Sergio Pitol no existe, es una invención mía. He tardado muchos años en descubrirlo, pero ahora, por fin, leyendo su último libro, El tercer personaje, lo he comprendido. Un día lo soñé, difuso y volátil y él escapó de mi subconsciente. Se hizo carne, con un pelo blanco a punto de asilvestrarse cual científico loco, pero optando por la mesura en el último momento, con la nariz ancha y las manos siempre danzando de un lado para otro, como los buenos bailarines. Se hizo abogado, diplomático, traductor, cuentista, viajero y ensayista. Se hizo, incluso, mexicano. Pitol se me escapó de los territorios oníricos para vivir la vida que yo nunca llegaré a vivir. De Veracruz al DF, de Roma a París, Moscú, Varsovia, Budapest, Praga, Barcelona o Pekín, saltando de ciudad en ciudad, de país en país, de cultura en cultura. Leyéndolo todo, leyendo en el profundo sentido que implica el verbo leer: comprender. Tanto leyó mi querido huido Pitol que él mismo empezó a soñar otros yoes; Stevenson, Neruda, Conrad, Dickens, Vila-Matas Proust, Pacheco, Borges, Faulkner o Musil, Trasuntos de sí mismo que heredaron de él el gen de la fuga y se le fueron escapando, así, volátiles, intangibles, perpetuando este bucle del soñado soñando.
Por este motivo no puedo resistirme cada vez que descubro un nuevo libro de Sergio Pitol en las librerías. Lo hago mío, es mío. El tercer personaje, se titula el último. Sé perfectamente los asuntos que va a tratar en sus casi doscientas cincuenta páginas, los mismos que trata siempre. Escritores y novelas, viajes y ciudades, arte y creatividad, pasión por vivir sintiendo y descubriendo, por vivir emocionándose. El libro toma el título del primer artículo o micro-ensayo, de un total de veintiséis, dedicado a Cervantes. Pitol defiende que en la novela por antonomasia, en la madre de todas novelas, El Quijote, además de los dos personajes estereotipos que cualquier lector reconoce, Don Quijote idealista y Sancho realista, Cervantes inventa, o descubre, un nuevo personaje, un arquetipo fundamental en la novela moderna; el propio escritor. Asegura, el mexicano, que esa es la verdadera aportación de Cervantes a la literatura universal, la voz del autor, presente e intencionada. De ahí salta a la identidad nacional basada en la literatura y a las intransigencias acumuladas en el fervor de los patriotismos y de las ideologías. O nos habla del sentido del héroe literario, del vanguardismo actual de César Aira, de Fernández de Lizardi como autor de lo que Pitol explica como primera novela mexicana. Hay un elogio, un panegírico, a la narrativa de Carlos Fuentes, un explicación de cómo todas las artes conviven y están presentes en cualquiera que sea su medio expresivo, a través de las cerámicas de Gustavo Pérez, de las pinturas de Rufino Tamayo o los retratos de Juan Soriano. Rememora su amistad con Beatriz y Óscar Tusquets y su colaboración con la editorial como traductor. Comparte sus novelas policiacas preferidas, o relata la anécdota de como viviendo en Polonia, recibe una carta inesperada de Gombrowicz donde le invita a colaborar en la traducción de su Diario argentino. “¡Una carta de Gombrowicz recibida por un mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía!”
Así es Pitol. Saltarín y emocionado. Un conversador nato que ameniza cualquier velada desnudando su anecdotario personal para conquistar y seducir al corrillo de ojos atentos que se ha juntado a su alrededor. Pitol escribe ensayos que no son ensayos, sino un diario de viajes donde los paisajes son libros y autores sin que por ello pueda decirse que habla de literatura. Sus libros son una miscelánea, una divagación exquisita sobre la pasión por descubrir y la necesidad de crear. En el artículo titulado Sobre la escritura Pitol confiesa que, en su caso, escribe por una necesidad interior. Un impulso vital que escapa a un análisis materialista. Rechaza que haya un propósito en la escritura, o una intención, o un destinatario. Escribe porque no puede evitarlo. Escribir es un sentimiento y una forma de dar sentido a la existencia.
Sergio Pitol me inventó a mí, o dicho de una manera más castiza: a mí me parió Pitol. Con El arte de la fuga, el autor mexicano me enseñó otra forma de leer, además de darme un espejo en el que entender mis propios procesos creativos, o los intentos de los mismos. Me hizo comprender que cualquier libro necesita más de una lectura, que el interlineado esconde algo más que la mera separación de renglones y que la elección de una palabra determinada, entre todas las posibles, responde a un proceso mucho más complejo que al puro dominio del idioma. Pitol me creo o al menos me pulió como lector y me mostró la enrevesada maraña de la creatividad. Sé que él no me soñó nunca, pero yo me escapé de su subconsciente, un soñado soñando, siempre en fuga.
por David Urgull
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