por Alexander Zárate
Verano violento (Estate violenta, 1959), de Valerio Zurlini es como una mecha que arde muy lentamente, la de la abrasadora atracción que se crea entre Roberta (Eleonora Rossi Drago), una mujer de 30 años, viuda de guerra, con una hija, y el veinteañero Carlo (Jean Louis Trintignant), hijo de uno de los principales líderes fascistas, lo que suscita el desprecio de la madre de Roberta, por una cuestión de clase, ya que su familia es de alta alcurnia. La narración, durante su primera mitad. se convierte en una minuciosa descripción de la gestación de esa atracción, a través de miradas y gestos, a la par que se van minando las reticencias de Roberta. Zurlini delinea con maestría esa tensión, o esa música que se va componiendo entre ambos, y los efectos incluso sobre otros personajes, como Rossana (Jacqueline Sassard), la novia de Carlo, a través de elaboradas composiciones, con planos de dilatada duración, y de una exquisita musicalidad, y no sólo por la extraordinaria banda sonora de Mario Mascimbene, de un cariz melancólico que ya sugiere lo que más adelante Roberta explicitará cuando se enfrente a su madre, al decirle que ha vivido una vida plegada a otros, diez años de matrimonio que soportó porque la familia de su marido era generosa, pero no dejaba de ser una vida secuestrada, aparcada.
Pasos y miradas de una gestación, agua, circo y baile:
1. En la secuencia en la que Carlo está con sus amigos en el pequeño velero en el mar, mantiene en primer término del encuadre a Rossana ; Roberta llega nadando (por detrás de Rossana, de izquierda a derecha), y la hacen subir, sentándose junto Rossana (a la derecha en el encuadre), que ni la mira, ya que su mirada está pendiente de Carlo: Los contraplanos son de éste, que ha advertido el gesto poco hospitalario de Rossana, lo mismo que Roberta, la cual decide irse; la secuencia culmina con la frase, como cera ardiendo, de Rossana, que le espeta a Carlo que se vaya con ella si quiere.
2. En la secuencia del circo, cuando se apagan las luces por una posible amenaza de bombardeo, la amiga de Roberta llama a esta, quien enfoca la linterna, pero lo hace al rostro de Carlo, quedándose ambas miradas prendidas, como luces que arden en esa oscuridad, en la que los otros ya son figuras accesorias, sombras que no pueden interferir en lo que se crea entre ellos.
3. En la fiesta en casa de Carlo, ambos bailan con otras parejas al son de la canción Temptation, pero sus miradas son como cabos en la oscuridad cuyos extremos se queman en la mirada del otro; cuando bailan juntos se percibe, en sus miradas, en el gesto de sus manos, que se agarran como si fueran su propia carne, su propia vida, que no pueden distanciarse, como pretendía ella, de lo que les atrae como una irresistible luz; descienden al jardín, donde se besan en plano general; cambia el ángulo, con ellos en primer término, y al fondo a la derecha, en lo alto, Rossana, que les ve, y a la par que ellos se separan pero sin alejarse, quedándose inmovilizados (Carlo a la derecha del encuadre, junto a Roberta), Rossana lentamente desciende las escaleras quedándose en la izquierda de la composición (invirtiéndose la composición de la citada secuencia del velero), y acercándose lentamente a ellos, hasta que, llorando, echa a correr.
A mitad de película, se produce la definitiva explosión, sin cortapisas, de sus sentimientos, que se acompasa a la colectiva, con los incidentes violentos que tienen lugar cuando Benito Mussolini, en el verano del 1943, anunció su dimisión. Ambos, en la playa, junto al agua, y además en el lugar donde por primera vez se vieron, dejan que sus cuerpos se inunden y se incendien y sean abrazo. Pocos trayectos de la gestación y descripción del proceso de una atracción han sido tan poderosos. Pero el contexto pesa, y aún más que por cuestiones de diferencias de edad o de hipocresías familiares que nombran la dignidad para interferir en la vida y realización emocional de los otros, porque no se puede mirar hacia otro lado cuando el horror alrededor se desboca.
Si sus miradas se cruzan por primera vez cuando la hija de Roberta, asustada por el paso del avión a baja altura por la orilla de la playa, se ha guarecido en el regazo de Carlo, tras la extraordinaria, y brutal, secuencia final del bombardeo que sufre el tren en el que viajan Roberta y Carlo para buscar su propio espacio en otra ciudad, lejos de los que interferían, Carlo sabe que si no se queda a ayudar a los heridos, si no se implica en la guerra, no soportará cómo ella le mirará al de un tiempo por no esforzarse en luchar contra el horror. Roberta le había dicho que la guerra le había quitado mucho de su vida, y ahora quería defender lo propio, su amor por Carlo, pero este sabe que no podrían hacerlo si recordaban el cadáver de aquella niña junto a las vías, el cadáver de otras mechas que tenían que apagarse antes de alumbrar la suya.
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