A lo mejor una de las frases que más daño han hecho a la narrativa de los últimos cien años ha sido la idea, sin embargo, tal vez cierta, de que todas las familias felices son iguales. A partir de aquí (aunque no sólo de aquí) cundió la cómoda idea de que la calidad de la narración había que buscarla en el dolor. Porque el dolor habita la verdad e incluso la crea. Porque el dolor es el basamento último en el que se construye este valle de lágrimas. Aquí hemos venido a sufrir y lo demás son chiquilladas.

Insisto, no es imposible que esto sea verdad o, por lo menos, que haya algo de verdad en ello. Una de las funciones del arte es su capacidad para afrontar -sin solventar- el dolor de la existencia. Negarlo es insensato. No matizarlo, insensible. La existencia también conlleva momentos de esparcimiento y hemos inventado varias palabras para nombrar la comodidad, para hablar de la felicidad o el amor, por lo que cabe suponer que estos sentimientos también juegan un cierto papel en esto tan nuestro de existir.

En una fantástica entrevista, que está recogida en el excelente libro The Paris review. Entrevistas (El Aleph editores, 2007) Simenón reflexionaba sobre la evolución de la novela. Aquí reproducimos un párrafo que creo que es tan sintético como eficaz (puro Simenon)

«Se puede mostrar amor en una historia muy agradable, los primeros diez meses de dos amantes, como en la literatura de hace mucho tiempo. Entonces hay un segundo tipo de historia: empiezan a aburrirse; ésa fue la literatura de finales del siglo pasado. Y luego, si se tiene libertad para avanzar más, el hombre tiene cincuenta años e intenta cambiar de vida, la mujer se pone celosa, y hay hijos de por medio; ésa es la tercera historia. Ahora nosotros somos la tercera historia. No nos detenemos cuando se casan, no nos detenemos cuando empiezan a aburrirse, vamos hasta el final»

La entrevista a Simenon es de 1955. En 1955 Simenon creía que estaba al final del camino, al final de la historia, en el desenlace del tiempo. Pero entonces Simenón ni siquiera había visto al Atlético de Madrid perder una Champions en el minuto 93.

Hay una parte muy importante de la narrativa contemporánea, no sólo en la literatura, también en el cine, que mantienen la autoridad de su propuesta en esta doble filiación: por una parte, se pone el foco en el dolor y en algo que podemos llamar la ilusión de un final. La fantasía teleológica que implica suponer que el final de una historia es la resolución de la misma y el sentido de su final.

Así que, por una parte, tenemos el interés —a veces superlativo, a veces innecesario, a veces subjetivo y a veces morboso— por el dolor. Por el dolor humano, se entiende, aunque el dolor es una sensación que, de una u otra forma, sólo podemos entender como humano.

La neurología ha descrito la forma en el que nuestro cerebro reacciona ante determinadas sensaciones. Parece ser que en nuestro cerebro poseemos un determinado tipo de neuronas que tienen que ver con nuestra necesidad de imitar comportamientos, pero también con la empatía ante según qué sensaciones. Algunos han querido ver en este reflejo la fuente del impulso ético. Quizás la afirmación sea excesiva, pero no hay que olvidar que el hecho de que nuestro cerebro esté configurado para actuar de forma ética no es lo mismo que decir que está “obligado” a actuar de forma ética. Es más sabemos que, ante el dolor ajeno, nuestro cerebro está preparado para sentir empatía por esa sensación, pero también que es capaz de anteponer determinados intereses a esa solidaridad (podríamos decir, por lo tanto, con no menos justicia, que nuestro cerebro está configurado para actuar de forma no ética).

También sabemos que hay individuos que no perciben ciertas sensaciones de dolor como algo necesariamente desagradable. En cualquier caso, parece que estamos “condenados” a percibir determinadas sensaciones (el dolor es sólo un ejemplo) a través de una cierta empatía, lo cual equivale a decir que, al menos en alguna medida, nuestra comprensión de determinadas sensaciones pasa por la contraposición de esas sensaciones respecto a un ser humano: nosotros mismos.

Por otra parte, como señalaba Simenon, tenemos una narrativa que se interesa cada vez más por lo que sucede alrededor de la historia. El cuento tradicional, tal y como lo estudiaron los funcionalistas, nos sirve para analizar esta forma de narrativa, en cuanto a que concibieron la narración tradicional como algo que, experimentando con la nomenclatura, podemos llamar “diégesis pura”. En esas narraciones los personajes, el tiempo y el espacio están definidos en función de una historia. Existen por y para ella y no tienen sentido ni recorrido más allá de la misma. No interesa profundizar en las circunstancias socioeconómicas que llevaron al sastrecillo valiente a su apurada situación financiera, ni cuáles son las consecuencias políticas que acarrearán los fortuitos matrimonios entre príncipes y princesas (con sus reinos correspondientes). Cuando se analizan este tipo de relatos con una óptica “realista” es evidente que la mayor parte de situaciones no resisten la observación, incluso dejando al margen los sucesos mágicos que pudieran tener lugar.

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Por ejemplo, en Blancanieves y los siete enanitos el príncipe irrumpe en el entierro de una mujer y, haciendo caso omiso de su corte de enanos (sic), decide besar lo que, para él, es un cadáver. Visto así, la situación es dantesca, pero no es eso lo que pensamos cuando leemos el cuento (quizás, en parte, porque todos estamos familiarizados con la historia) sino que nos centramos en el papel (la función) que el príncipe, los enanos e incluso el falso cadáver cumplen dentro de la historia.

El caso es que, cuanto más nos alejamos de la diégesis pura, más empiezan a pesar elementos ajenos a la historia. Siguiendo la gradación de Simenón, cuando vamos más allá de la historia de amor entre los dos personajes y nos empezamos a preguntar por cómo será su vida en común, una vez superada la peripecia inicial, la narración, necesariamente, girará desde la trama hacia los personajes. En realidad es apresurado decir que la narración girará “necesariamente” hacia los personajes, porque también pudiera ser (y de hecho ha ocurrido a menudo) que narración pasa a centrarse en otros elementos, como el espacio, el tiempo, las relaciones sociales o económicas… Pero parece indiscutible que, en general, la evolución de la narrativa ha ido en el sentido de preocuparse, cada vez más, por lo personajes y, en concreto, por la “psicología” de los personajes.

Si retomamos ahora el componente del dolor, lo que nos encontramos es una vía, que ha sido muy explorada por la narrativa, en la que la narración se interesa particularmente por analizar la psicología de personajes que atraviesan intensos estados de dolor y angustia existencia.

Por supuesto, esto no deja de ser una esquematización muy laxa, pero creo que resume bien toda una deriva de la narrativa, al menos en occidente en el último siglo. Es verdad que, muchas veces, ha sido la crítica la que se ha obcecado con la idea de hacer interpretaciones psicológicas de las narraciones. De todos los tópicos de la crítica literaria, el más repetido es el que alaba o condena una obra siguiendo el cliché analítico de los “personajes bien (o mal) construidos”, como si las posibilidades de la narración se agotasen en la mímesis de la psicología humana.

Quizás lo más interesante de Los niños de Carolina Sanín, es que la obra parece plenamente consciente de querer escapar de esta vía condicionante. Sanín (que se especializó en literatura medieval y, por tanto, tiene una estrecha familiaridad con otras formas de narrativa) parece más interesada en explorar aquí una forma de narrar en la que no importan tanto los personajes o, mejor dicho, no importa tanto la psicología de los personajes, pero en la que tampoco se deja llevar por la reacción para girar en redondo hacia una forma de narrativa basada únicamente en la trama. Sanin busca un estadio intermedio (quizás no sea intermedio, quizás sería mejor decir, simplemente, diferente) en el que, lo más importante, son las relaciones que se establecen entre los personajes de la obra.

Los niños trata la historia de una mujer que es poco menos que el negativo de un personaje, no por su falta de definición sino porque buena parte de sus características son casi la negación de los  atributos de su función. Por ejemplo, Laura (así se llama el personaje) es una mujer soltera que no trabaja. En realidad al principio del libro Laura sí trabaja, pero lo hace de una forma peculiar: sus necesidades financieras están cubiertas y Laura no tiene ninguna necesidad de tener un empleo, pero escoge un humilde trabajo de empleada de hogar, simplemente, porque lo considera adecuado a sus aptitudes.

Laura, por lo tanto, se forma en una tensión en la que el personaje parece que quiere escapar de su negatividad, de su falta de ser. Laura tiene un trabajo, no por necesidad económica, sino por algo parecido a una pulsión por encontrar una forma de definición para su persona (en este caso un trabajo). Del mismo modo, cuando Laura encuentra a un niño (Los niños se puede resumir como la historia de la relación entre los dos). Laura mantiene una relación de tensión entre el niño, ella misma y la relación que se da entre los dos.

De la misma forma que Laura no tiene ninguna necesidad de trabajar, tampoco siente ninguna necesidad de ser madre. No hay nada en ella que delate instinto maternal. Sin embargo, establece con el niño una forma de relación en la que lo maternal no está del todo ausente, pero tampoco están del todo ausentes otras formas de relación (la amistad, la enemistad, el miedo e incluso quizás cierta forma de erotismo). El resultado es un ejercicio literario muy interesante con el que Carolina Sanín debuta en nuestro país después de cuatro obras de ficción publicadas en su Colombia natal.

Tuvimos ocasión de dialogar con Carolina Sanín acerca de Los niños. Durante la conversación Sanín nos confirmó su interés por poner el foco en la relación que se establece entre los personajes y citó entre varias referencias la del americano George Saunders, que nos parece especialmente relevante por ser un autor que, precisamente, sobresale por sus cuentos en los que, si bien desde un punto de vista diferente, las relaciones entre los personajes también tienen un protagonismo especial.

Aunque no se puede hablar de una novela experimental (salvo quizás en una parte del libro, el relato que la educadora social hace de la relación de Laura y el niño) no hay duda de que se trata de una apuesta mucho más arriesgada de lo habitual. Una propuesta que nos recuerda que, también en castellano, las venas de la literatura no acaban de cerrarse nunca.

por Miguel Carreira

Licenciado en Humanidades. El que lleva todo esto a nivel de edición, etc. Le puedes echar las culpas de lo que quieras en miguel@enestadocritico.com. Es público y notorio que admite sobornos.
Miguel Carreira López
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