Fue Cortázar, conocido aficionado al boxeo, el que dijo aquello de que la novela se ganaba por puntos, pero que el cuento había que ganarlo por K.O. Yo diría que con De óxido y hueso, Craig Davidson lo deja noqueado en el primer asalto. De hecho, en el relato que abre y le da el título al libro, el protagonista es un boxeador y el directo es demoledor.
Y lo es no sólo por el crujido del hueso roto o el sabor del hierro, del óxido de la sangre en la boca, sino porque el dolor al que se hace referencia no proviene del puño del contrincante. El dolor que destroza viene de dentro. Ese es el que golpea. Davidson, él mismo boxeador amateur, conoce bien la reacción del cuerpo ante un puñetazo. Lo describe desde la experiencia y, de tal manera, que vemos bailar de izquierda a derecha al púgil, agachar la cabeza, protegerse la mandíbula, soltar y recoger el brazo, asomar los ojos tras el cuero de los guantes y, antes de que el autor lo señale, lanzar el puño haciendo añicos el tabique nasal. Sin embargo, y a pesar de que su habilidad para describir el movimiento en el cuadrilátero sea admirable, el espectáculo entre las cuerdas es secundario.
Lo que interesa es el dolor interno, la rabia, la ira. Lo que mantiene alerta al lector siempre es el otro combate, el que la vida impone tanto a los boxeadores (son dos relatos los que versan sobre ellos) como al resto de personajes, todos víctimas de diferentes heridas. Davidson, parafraseando a Nietzsche, dirá en «La vida de la carne» que cada hombre se revela en la lucha. En realidad, cada hombre se revela en el combate librado contra el dolor. La lucha se definirá en función de esta actitud.
Los ocho relatos que componen el libro presentan el dolor desde la culpa, las adicciones (al alcohol o al sexo), la frustración, la mutilación, la enfermedad, la ira o el abandono, pero todos buscan un desenlace, todos esperan oír el gong. No hay cabida para la rendición. Hay que resistir. Ganar o perder. Es este un libro de victorias y derrotas, pero las ganancias y las pérdidas son íntimas. Sus historias son de superación personal de modo que se podrían situar dentro de la tradición norteamericana que tanto ensalza el honor del que se hace a sí mismo.
Es obvio que el joven autor canadiense ha leído a sus contemporáneos. Se le ha comparado con Palahniuk, supongo que por El club de la lucha («Y el combate continúa y continúa porque quiero morir. Porque sólo muriendo tenemos nombre»), aunque, en mi opinión, no hay nada del nihilismo activo de la novela de Palahniuk en estas peleas de Davidson. En el autor canadiense hay esperanza. Uno no lucha si no cree que haya una mínima posibilidad de vencer. Incluso el hecho de luchar por el mero hecho de luchar implica la motivación de resistir o liberarse:
«— Yo no lucho por dinero exactamente.
— ¿Por qué?
— Ira.
— ¿Hacia quién?
— No lo sé. Hacia todo el mundo. Bueno, no siempre, pero a veces… Se acumula.»
Sí que es cierto que comparte con Palahniuk su capacidad para mantener el interés del lector en ambientes y personajes que a priori nos resultan poco convencionales. También se le ha comparado con Auster y sospecho que la comparación pueda deberse al uso habitual de las elipsis en ambos autores, que en Davidson es magistral. Es una de las virtudes de su prosa. En temas delicados como este del dolor es fácil caer en la desmesura, en la sensiblería o en el exhibicionismo gratuito. Davidson bordea el exceso en el justo límite gracias a las elipsis. Sabe que el dolor vive del silencio, que habla por sí solo. Confía en la empatía del lector. Eso sí, nunca hay autocensura. Prueba de ello es el relato «Un mal servicio» donde se describe al detalle la violencia extrema de las peleas ilegales de perros.
Por la elección de temas me atrevería a incluirle en el equipo de Hemingway (apasionado del boxeo) aunque Davidson se demora algo más en la introspección psicológica de los personajes; y por el tratamiento de esos temas también en el de Jack London (otro boxeador). El célebre relato de London, «Por un bistec», en el que el viejo luchador llora su derrota es una metáfora vital que coincide con el espíritu de De óxido y hueso. En el relato inspirador (junto con el que abre el volúmen) de la adaptación al cine de Jacques Audiard, “El cohete”, escribe Davidson:
«Solo queda la aceptación, y la esperanza de que en esos finos momentos que separan lo que es de lo que podría ser resida el entendimiento.»
Oír la campana. Saltar al ring. Pelear. Escuchar la cuenta del árbitro. Levantarse o perder. Taparse el cráneo con la toalla. Preguntarse si uno aún conserva la dignidad. De eso se trata.
Un libro de relatos necesario ¡quién lo diría! de un autor que promete momentos a la altura de Callaghan, Schulberg o Norman Mailer. Un autor que escribe como pega. A nosotros nos toca encajar el golpe.
De óxido y hueso
Craig Davidson
Traducción de Zulema Couso
El Aleph editores
ISBN: 978-84-1532-577-2
Barcelona, 2013
280 pp
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