Podemos imaginarnos una hipotética clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre.
Vamos, lo de siempre.
Para empezar, cuando hablamos de «nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que proponemos, tiene varios inconvenientes: uno, que dicha colección ya existe —aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar —y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta naturaleza.
Vamos a fingir que estamos de acuerdo. Nuestra división hablaría, por tanto, de nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones» —que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla. Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no merecemos —y no tenemos—.
No se trata de argumentar en demasía, no vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted igual le parece improbable, pero cosas más raras se han visto. Yo he visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato, desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no tanto por nuestras virtudes como por nuestros pecados. Un escritor que tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo.
Steinbeck es, creo, uno de los autores norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero tampoco con la que volverse locos—.
En su momento la concesión del Nobel a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió que, francamente, no. En contraste con la humilde posición de Steinbeck, yo sé de buena tinta que hay gente que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que está segurísima de que la academia sueca los ningunea años a año. Hoy Steinbeck es recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres.
En los dos primeros casos, parte de su popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público.
De ratones y hombres también se trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama . Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación, que recuerdo como apreciable, aunque es probable que la aparición de esta nueva versión también pueda interpretarse como prueba de la pérdida de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro.
Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En 1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas versiones con las que la historia se ha representado en distintos países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers incluidas dos parodias del insuperable Tex Avery
De ratones y hombres se ha ido convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión.
Los apuntes que figuran aquí sólo son una representación que puede —espero— que resulte representativa, pero que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del poder, de la amistad y de la soledad.
Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base. Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra como si fuese el story-board de una película imposible. No lo es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente, aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma en la que aparecen ante otros personajes se representan, unas veces, mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz; encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad narrativa, de mesura y de sobriedad.
Pierre-Alain Bertola ha conseguido, en definitiva, dibujar De ratones y hombres. Ha conseguido dibujar una historia que no es en absoluto fácil de arrancar de las garras del papel. Desde luego, resulta mucho más complicado de lo que puede sugerir la gran cantidad de adaptaciones a todos los medios. De ratones y hombres es una historia tentadora. La sencillez de la trama puede invitar a suponer que se trata de una novela fácilmente adaptable. Sin embargo, la sencillez es la más complicada de las suertes de la narrativa. Las construcciones más sencillas, aquellas en las que más se ha eliminado, son también las más frágiles. Una historia más compleja enfrentaría al adaptador a otros problemas. Lo obligaría a seleccionar material y a decidir qué partes forman el verdadero esqueleto de la historia. Aquí la selección es casi nula. Casi todo el proceso de adaptación es pura transformación. Muchos lo han intentado, es cierto, pero no son tantos los que lo han conseguido.
Personalmente ninguna de las adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que, cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck. En la narración, que es el reino donde no se concede nada a los imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la moralina desaparece la tragedia.
Es posible, sin embargo, que el cómic no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la mujer de Curley, que el cómic resuelve de forma un tanto contenida. Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del original.
Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal. Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido— es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando, cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser, sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista.
Uno está tentado a exclamar, con sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber hecho muchas cosas para hacer de su adaptación un objeto más «personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves, fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de eso. Se limitó a contar con eficacia, sencillez y lealtad y a crear una obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así —que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola.
Lo decíamos al principio de esta reseña. Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y volvemos a abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito, interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y si buscamos la forma de llamar a eso arte.
A Steinbeck, por su parte, lo merecemos. Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo, otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás podíamos olvidarnos de ello.
Steinbeck añade algo importante a la mera literatura social. La suya es una literatura que se podría llamar social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo.
Steinbeck le da el protagonismo al ser humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda, no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara. Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final, humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años. Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los hombres que los pronuncian.
Algo queda en la forma en la que nos sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa. Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la sensación sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí.
Las novelas en las que aparece este ser humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre, son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia, llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.
De ratones y hombres
- Pierre Alain Bertola
- basado en la novela de John Steinbeck
- Traducción de Román A. Jiménez
- ISBN:9788467908084
- Norma Editorial
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