Las mujeres son siempre perdedoras, y los hombres son unos egoístas : Nos hacen tener hijos, y ellos hacen lo que quieren, y además se mueren antes. La vida de una mujer (Onna no rekishi, 1963), de Mikio Naruse, es la historia de tantas mujeres en la filmografía del cineasta, reflejo de la circunstancia y posición de la mujer en la tradición y cultura japonesa. La narración abarca alrededor de 25 años desde finales de los 30 a principios de los sesenta. La estructura alterna tiempos. Se inicia en el tiempo presente, pero se sucederán diversos flashbacks. Esa forma de estructurar el relato resalta tanto las escasas variaciones en las relaciones entre hombres y mujeres como el resentimiento, la amargura, que se ha acumulado en esos años, por los agravios sufridos, sumados a los sacrificios que parecen no ser reconocidos, y a las oportunidades desperdiciadas. Nobuko (Hideko Takamine), viuda, regenta una peluquería, y su hijo trabaja como vendedor de coches.
El conflicto se desata cuando el hijo, Kohei (Tsutomu Yamazaki), le comunica que quiere casarse con una chica que trabaja en un cabaret. Los flashbacks revelarán el por qué de una reacción tan desaforada por parte de Norako al negarse a aceptar ese matrimonio. Al mismo tiempo, un encuentro, después de diez años sin verse, con el que fue mejor amigo de su marido Akitamo (Tatsuya Nakadai), prende en el relato una mecha, que como suele ser característico en el sublime arte de corrientes subterráneas de Naruse, arderá con intensidad en sus últimos pasajes. Esta bellísima secuencia posee esa excepcional de cualidad de saber transmitir el peso de un pasado compartido entre unos personajes, a través de sus gestos, miradas, como, por ejemplo, logró John Ford en los pasajes iniciales de El hombre que mató a Liberty Valance (1962).
La narración se va sedimentando con los sinsabores que van acumulando estas mujeres que no dejan de sacrificarse, y pasar penurias, por continuar adelante, por conseguir el sustento mínimo para mantener a los hijos. Mientras, los hombres disfrutan de otras historias paralelas. Hay quien, como la suegra, tiene que sufrir esa afrenta al descubrir que el cadáver de su marido, que ha decidido suicidarse, está acompañado del de una geisha. O Nobuko tiene que soportar primero las mentiras, es decir, negaciones, del marido, Koichi (Akira Tarada), que además reacciona agraviado, y segundo, años después, el encuentro con la geisha con quien mantenía relaciones, la cual le revela que pasó con él el día anterior a irse a la guerra.
Ese despojamiento, esa mutilación progresiva, que se resiste con firmeza, abre una herida interior que vibra como un alarido que ansía vida cuando, por fin, Akitamo y Nobuko se declaran su amor, tras previas vacilaciones e indecisiones. Su abrazo, sus primeros besos, acontecen rodeados de una espesa oscuridad, en un espacio que parece arrumbado, como si nada pudiera crecer, erigirse, ahí. A veces, Naruse estira la cuerda para que los huesos se quiebren más, como cuando, aturdida, Nobuko lee, entre la multitud, la carta de Akitamo en la que le dice que, por deudas, ha tenido que irse, y que no pueden verse más, y al volverse se da cuenta de que su pequeño hijo ha desaparecido, y tiene que buscarle, como si se buscara a sí misma, al último resquicio de inocencia que le quedaba por desgarrar. Por eso su amargura, su agresividad, ante la chica que amó su hijo. En ella ve a todas esas mujeres con las que los hombres, como su marido o su suegro, han mantenido relaciones fuera del matrimonio mientras a ellas les mantienen cautivas en su encierro sacrificado de vida. Proyecta un resentimiento sin ver a la mujer singular. La secuencia en la que se reconcilian, en la que Nobuko le pide perdón, bajo la lluvia, porque al fin y al cabo también es y será como ella, es el sobrecogedor culmen de esta extraordinaria obra que tiene un luminoso epílogo con tres mujeres solas pero juntas.
por Alexander Zárate
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