por Alexander Zarate
Magulladuras en los nudillos, el puño apretado que raspas contra el muro de piedra, fundidos en negro de una pesadumbre, música como oleaje de dolor que brama contra las indiferentes piedras de lo inevitable, de lo que no se puede rectificar. La melancolía es azul. En ocasiones, cuando la vida ha perdido aceite, la dirección se ha estrellado contra un árbol, y la pérdida deja una huella como un cuello ortopédico invisible, se siente como una inflamación amoratada que duele cuando es golpeada por los chillidos de unas pequeñas crías recién nacidas que se agitan porque comienzan a respirar la vida, y no puedes soportarlo porque te cuesta respirar de nuevo la vida, porque te hace recordar que lo que llevaste en tu vientre ya nunca respirará. Te duele pensar que estás viva, prefieres pensar que sólo eres un objeto, indiferente, materia a la que nada afecta. Te dejas acariciar por el sol, pero no quieres sentir que generas vida, que generas relaciones. Te aíslas, desconectas, rompes con todo, te pierdes, quieres ser sentir la libertad, aquella que hace sentir que no has creado vínculo alguno con ningún ser vivo que también respire, que también te necesite, que también te haga sufrir si un día desaparece.
Follas pero prefieres que sea algo impersonal, como un intercambio, un chute de energía que no se arraiga en el tiempo, sino que es pasajero, un vagón en el que viajas por un breve trayecto, un grito efímero como raspar tus nudillos contra un muro de piedra. No quieres implicarte con nada ni con nadie. Tus ojos están cerrados cuando a una anciana le cuesta introducir una botella en el contenedor de vidrio. Y no puedes ayudarla, porque no miras alrededor. No asistes a quien toca las puertas porque le persiguen para apalizarle. No firmas para echar a una vecina, ya que a los demás vecinos les molesta que ejerza de prostituta. Y no lo haces, sobre todo, en primera instancia, porque no quieres involucrarte con nadie. No eres parte de nadie ni de nada. Tu reflejo en el espejo (borroso, con vaho, hasta que empieza a perfilarse un rostro) será, precisamente, aquella chica, Lucille (Charlotte Vary), que establece distancias con un ejercicio del cuerpo que le reporta dinero, con el que disfruta como si no estuviera presente en un anonimato en el que sólo es materia. Pero duele cuando tu padre es uno de aquellos clientes en el local donde trabaja, y el placer del anonimato se desgarra como la película que se quema en un proyector. También tú, Julie (Juliette Binoche), comienzas mirar a tu alrededor de un modo distinto, empiezas a recobrar la sensibilidad, en tu iris ya no está la figura de aquel doctor que te notifica que tu esposo e hija han muerto; ahora, en tu iris, hay otro cuerpo, hay ‘otro’, alguien con quien comienzas a crear un vínculo, con el que comienzas a colaborar, componiendo música, no sólo aquella que no finalizó tu marido ( y tú, aunque no lo reconocieras), sino la que se gesta entre los sentimientos de ambos. Es una doble resurrección.
Tres colores: Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993), de Krzysztof Kieslowski. El trayecto de un accidente: fragmentos: Rostros en fuera de campo: la rueda que gira (destino, aleatoriedad). Perlas azules, recuerdos que penden, lágrimas congeladas como brillos. La despedida final que se contempla en un monitor, en la distancia, oculta bajo las sábanas. Libertad: ser otro, ser nadie, ser una indigente emocional: reflejos: el indigente que no lo es, al que un coche deja en la esquina para interpretar la música que evoca a la composición inacabada de tu marido, que era también tuya. La ascensión: la música de Zbigniew Preisner, la música que une, que revive y concilia, que recupera la voz propia. Recuperar tu voz es asumir que tu voz quizá estuviera algo amordazada. Romper con el pasado supone recuperarte, hacerte más presente de lo que eras. Los rostros que son acordes de una misma composición unidos en un travelling que les aúna en diferentes espacios, como si fueran los dedos de una mano abierta. Vives, creas vínculos, dejas que tus lágrimas broten, estás presente.
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