Cuando en 1949 el Corriere della Sera le encarga cubrir el Giro al escritor Dino Buzzati, el periódico contaba con prestigio internacional a pesar de su larga ausencia. Tras ser intervenido por el régimen fascista de Mussolini en 1925, el Corriere reapareció tras la Segunda Guerra Mundial con el propósito firme de recuperar la dignidad arrebatada. Cuatro años le bastaron para conseguirlo. Tanto Mario Borsa como Guglielmo Emanuel, directores ambos del diario en esos primeros años de recuperación, habían desarrollado su carrera como periodistas desde la vieja escuela, es decir, esa en la que al periodista se le exigía ser escritor; es más, buen escritor. Lo de la objetividad venía después. Así que tuvieron claro que para recuperar el prestigio del periódico debían contar con los mejores escritores del país. Buscaron al poeta Eugenio Montale, para contratarle como crítico musical y en aquella primavera del 49 contactaron con Buzzati para que escribiera las crónicas deportivas de la carrera más popular de Italia. Y si bien Montale ya tenía publicados varios poemarios de calidad reconocida y Buzzati ya había escrito nueve años antes la que sería su obra maestra, El desierto de los Tártaros, es probable que los lectores no fueran conscientes de que en el periódico manoseado que acompañaba al capuccino se les ofrecía todos los días una ración extra de alta literatura.
Me pregunto qué cara se le quedaría a ese seguidor devoto de las hazañas de los gigantes del ciclismo, ese que seguía todas las etapas por la radio del bar, que defendía con vehemencia las decisiones impopulares de su equipo en la oficina o les explicaba a sus hijos en el salón lo que era la contrarreloj, al leer la crónica de la etapa del 24 de mayo y encontrarse con Buzzati en estos términos: “quien les habla es, en materia de ciclismo, un bruto total y absoluto; no sabe nada de cambios ni de platos, no tiene ninguna idea clara sobre las estrategias de competición y durante estos días ha hecho preguntas tan ingenuas que, entre tanto entendido, resultaban casi escandalosas.” Lo imagino relamiéndose la espuma del café mientras digiere la sorpresa. El Corriere no le va a informar sobre el Giro, para eso está la radio. El Corriere le va a narrar el Giro. Y contra todo pronóstico, a ese seguidor le gusta la idea.
Y como el narrar es tan impreciso, cada contador recrea su historia como él la vive. De este modo, el seguidor termina siendo espectador de un acontecimiento en el que los protagonistas no son Gino Bartali y su rival directo, Fausto Coppi, sino los italianos, todos los italianos que como él, depositan sus esperanzas en los héroes deportivos, los únicos, creen, capaces de devolverles el orgullo perdido tras la rendición bélica,
Pero Buzzati es kafkiano. A pesar de la exaltación épica tan natural en temas deportivos desde Píndaro, el escritor no puede evitar desposeer de sus altares a los héroes y presentarles competitivos y arrogantes, indiferentes hacia sus seguidores aun en las derrotas: “El señor Gino Bartali no es viejo, ni está desanimado, ni triste, Confía demasiado en sí mismo como para mendigar excusas.” A Buzzati no le interesan tanto los fracasos ni los éxitos de los líderes de la carrera como los efectos de éstos en los demás. Y así una noche, se fija en un corredor sin nombre, mientras navega en el Saturnia iluminado. El ciclista del pelotón, “el proletario de la carrera, el fiel esclavo” sueña durante un instante con ser otra cosa, y Buzzati le cuenta al seguidor que “Podría ser que incluso estas fantasías le estuvieran prohibidas y que aun en sueños no deje de ser un pobre gregario; podría ser que simplemente duerma con el abandono de un animal, cansado por el largo camino recorrido y aún más por el que le queda por recorrer. Porque sabe que no tiene esperanza. Así pues, mejor que se limite a dormir, a dormir nada más; y que no sueñe nada”
Pero también es cierto que, además de kafkiano, Buzzati es italiano y no puede evitar albergar una mínima confianza en el ser humano. Cuando Fazio, corredor mediocre del Giro, uno de los que sería mejor que no soñaran, gana la etapa en casa, su Catania natal, descubre durante un momento el rostro de su madre y orgulloso se dice “nunca la había visto llorar y reír de esa manera” El seguidor, esa mañana, sale del bar canturreando algo que aprendió de niño.
Y es que el encargado de cubrir el Giro para el Corriere consigue, etapa tras etapa, combinar a la perfección el tono épico y sentencioso de la lucha por la victoria con el lirismo emotivo de quienes presencian la contienda. Sin caer en excesos pero sin pudores a la hora de describir sentimientos Buzzati utiliza el Giro como pretexto para hablarle al seguidor de lo que significa la espera, lo que ya había hecho en El desierto de los Tártaros y lo que le acercó entonces a Thomas Mann. Le habla del Tiempo incorporando a la crónica personajes tan surrealistas (otra vez Kafka), como las ovejas, los árboles, el Etna o los muertos, que se alzan como observadores privilegiados de los asuntos absurdos de los hombres. El tiempo lento de los viejos olivos o de las rocas de los Dolomitas, sabio a fuerza de contemplar una infinita sucesión de acontecimientos que en nada le afecta, se erige en juez de la carrera y le habla al seguidor: “Corren para nada, es verdad, no construyen nada. Pero ¿cómo explicas entonces que la gente, incluso la de aquí, que es de natural melancólico, se ponga tan contenta al verlos?”
Y cuando Buzzati habla de pedales, maglia rosa, dorsales, líneas de meta, caídas o puertos de montaña le está hablando al seguidor de la Italia que corre a pesar de todo. A pesar de la guerra, de la rendición, de la humillación, de la vida y de la muerte. En las Píticas, entre las alabanzas a los vencedores de los juegos de Delfos, Píndaro había escrito: “¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra / es el hombre! Pero si llega la gloria, regalo de los dioses, / hay una luz brillante entre los hombres y amable existencia.” Y Montale, colega en el Corriere: “El vacío deshabitado / que ocupábamos y que espera hasta que llega la hora / de colmarse de nosotros, de volver a encontrarnos.” En ese sueño de sombra entre el vacío inicial y el vacío final, el fulgor breve y evanescente de la entrega de un corredor ilumina el intervalo dotándolo de sentido.
No sé si el seguidor terminaría leyendo la historia de Aquiles y Héctor como se prometió hacer la mañana en que leyó la crónica del duelo de Coppi y Bartali en los Alpes, pero juraría que ese 11 de junio de 1949 el seguidor cerró el periódico, pagó el café y salió del bar con la decisión tomada: comprar una bicicleta.
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