No sabes cuándo ni sabes dónde ni sabes qué estabas diciendo, cuál era el hilo de lo que decías, cuál será lo siguiente, qué fue lo anterior. El presente se convierte en un campo infinito de posibles. Y por eso ríes. No te has perdido, no estás desorientada en el relato que realizabas, en el discurso que tejías. Ríes, porque todos los tiempos son uno y múltiple, porque todos los lugares son uno y múltiples, porque quién sabe lo que depara el próximo recodo no sólo de acontecimientos de tu vida sino del propio relato que construyes. Porque somos también, o quizá ante todo, el relato que construimos sobre nuestra vida, en prospectiva y retrospectiva, y el presente está en medio como un tiempo y espacio elástico: Ese misterioso objeto al mediodía. La exquisita opera prima del gran cineasta Apichatpong Weerasethakul, Misterioso objeto al mediodía (Dokfa nai meuman, 2000), ya evidenciaba que es uno de los cineastas más singulares y fascinantes que han surcado el arte cinematográfico. Gracias al Museo del cine austríaco y a la Fundación cinematográfica de Martin Scorsese ha podido ser restaurada. Su cine se define por las derivas, por un recorrido laberíntico que transita múltiples dimensiones, desde variados ángulos, y de modo simultaneo. Es la celebración de la paradoja, como indica poéticamente su título original en thailandés, Flor celestial en las manos del diablo. Su cine es la celebración de la y, de la yustaposición de la que hablaba Gilles Deleuze, y el entre. Se conjugan múltiples espacios y tiempos e identidades. Somos potencionalmente multiplicidad. Misterioso objeto al mediodía es más aún que conjugación de documental y ficción, juego con sus límites y umbrales, juego con la propia condición del relato, con el arte de relatar, como un infinito inagotable, como un juego de niños que nunca termina, un juego travieso como la cuerda con algún objeto que se le ata al rabo de un animal.
En la primera secuencia, el documento parece imperar con una mujer que vende atún en su furgoneta recorriendo las calles, y relata su desgraciada infancia, cuando su padre decidió venderla. Pero la voz del entrevistador le pide que le cuente otra historia, y da igual si es real o inventada, si proviene de una experiencia propia o de un libro. Y las lágrimas de la mujer se tornan en mirada perpleja, y parece que diluyen las propias lágrimas con el brillo de una sonrisa divertida. Y la realidad se torna imaginación, o se conjuga desde variados ángulos. La gravedad de una herida se desencaja con una sonrisa (como en su cine, como en la reciente Cemetery of splendour. un aparente excurso puede ser un hombre cagando en un bosque, o la erección de un paciente dormido; aparente porque somos organismo y somos relato, lo grotesco y lo trivial se conjuga con las sublimaciones y los sueños, y una mujer lame la cicatriz de otra como manifestación de empatía que aúna esa diversidad). Estamos impedidos, en cuanto criaturas limitadas, y podemos ser heridos, en cuanto criaturas vulnerables, pero ¿qué es lo que nos eleva y qué es lo lame nuestras cicatrices? ¿No es la imaginación la sublevación que nos alza sobre todo nuestros impedimentos, circunstanciales o naturales? Esa mujer impedida que inicia e impulsa el relato se transforma en un chico impedido en una silla de ruedas al que da clases una profesora y, un mediodía, del cuerpo desmayado de la profesora sale un enigmático objeto que se convertirá en otro niño y posteriormente en un duplicado de la profesora.
La narración se convierte en una serie de derivaciones, que son nuevos impulsos, en los que diversas personas prosiguen ese relato, que puede ser a través de canciones en una representación teatral, o a través de lenguaje de sordomudos de dos chicas, o través de las especulaciones y ocurrencias de unos chicos junto a unos elefantes en un bosque, o de otros niños, más pequeños, en el aula de su colegio. Es como el juego del Cadáver exquisito, tan del aprecio de los surrealistas, en el que de unas imágenes brotan otras y del curso de un relato brotan diversas continuaciones según cuál sea el participante. Y los personajes son uno y son múltiples, según la perspectiva o ángulo de unos y otros que configuran, con la sonrisa de la celebración, un relato en el que juegan e hilvanan con las correspondientes interrogantes, como ¿Por qué el niño quedó impedido o era ya de nacimiento?, ¿quién era esa intrigante criatura que es objeto al mediodía y niño y otra profesora y gigante y tantas posibles identidades? ¿Y cuál es su propósito? ¿ Y cuál puede ser el desarrollo de la relación entre la profesora y el vecino que intercede para salvarla? Y los personajes aparecen, o irrumpen, en el curso del relato, o desaparecen enigmáticamente. Y su apariencia se modifica, y la constitución de su relación, y lo que son puede variar. Y las interrogantes siguen desplegándose como una floresta mientras las respuestas constituyen los múltiples senderos por donde fluyen esas interrogantes que se generan en la risa de un niño que despliega su imaginación cuando aún no ha sido abocado a los cercos que establecen los límites sociales. El cine de Apichatpong se ríe con sus derivas del relato de esos límites y amplia el ángulo de nuestra mirada para que no dejemos de descubrir y explorar en el curso de nuestra realidad misteriosos objetos al mediodía.
por Alexander Zárate
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