Una de las técnicas para comprobar cómo han evolucionado los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera consiste en analizar las burbujas de aire encerradas en las capas de hielo. Es uno de esas técnicas absurdamente simples vistas de lejos aunque luego, cuando uno se acerca más al proceso, se va convirtiendo poco a poco en un procedimiento tremendamente complicado, en el que es necesario trabajar con un cuidado y unos niveles de precisión que son inéditos en la vida regular.
La cosa funciona más o menos así. En determinados lugares el hielo es una capa perenne que ha ido engrosando a lo largo de miles de años a partir de una acumulación sucesiva, persistente y casi infalible de nuevas capas. Cada año esas capas atraviesan un ciclo en el que el hielo se expande y luego se reduce hasta casi desaparecer, pero nunca lo hace del todo, de forma que, con la llegada del invierno una nueva capa de hielo se sobrepone sobre los restos de la anterior, que a su vez será el asiento de la siguiente, esta de la siguiente etc. Miles y miles de años de hielo han ido atrapando pequeñas burbujas que permiten, básicamente, sondear el hielo con una técnica indistinguible en gran parte de su puesta en práctica de la cata de un jamón y comprobar, por ejemplo, aquello que decíamos de los niveles de dióxido de carbono o el tipo de isótopo de carbono que forma las partículas[1].
Desconozco si Juan Gómez conoce este procedimiento o si es puro azar el que le ha llevado a replicarlo en su novela[2]. Lo demás es aire propone un viaje parecido. Alguien ha hablado -con buen criterio- de una novela palimpsesto, pero me inclino más a compararla con un recorrido edafológico, en el que nada se borra y todo lo que se oculta cimenta lo que está por venir.
Juan Gómez Bárcena es una de las voces jóvenes más reconocidas de su generación. Suena a tópico, pero qué le vamos a hacer: la cosa es así. Desde que debutó -como debe ser, al menos en este país: con un libro de cuentos muy interesante- ha ido construyendo una bibliografía con una sorprendente coherencia interna. Sorprendente porque, dentro de la evolución deseable e inevitable en todo escritor, hay un esfuerzo claro y evidentemente consciente por parte de Juan Gómez de retar sus propias estructuras en cada nuevo trabajo, pero existen una serie de elementos que se han mantenido en todos sus libros y que nos permiten hablar de una poética reconocible.
Uno de estos elementos, puede que el más llamativo, es la puesta a prueba del discurso en el tiempo, es decir, una forma determinada de experimentar con la verdad sometiéndola al efecto del tiempo. En las novelas de Juan Gómez el tiempo no es tanto un factor de erosión como un cristal que condiciona la verdad de cada momento.
En esta Lo demás es aire nos vamos a Toñanes, un pequeño pueblo Cántabro. No se ocultan las raíces sentimentales de la elección e incluso es fácil adivinar las vivencias del propio autor en ese diminuto pueblo Cántabro. El entorno tiene hoy una cierta popularidad gracias a la belleza de su paisaje, en especial de sus acantilados, pero para el autor, transmutado aquí en un personaje más, Toñanes es sobre todo el escenario de los veranos de su infancia. El lugar en el que la familia tenía esa segunda residencia que empezaron a tener las familias de clase media española en los ochenta y los noventa, normalmente mirando hacia la playa o recuperando las raíces uno o de los dos progenitores.
En ese punto concreto es donde transcurre el experimento. Aquí se hinca el tubo y la novela se convierte en una sonda que no lleva hacia atrás y hacia delante, con una original técnica de narración. Domingo Rodenas la comparó en su momento con Aquí, un estupendo cómic de Richard McGuire. En los márgenes del libro los años nos indican en qué momento concreto del tiempo estamos. La aclaración es, muchas veces imprescindible, porque buena parte del libro funciona a base de primerísimos planos (un ojo, unas manos, una acción) alrededor de la cual el tiempo se tunela llevándonos arriba o abajo. Unas dedos se enredan al caminar dos personas, y en cuatro líneas esa acción sube y baja a lo largo de siglos y hasta de miles de años. En los momentos de mayor tensión podemos llegar a descender hasta los dinosaurios, como en El árbol de la vida de Malick, película que no me atrevería a delatar como influencia -de hecho diría que las diferencias profundas son mucho mayores que las similitudes aparentes y hasta en cierto modo se podría hablar de propósitos opuestos-, pero con la que la novela tiene algunas similitudes.
Es bastante sorprendente que una novela hecha a partir de una técnica que podemos considerar experimental sea también una novela de lectura cómoda (en un sentido positivo o, al menos, constructivo). Me atrevería a decir que es posible recomponer la novela en una serie larga de historias cortas narradas de una forma bastante tradicional. No da la impresión de que el experimento narrativo tome las riendas de la novela ni de que el objetivo de esta haya sido comprobar dónde estaban los límites del recurso. Al contrario, la técnica de la novela se utiliza como una herramienta más, con mucha naturalidad. A las pocas páginas da la sensación de que uno lleve leyendo así toda la vida.
Las historias se van entrelazando, con sucesiones rápidas que descansan en historias que se extienden, como la historia del niño que veranea en Toñanes o la historia de Don Francisco, —que durante años se dedica a litigar por un pequeño pedazo de tierra casi sin valor, por el que lucha más allá de lo razonable, precisamente, porque está luchando por la razón[3]—, o la historia del cura que un día encuentra un fósil de amonites y se enreda en sus espirales como en un laberinto.
A partir de un recurso original en la ordenación de los elementos se genera una narración casi costumbrista y esto le permite al autor profundizar en algunos recursos que no había trabajado en obras anteriores. De las novelas del autor esta es, indiscutiblemente, la que transmite una mayor ternura por los personajes. De hecho, venimos de una Ni siquiera los muertos (su novela anterior) que no dejaba de ser un libro implacable en ese sentido. Allí la mayoría de los personajes no tenían el privilegio de la humanidad. Lo demás es aire por el contrario, transmite un esfuerzo, no ya por comprender a los personajes y sus motivaciones -es decir, por tratarlo como personajes literarios-, sino por conseguir o abandonarse a la empatía. Es curioso ver cómo de esa empatía y de la humanidad de los personajes surgen, no sé si de forma espontánea o premeditada, dimensiones nuevas. Incluso el humor. Creo que es la primera vez que me rio con una novela de Juan Gómez (que, por otro lado, está muy lejos de ser una comedia).
Al terminar el libro la impresión es que se ha atravesado un territorio que deja huella. Que hemos asistido a la generación de un territorio literario personal, original e importante. Que hemos circulado por lo que quizás sea el giro más acusado en la evolución de uno de los autores que tenemos que leer para saber qué se escribe y qué se puede escribir ahora mismo en España y que hemos experimentado de primera mano una forma de narrar a la que hasta ahora, en este texto, hemos llamado novela, pero que no lo es del todo, aunque tampoco deja de serlo. Porque todos los personajes de Lo demás es aire han existido o han estado muy cerca de hacerlo. Hechos reales basados en historias.
Lo demás es aire
- Juan Gómez Jurado
- Seix Barral
- Colección Biblioteca Breve
- ISBN:9788432240683
- 544 pp
- Enlace a la página de la editorial
[1] Aunque no tiene nada que ver con el libro de Juan este es un asunto interesante, porque el isótopo concreto de carbono que forma el CO2 permite saber hasta qué punto el carbono en la atmósfera se ha generado mediante, por ejemplo, el ciclo fotosintético o mediante la liberación de dióxido de carbono por la combustión de combustibles fósiles.
[2] ¿Podríamos en este caso hablar de plagio? Nunca se sabe qué pequeña chispa puede arruinar la carrera de un escritor.
[3] Personalmente una de mis historias favoritas (aunque esto no tenga ninguna importancia).
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