentido último, u oculto, de lo representado? ¿Qué aporta al espectador, qué conocimiento? Más allá de la contemplación, de la musicalización del misterio, de la incógnita, de la interrogante, que abre brechas en la realidad, y en su representación, ¿qué hay?. O quizás sea ese proceso de interrogación la esencia fundamental, el impulso de acción fáustico,como expresaba Goethe.
Raúl Ruiz, con la colaboración de Pierre Klossowski, explora sendas fascinantes, en las que transitó Michelangelo Antonioni en Blow out (1966), más sugerente como planteamiento semiótico que como logro narrativo, o transitarán cineastas como Peter Greenaway, con su querencia por los tableux vivants, especialmente destacable en El contrato del dibujante (1983), por su condición de juego detectivesco (aunque la mirada, al contrario, no especula, es una mirada vaga). O Jose Luis Guerin en Tren de sombras (1997), en una sinfonía de espacios, cuerpos, objetos, luces, rastros, tiempos, ausencias y miradas exploradoras. E incluso Godard en Pasión (1982), a través de un cineasta que rueda una película sobre pinturas famosas. La mirada del artista ensimismado que es incapaz de advertir la ficción, los signos, en el encuadre que registra (ilustra) sin advertir las implicaciones de los signos (en la obra de Greenaway). O la mirada del cinematógrafo que escruta lo real, que intenta captar los nexos entre las distintas piezas (en la obra de Guerin). Entre hipótesis y sombras, vibran los simulacros, la ficción, la fábula que intenta dotar de cuerpo a la movediza y escurridiza condición de lo real, que forcejea por desnudarla, evidenciarla, más allá del fragor de las máscaras e identidades.
Jorge Fernandez Gonzalo escribe acerca del pensamiento de Pierre Klossowski: “El arte suspendería lúdicamente nuestra percepción de la realidad, la desrealizaría en la medida en que hace de cada dispositivo con que captamos la verdad un marco de atracción, un modelo de figuración que ata nuestro pensamiento a la ficción, a la fábula, y que convierte en relato nuestra experiencia vital. Klossowski, al anteponer la parodia a las leyes, completa su ontología mediante una constante sucesión de simulacros en donde nada es enteramente real, sino interpretación impostada, cuerpos y más cuerpos que nuestro pensamiento desnuda sobre el bloque impenetrable de lo real (…) Cada signo, cada dispositivo con que captamos el mundo, constituye una forma de desnudar la verdad. Pero como esa verdad no preexiste, como la regla no puede anteponerse a los términos puestos en juego, el pensamiento ha de crear el cuerpo, cuerpos que no encuentra, y desnudarlos. Pensar es llegar al mundo como cuerpo (objetos, cosas, datos, percepciones, es decir: simulacros) y ofrecérnoslos totalmente desnudos. Pensar consiste, por tanto, en llegar a una desnudez sin cuerpo que ha de inventar el cuerpo para hacerse viable, para aferrarnos a la existencia y permitir la supervivencia ante la desgarradura del devenir, al igual que Diana, la diosa incorpórea, lo real inefable, necesita hacerse material, un cuerpo totalmente desnudo, para entregarse ante la mirada del otro.” Diana, precisamente, aparece en el primer retablo viviente. Esa la primera flecha. El trayecto, entre fantasmas y reflejos, lo realiza la mente que especula e interpreta, que intenta penetrar en la máscara, encontrar su desgarradura. Juegos de hipótesis, juegos de luces y sombras, sobre la incógnita, sobre lo que quizá sea indefinible. Quizá el resto sea el silencio, pero al menos siempre quedará el cautivador hechizo de admirables simulacros como La hipótesis del cuadro robado que nos confirma que la magia sí existe. En el principio fue la interrogante, que nos puso en movimiento.
por Alexander Zárate
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