Todos tenemos nuestra versión de la historia y, si la historia es lo suficientemente extensa, todos tenemos una forma de sostener que, bien mirado, somos los buenos en el asunto. A veces, claro, para sostener nuestro rol beatífico tendremos que recurrir a una serie de explicaciones y a la aparición de un puñado de secundarios que, no por arquetípicos, son menos necesarios.

Por ejemplo, será muy probable cruzarnos con personas cuyo comportamiento está basado en intenciones negativas, a pesar de que algunas, varias o todas las acciones consiguientes no se diferencien esencialmente de las nuestras propias, salvo que se acceda a una verdad más profunda mediante la correcta ordenación de ciertos acontecimientos. Esto pasa mucho. También nos encontraremos a individuos que, de una u otra forma, acaban influyendo en nuestra toma de decisiones de una forma tan desafortunada que puede llegar a ocurrir que, desde el punto de vista de un observador externo y no completamente informado, nosotros no aparezcamos como “los buenos”, puesto que dicho observador carece de la información necesaria para darse cuenta de que nuestras acciones se deben a que hemos sido engañados, o a que no se conoce todo el arco completo de nuestra actuación, o a que no disponíamos de toda la información necesaria (quizás porque se nos haya ocultado de forma deliberada) o que alguien ha influido en nuestro comportamiento de un modo irrefrenable e irresistible

Entiendo que este prólogo justo antes de una autobiografía (Cruzando los dedos es una autobiografía) puede llevar al lector a ciertas conclusiones que, si bien no son del todo erróneas deben matizarse. Tanto que al final de esta reseña podemos estar cerca (pero solo cerca) del punto de vista opuesto al que hemos arrastrado al lector hasta el momento.  Aunque ahora no lo parezca, creo que todo tiene su sentido, pero es necesario empezar.

Ya.

Miki Berenyi fue guitarrista y cantante principal de Lush, un gupo de rock que tuvo un éxito relativo a finales de los ochenta y principios de los noventa. Cuando hablamos de éxito relativo estamos utilizando los términos arbitrarios, injustos e irrealistas con los que estamos acostumbrados a valorar los éxitos de los grupos de música, probablemente con unos niveles de arbitrariedad, injusticia y falta de realismo que no se utilizan en otro tipo de expresiones artísticas o culturales. Es decir, a los grupos de música y, en especial a los grupos de música Rock la mitomanía les exige unos niveles de atractivo musical, compromiso artístico y coherencia ética que, francamente, no creo que se le haya pedido nunca a un grupo de cumbia. ¿Hay razones para ello? Probablemente sí, pero es no quiere decir que esas razones sean buenas y tampoco podemos detenernos otra vez.

Si hacemos un esfuerzo por ser objetivos entonces tenemos que hablar de Lush como un grupo importante durante cinco-seis años en la escena musical pop/rock británica. Importante quiere decir que Lush era un grupo a tener en cuenta en las conversaciones sobre música de su momento ya sea para reivindicarlo o, en su caso, más frecuentemente para opinar en contra. Lush era un grupo que estuvo de moda, pero que sobre todo estuvo de moda minusvalorar. Y sin embargo ¿Cuántos podemos decir que hemos estado ahí? Da igual el campo profesional o artístico. ¿Cuántos pueden decir que han estado ahí, en la conversación, aunque solo se durante un tiempo?

Lush era un grupo fácil de menospreciar. Las razones son múltiples y se encuentran en una tormenta perfecta en la que, como casi siempre en estos casos, el prejuicio acaba formando una especie de caricatura que luego es muy fácil blandir como si fuese una opinión propia. Dicho de otra forma, era muy fácil burlarse de Lush porque caía en una cantidad de tópicos lo suficientemente amplia como para que el crítico en cuestión (hoy hater) solo tuviese que extender la mano al tumtum y hacerse con uno de ellos para irrumpir armado con él en cualquier conversación musical con justificado y documentado menosprecio.

Por dar un poco de contexto: Lush ejerció como banda aproximadamente entre 1988 y 1996, es decir, que empezó a trabajar antes del grunge y acabó después de la explosión del britpop. En concreto la etiqueta que se le dio a Lush a principios de los noventa fue la de shoegaze, una categoría que, como dice Berenyi en el libro, siempre fue más peyorativa que descriptiva. El término servía para designar un tipo de música técnicamente bastante rudimentaria, tecnologicamente un punto excesiva y que, a diferencia del hardcore, no acaba de abrazar la simplicidad como una rudeza escogida, sino que precisamente la envolvía en cierta parafernalia mecánica.

En este sentido la estrategia de Lush no fue muy diferente de la de otros grupos o movimientos que sí contaron entonces con cierto respaldo crítico. ¿Por qué ellos sí y Lush no? Como siempre, la realidad es demasiado complicada. Es cierto que, por momentos, Lush encarna algunos de los vicios de la música de finales de los ochenta y principios de los noventa que peor han envejecido (esas atmósferas brumosas de guitarras distorsionadas). Pero, como grupo, Lush estaban lejos de ser unos revolucionarios. Si utilizaban esos sonidos era porque esos sonidos se utilizaban, y mucho. Otros no los usaban menos entonces… ¿Por qué Lush era mucho más criticado que otros grupos?

En el libro Berenyi desliza varias razones. Una es el machismo, que Berenyi insinúa pero que prefiere no señalar de forma decidida como la raíz principal de las críticas excesivas, quizás para que no parezca que se escuda en una disculpa oportuna. ¿Tiene sentido esta acusación de machismo? Bastante. Es más, visto con la perspectiva del tiempo parece casi inevitable pararse ahí. Lush era un grupo liderado por dos mujeres (dobre oprobio) y Berenyi deja muy claro que su vida sexual como rockstar, en lugar de ser celebrada como en el caso de sus homólogos masculinos era una fuente constante de problemas.

Berenyi nunca se presenta como heroína de una causa feminista. Una de las características esparcidas en este Cruzando los dedos es que Berenyi tiende a ser bastante crítica con las motivaciones de los demás, pero no lo es menos consigo misma, con sus motivaciones o con sus comportamientos. Lo último que intenta es presentarse como una heroína, pero sí es consciente de que las circunstancias la hicieron atravesar situaciones socialemente injustas, ya sea por razones de sexo o raza (Berenyi se crió como emigrante y su madre es de origen asiático).

Sin embargo y, a pesar de su severidad consigo misma, sorprende relativamente la forma de afrontar determinados episodios en los que, en principio, Berenyi debería haber tenido alguna responsabilidad. Hablamos de decisiones de peso, empezando por la propia selección de Berenyi como cantante principal sustituyendo a la cantante inicial del grupo. Berenyi no es una cantante terrible, pero está lejos de ser un prodigio como cantante. Sus limitaciones son muy evidentes y, aunque mejora con el tiempo, es uno de los aspectos que lastran las canciones. En el primer disco, en concreto, da la impresión de que no hay una cantante principal. Berenyi acomete la labor casi como si tuviese funciones de corista.

Berenyi afirma, y volverá a hacerlo muchas veces, que su falta de asertividad parte de su deseo de evitar conflictos, del deseo de agradar. La razón es tan buena como cualquier otra, pero es cierto que, desde el punto de vista del personaje, acaba lastrando la segunda parte del libro. Porque, aunque Cruzando los dedos será sobre todo el libro sobre la cantante de Lush, el libro no se limita a su etapa en el grupo.De hecho, creo que la mejor parte del libro es la primera, en la que se cuenta la historia de Berenyi como niña e incluso antes, remontando los orígenes de la familia hasta llegar al Macondo de su vida infantil en Reino Unido.

Pero también esta parte adolece de los mismos defectos. Los personajes más interesantes acaban desdibujándose, en parte por la falta de definición de la narradora, en parte por la falta de decisión a la hora de afrontarlos. Sucede, por ejemplo, con la figura del padre, uno de los personajes más interesantes del libro, a quien Berenyi trata siempre con cariño, pero que, cuando los trazos del dibujo se vuelven más rigurosos trabaja con una pincelada tan suave que el personaje acaba difuminándose en el papel. Sucede con la madre, que Berenyi convierte en una especie de protoversión de sí misma, mecida por decisiones ajenas a pesar de el mapa vital que se dibuja nos permite distinguir una voluntad bastante más firme. Al final, irónicamente, el personaje más verosimil es la terrible abuela, porque es la única con la que Berenyi es capaz de ser firme y donde, como narradora, no mezcla el amor con la condescendencia.

Berenyi, por cierto, escribe bien. Es buena plasmando acciones y sensaciones y consigue ser meticulosa sin aburrir con los detalles. Sin embargo, nos queda la sensación de que las mejores partes del libro se nos han perdido porque olvida que escribir, al final, es una cuestión de voluntad.

Licenciado en Humanidades. El que lleva todo esto a nivel de edición, etc. Le puedes echar las culpas de lo que quieras en miguel@enestadocritico.com. Es público y notorio que admite sobornos.
Miguel Carreira López
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