La memoria es el lugar donde el tiempo y el espacio conviven con mayor sentido, donde los hechos, los rostros y los lugares se reinventan en una nueva existencia que perpetúa lo efímero, que insufla de vida el pasado, que lo mantiene en presente continuo. Y es donde nuestros seres queridos que han muerto siguen viviendo, donde el trauma de experiencias sufridas se vuelven a vivir, se analizan, se estudian, en un juicio del que debe salir el culpable para expiar los pecados propios y ajenos.
Los ojos de Natalie Wood es esto y más.
No nos engañemos (la contra ofrecida por la editorial El Páramo despista algo), Natalie Wood sale poco o nada, en la forma de un banderín con su imagen o en la referencia de su muerte preconizada por la abuela de Félix, el protagonista de esta historia.
En realidad, la novela de Alejandro López Andrada se podría haber titulado Los labios de Claudia Cardinale o cualquier otra musa que inspirase los sueños masturbatorios de los jóvenes de los años 70. Podríamos decir que la referencia cinéfila en el título es un Macguffin en toda regla; genera expectativas equivocadas y nos hace seguir la trama del libro buscando a la famosa actriz de Rebelde sin causa.
Sólo podemos ubicar correctamente a la actriz si conocemos la historia que cuenta que a su madre se le apareció una vez una anciana cuando estaba embarazada de ella y le leyó la mano: “Su hija será una gran estrella, pero deberá tener mucho cuidado con las aguas oscuras”. Pero López Andrada no nos da esta referencia.
Lo dicho: Natalie Wood es un Macguffin. Y no hay nada malo en ello, pero sí es cierto que condiciona bastante la lectura y, personalmente, me llevó a buscar referencias equivocadas cuando comencé a leer la novela.
De hecho, mi mente siempre en busca de paralelismos, me llevó a pensar en un Juan Pablo Castel en El túnel, en el protagonista sin nombre de Noches blancas o en un Humbert Humbert en pos de su Dolores Haze en Lolita.
Pero rápidamente vi que estaba errando y que los tiros no iban por ahí, si bien es cierto que la narración es, a ratos, obsesiva y plagada de metafísicas que recuerdan a los autores de los libros citados.
Los ojos de Natalie Wood no habla tanto de obsesiones, sino de recuerdos desde el prisma de un hombre en su particular juicio del pasado.
El escenario salta de Minas de Diógenes, donde Félix pasó su infancia, a Veredas Blancas, donde se hace adulto y vive en el presente.
De estos dos pueblos, sólo uno existió: Minas de Diógenes, hoy un pueblo abandonado desde 1979, cuando se dejó de extraer plomo y sus habitantes se marcharon en busca de mejor fortuna.
Fue en este lugar donde Félix vivió una experiencia que le cambió la vida. Después de presenciar un suceso, sale corriendo y se precipita a las aguas de un pantano, abriéndose la cabeza contra una roca. A partir de aquí, Félix ya no es el mismo: sufre de depresión y confunde la realidad del sueño.
Es entonces cuando la magia surge. No sabemos si todo es producto de un delirio o si bien lo mágico participa en igual medida en todos los personajes. Dado que la narración es en primera persona, es algo que se nos escapa.
En resumidas cuentas, hay que aceptar lo que nos cuenta Félix sin dudar de nada de lo que nos cuenta, y quizás radique ahí la fuerza de la novela, en que todo es posible, en que el misterio se esconde en cualquier elemento de ese atrezo que configura la realidad.
La novela, compuesta de vaivenes temporales, de recuerdos que saltan de uno a otro, de espacios y tiempos que se yuxtaponen desde principios de los años 70 a la actualidad, nace de la soledad del protagonista, que ejerce de enterrador en Veredas Blancas, oficio heredado de su tío Bernardino. Y vive junto al cementerio.
Los espectros, lo hechos asombrosos, las apariciones de familiares fallecidos, de personajes admirados, son una constante en la novela. Los vivos hablan con los muertos en un limbo de extrañeza absoluta.
Pero no sólo Félix experimenta estas cosas sobrenaturales, sino prácticamente todos los personajes que aparecen en la novela. Es algo que hay que aceptar desde el principio, que nos las estamos viendo con una narración que bien podría haber firmado Bécquer o Hoffmann, pero en la época de Internet.
Félix, en una época actual, accede a foros de Internet sobre Minas de Diógenes (foros que en realidad existen), y contacta con viejos amigos y antiguos amores. Ve fotos (se encuentra en alguna de ellas) y vídeos colgados en YouTube de aquel pueblo hoy en ruinas.
Lo que hace es desenterrar el pasado, removerlo y pasarlo por un filtro con el fin de extraer el mineral preciado, la esencia de su propia vida, el sentido.
Seguramente, todos los que están en esos foros (algo que plaga de nostalgia Internet) intentan lo mismo, volver la vista atrás, porque a cierta edad ya no hay mucho que mirar hacia delante.
Como llevado por un hilo de Ariadna, reconstruye su vida, aquel suceso en Minas de Diógenes que lo cambió todo, su vida con su padre y su madre (la relación entre ellos), su tío Bernardino y sus amigos, las experiencias vividas en aquella casa (la casa en la que vive en Veredas Blancas) plagada de apariciones y discursos con la muerte, el rencor hacia su propio padre, las secuelas psicológicas que arrastra desde el accidente en el pantano, los amores perdidos. Y la muerte, siempre la muerte.
Los ojos de Natalie Wood se lee con un deje de novela de misterio porque el andamiaje se construye con ese “suceso” que sucedió cuando Félix tenía trece años, nos va llevando, aunque saber exactamente que pasó no condiciona el absoluto la lectura. Es una excusa para ir llevándonos por los laberintos de la memoria, nada más. Incluso si, al final, el autor se hubiera ahorrado explicaciones sobre el “suceso”, tampoco hubiera afectado al significado de la novela.
Los ojos de Natalie Wood es una de esas novelas que encajan en los universos cerrados y personales que podemos leer en El bosque animado o en Obabakoak, lugares míticos y de magia en donde todo es posible, en donde, a veces, lo imposible dota de sentido lo absurdo y lo inane.
Como poeta que es López Andrada, sabe de la importancia de la palabra a la hora de configurar un universo, de dotarlo del alma apropiada para que cada hecho esté siempre en consonancia con el ambiente.
Nos basta echar un vistazo a su biografía para comprobar la importancia del paisanaje y la naturaleza, cómo su narrativa se debe a la tierra donde cohabitan sus personajes. Podríamos decir que la suya es una literatura telúrica, con todas las implicaciones mágicas que esto tendría desde una perspectiva atávica.
Quizás lo dicho arriba pueda parecer confuso para el lector, y para entenderlo añadiré que lo que destila Los ojos de Natalie Wood es un resucitado romanticismo, entendiéndose éste como el género literario que es.
La novela de López Andrade seduce y hechiza a partes iguales, y la conclusión a la que uno llega tras su lectura es demoledora: el pasado son ruinas sobre los que construimos el presente y, a veces, somos tan solo ruinas.
Busco en Google retazos de Minas de Diógenes, documentos, fotos, láminas de libros, titulares de prensa relacionados con la minería antaño gloriosa al sur de Ciudad Real, intentando encontrar algún dato que me ayude a conectar con aquel mundo perdido que tanto extraño y odio al mismo tiempo. El espacio de Google es profundo, denso, elástico, como un campo de juncos pegado a un horizonte que se pierde entre cerros mordidos por la lluvia y el desangelado viento de noviembre.
Los ojos de Natalie Wood
- Alejandro López Andrada
- Editorial El páramo
- 2012
- ISBN: 9788492904341
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