James Joyce o el colapso de la literatura
James Joyce no es tanto un autor cuanto una categoría inevitable para todo aquel que se dedique a la literatura. Está a punto de formar parte, si es que no lo ha hecho ya, de ese selecto número de personalidades que han dado lugar a un adjetivo: kafkiano, dickensiano, quijotesco… (Umbral a menudo hablaba del desaparecido Madrid de las tiendas galdosianas). Según esto, «joyceano» querría decir algo, supongo, relacionado con la corriente de conciencia, con una forma de narrar que alterna sin miramientos distintos puntos de vista y que, en lugar de coordinar, yuxtapone. Una estrategia que, a comienzos del siglo XX, parecía la más adecuada para describir un mundo que estaba experimentando una convulsión de la que quizá no nos hayamos recuperado.
Este irlandés exiliado —otro más— debe su fama a dos novelas: Ulysses (1922) y Finnegans Wake (1939) en las que lleva su experimentación al límite. Erudición, autoconciencia e ironía fueron algunos de los ingredientes de aquel cóctel que sedujo a la mayoría de sus contemporáneos (Virginia Woolf fue una de las gloriosas excepciones). No sé si se debe a su fuerte adhesión a su momento histórico o a al férreo vínculo entre su mirada y el idioma inglés, pero creo que, hoy en día, ambas obras se sitúan en el límite de la legibilidad.
Afortunadamente para todo aquel que entienda que la lectura tiene algo que ver con el placer —o, al menos, con placeres menos retorcidos que el que puede proporcionar Finnegans Wake— Joyce escribió otras obras (algo más breves, además): la colección de relatos Dublineses (1914) es una (ahora mismo me parece su mayor logro), Retrato del artista adolescente (1916) es otra.
A pesar de que en ciertos pasajes de este Retrato se intuyen algunas de las tácticas que Joyce explotaría con posterioridad, el libro, en conjunto, es bastante coherente y no desafía en exceso la inteligibilidad. De hecho, resulta bastante convencional —atención, puede que esto se deba a que nuestro mundo ha evolucionado en la línea que vislumbró Joyce, o sea, que quizá tengamos que contarlo entre sus méritos—. Lo cierto es que podemos insertar Retrato del artista adolescente en ese interesante género de la Bildungsroman (novela de formación) junto a otras obras que nos narran la evolución vital y, sobre todo, psicológica de su protagonista. De entre los títulos un poco de manual que se suelen mencionar a propósito de esta categoría el que me surge de un modo más sincero, piensen lo que quieran, es El guardián entre el centeno (1951), de J. D. Salinger.
Retrato de un artista adolescente es una buena forma de acercarse a la biografía del mismo Joyce y, sobre todo, a algunos aspectos de la teoría estética que tenía en la cabeza en aquellos años. La vida de Stephan Dedalus se parece a la de Joyce y, a ratos, funciona como condensación de la propia historia de Irlanda: una infancia llena de frío, severidad y catolicismo. El asunto de la religión es crucial para entender la literatura, pero más aún la obra de un irlandés escrita el año en que se produjo el «Alzamiento de Pascua» (Easter Rising). En este libro asistimos a cómo parte de esa educación, de ese adoctrinamiento, regurgita en la conciencia de protagonista adoptando diversas formas (perspectivas y anhelos pero también obsesiones, fantasmas y tabúes). Algo parecido a lo que hemos dicho de la religión lo podemos decir del amor y, sobre todo, del sexo: resulta un elemento indispensable para tratar de entender algo de todo este asunto (en cuanto a lo carnal, pesar de lo retorcido de Joyce, hay que decir que no llega a los extremos de otro contemporáneo suyo de la isla vecina: D. H. Lawrence).
La adolescencia, el instituto, es el momento crucial en el que todos nos medimos con el mundo, con la época que nos ha tocado vivir, donde entramos en contacto con las experiencias intensas relacionadas con la gestión del conflicto, con la amistad, con el éxito y con el fracaso (aplíquese todo esto, de nuevo, al asunto del sexo). En esta novela de Joyce todo ello aparece en un decorado formado por bibliotecas, sacerdotes, partidos de hurling y residencias de estudiantes. El amor en sus diversas formas y, sin duda, la noción de pecado resultan cruciales para adentrarse en este libro plagado de referencias religiosas y filosóficas.
Si antes apuntábamos que Retrato de un artista adolescente funciona como semblanza apócrifa del propio Joyce (es decir, como complemento a la monumental biografía de Richard Ellmann), también hemos de decir que quizá un conocimiento más exhaustivo de la historia y la cultura de Irlanda contribuyan a realizar una lectura más provechosa. No sé si será debido a mis limitaciones en ese campo o a la distancia que me produce el lenguaje que emplea, pero en esta relectura no he terminado de conectar con el protagonista, ni con lo que le pasa ni con cómo me lo cuenta. A este libro le falta algo de tensión, algo de velocidad, algo de violencia. Bueno, a lo mejor estas cosas me faltan a mí, pero lo cierto es que me he aburrido un poco leyendo de nuevo Retrato de un artista adolescente y, quizá por ello, he vuelto a encontrar que lo más interesante está en las reflexiones sobre la naturaleza y función del arte que aparecen aquí y allá. Así, en una de esas conversaciones adolescentes —que, en no pocas ocasiones, suelen versar sobre lo verdaderamente importante— Stephen le dice a Lynch, con gesto confidente:
«—Nosotros estamos en lo cierto, los otros no —dijo—. El hablar de estas cosas y el tratar de comprender su naturaleza y, una vez comprendida, el tratar lentamente, humildemente, constantemente de expresar, de exprimir de nuevo, de la tierra grosera o de lo que la tierra produce, de la forma, del sonido y del color (que son las puertas de la cárcel del alma) una imagen de la belleza que hemos llegado a comprender: eso es el arte»
La historia del Retrato del artista adolescente es una historia de maduración; o sea de desengaño, lucidez y liberación. James Joyce decidió que Irlanda era demasiado pequeña para él y recorrió Europa buscando experiencia —que es una forma de buscar libertad—. Eso le llevó a París, claro. Pero conforme ganaba esa ansiada experiencia perdía vista y salud. A su agitada vida espiritual no parecía bastarle la escritura y probó apaciguarla con el alcohol. La tristeza y la locura le fueron tendiendo un cerco cada vez más estrecho, y finalmente murió en Zurich cuando la II Guerra Mundial ya se había apoderado de Europa. La historia de Stephen se detiene mucho antes, con las ilusiones del que cree que ahí fuera están las respuestas, con la esperanza de encontrar un objeto, una vida, que esté a la altura de sus anhelos, con la hostilidad que todo adolescente muestra ante la convención y la hipocresía:
«—Mira, Cranly —dijo— Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia»
Hablando de adolescencia y de libros, no sé qué hubiera sido de la mía sin Alianza editorial, sin ese fondo sobre el que por momentos creo que se asienta la mejor educación sentimental de este país (allá donde se encuentre). De un tiempo a esta parte están reeditando sus títulos de bolsillo con un nuevo y agradecido formato que vuelve a poner de actualidad clásicos inmortales. Además de agradecer esta labor de alfabetización —iba a escribir «Ilustración», pero tampoco conviene exagerar—, a esta editorial hay que reconocerle cierta audacia, pues, además de Joyce, no dudan en poner en circulación otros autores igualmente difíciles como es el caso de la mencionada Virginia Woolf (posiblemente una de las mentes más lúcidas de su tiempo). No será la última vez que hablemos de ellos.
Retrato del artista adolescente
- Retrato del artista adolescente
- James Joyce
- Dámaso Alonso
- 351 páginas
- Alianza editorial
- 2012
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