Los soldados japoneses repatriados, tras finalizar la contienda, se encontraban con un hogar infestado de huérfanos, como si la colmena hiciera aguas entre la rapacidad y la precariedad, como si la pesadumbre hubiera inundado una retaguardia en la ya que no se puede retroceder, sino reanimar, impulsar, hacer fluir, como si se creara un nuevo cauce, como si erigiera un puente entre las ruinas. Los niños del paraíso (Hachi no su no kodomotachi, 1948), de Hiroshi Shimizu relata un trayecto que es rescate, el que realiza un soldado repatriado cuando decide llevar consigo a un grupo de niños huérfanos que realizaban pequeños hurtos para una versión japonesa, y sin una pierna, del Fagin dickensiano de Oliver Twist. Su destino, un lugar de su infancia, aquel que dio cobijo a su orfandad, La torre de la introspección (sobre este centro de acogida de menores, Shimizu, realizó en 1941 una obra, con Cheshiu Ryu, titulado como el mismo lugar).
El agua acompaña el recorrido. El agua es símbolo de vida, de gestación. El agua hace habitable las ruinas. Yoshi, uno de los niños, uno de los más pequeños, corre cada vez que ve el mar, porque en el mar murió su madre cuando llegaron a Tokio, y porque piensa que aún la verá con vida. Entre las figuras errantes en un Japón que aún despejaba la vista para encontrarse, hay una chica que busca su lugar, y que se cruza en diversos momentos con ese singular grupo. En cierto momento, ella cruza en bote hacia una isla; Yoshi se une a ella. Más adelante, se reencontrarán con ambos: la chica ahora viaja hacia Tokio; el soldado sugiere que es recomendable que Yoshi se una a ellos, ya que con él los niños consiguen trabajo, y alimento. El reencuentro tiene lugar en Hiroshima, entre las ruinas, un lugar de desolación, de pérdida. Cuando se separan, Yoshi se resiste, la persigue, la busca entre las ruinas, solloza; ella se esconde, pero en ocasiones asoma la cabeza en la distancia; se escribirán, pero ahora la separación, la distancia, dolerá; durante un tiempo, ha sido su madre, su hermana. Las ruinas han vuelto a respirar mientras sus caminos se cruzaron.En uno de los episodios intermedios del trayecto, de la odisea, entre campos y carreteras, el soldado, que desespera porque a los niños les falte la necesaria instrucción, les revela cómo se goza más del sabor de la comida tras el trabajo realizado. En otro les conmina a que no fumen; pero nadie quiere reconocer que es el que ha fumado, todos lo niegan: el soldado no les recrimina, sino que da ejemplo, porque dice que peor que fumar es mentir: lanza al agua su tabaco; otro de los niños, el amigo de Yoshi, Masa, observa cómo se lo lleva la corriente; gestos, miradas, comprensión: Masa también lanza al agua el tabaco. La intensa emoción de tal instante resulta difícil de describir, escurridiza como el agua pero calando en las entrañas, como en un instante posterior, con el que cualquier adjetivo resulta insuficiente: Masa, en el comienzo de la odisea se quejaba de tener que cargar con el pequeño Yoshi porque retrasaba su marcha. Cuando este enferma, le suplica que le suba hasta lo alto de una montaña para contemplar el mar. Masa carga con él; la secuencia se dilata con la esforzada y perseverante ascensión, aunque a veces los pies resbalen con la tierra: el agua ya ha cultivado sus entrañas, la solidaridad, la empatía, la ternura, que hace habitable las ruinas, que hacen andar las emociones. El lirismo del momento sobrecoge. Samuel Fuller lograría una secuencia equiparable en emoción, en Invasión en Birmania (1961), cuando uno de los soldados porta sobre su espalda a la mula porque tienen ascender una escarpada colina; cuando llega a lo alto, fallece por el esfuerzo realizado. En un puerto se encuentran con la chica, que ha tenido que plegarse, para sobrevivir, a ser prostituta. El hombre cojo, ahora proxeneta, porta una pierna artificial. La prótesis que intenta disimular las heridas, la orfandad, la precariedad. Una impostura que propicia el convertir a los supervivientes en mercancías. El soldado repatriará a los extraviados, hacia la torre de la introspección, hacia donde la emoción fluye y construye.
por Alexander Zárate
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