Sukkwan Island es una novela portentosa, que nos golpea en el estómago y nos deja arrodillados en el suelo. En realidad, no habría que decir más si quisiéramos que esto fuera un trending topic, pero el formato del artículo exige otros detalles, aunque ya esté todo dicho.
A David Vann se le ha comparado con Cormac McCarthy, y esto sería lo máximo que se le podría decir a una primera novela, pero es que Vann no sólo es el sucesor natural de McCarthy. Es mucho más. Es su alumno aventajado.
En Sukkwan Island el lector encontrará la tradición más auténtica de los Estados Unidos, la de la escritura creada durante el periodo de los pioneros, la de aquéllos que retrataron ese nuevo país aún inhóspito, la de un Fenimore Cooper, un London, un Curwood, y eso sólo como base de lo que es propiamente la narrativa de aventuras estadounidense. Luego está el trasfondo profundo de Thoreau y su Walden, la auténtica filosofía que nos ha legado Estados Unidos (que no es otra cosa que la aplicación real de las teorías de Rosseau en su Emilio) junto con su De la desobediencia civil (aquí otra vez Rosseau en El contrato social).
Porque Sukkwan Island es un Walden existencial, la transmutación de lo natural, de los bosques, del hombre volviendo a la tierra en su expresión más desencantada. Porque ya no nos las vemos con el hombre regresando a lo natural, sino con el hombre volviendo al hombre, a su parte animal y, por lo tanto, más terrible. Y también al hombre frente al espejo, reconociendo en él oscuridades que obviaría de estar en el atrezzo de la apariencia y la máscara de cualquier urbe, que obviaría en cualquier hoguera de vanidades por la sencilla razón de que el hombre auténtico (nuestra idiosincrasia animal) se esconde en el entramado social que ha urdido la civilización.
Si en Walden el hombre se entrega a la naturaleza para recuperar la inocencia perdida, en Sukkwan Island el hombre se desnuda y vomita todo el veneno de la ciudad, la herida mortal que ya parece incurable.
Así mismo a Vann se le ha comparado con Hemingway, pero aquél no escribe de la misma forma expresionista, sino que su estilo es un cincel lleno de poética que se recrea en cada detalle de la naturaleza. Y aquí también vemos esa tradición continuada por Jim Dodge en JOP sin el tono lisérgico del realismo mágico, porque éste tiene ecos de la generación Beat, y Vann salta por encima de todo eso y soslaya esa fase narrativa de la droga y la suciedad para acercarnos a la auténtica tradición estadounidense desde el prisma del siglo XXI. Casi, casi lo que ha venido haciendo McCarthy, con la salvedad de que McCarthy no nos lleva hasta el siglo XXI, sólo se queda a las puertas al haber seguido el mismo periplo de la tradición estadounidense pero llegando hasta Faulkner, por mucho que su The Road sea una novela de anticipación o postapocalíptica.
También se ha hablado sobre ese diálogo mantenido entre el padre y el hijo en The Road porque en la novela de Vann asistimos a una semejante circunstancia de personajes frente a la supervivencia, pero fragmentando los puntos de vista, como si el hijo de Frank Bascombe (el inolvidable personaje creado por Richard Ford en su tríptico literario con el telón de la moral estadounidense de fondo) hiciera una radiografía de su padre cuando éste pierde su condición de padre y se convierte en lo que es: un hombre abandonado por las circunstancias, un hombre solo. En la segunda parte del libro se invierten los papeles y la óptica (el prisma desde el que se mira la narración) da un giro de 180 grados. Es una cuestión argumental, como comprobará el lector cuando se enfrente a la novela de Vann.
Cuando uno habla de Sukkwan Island se puede incurrir en el famoso spoiler, destripar el argumento con un simple comentario.
Para quitarnos los miedos y los complejos, nos bastaría con recurrir a la biografía de Vann. Quién es y qué ha venido haciendo. Sobre él decir sólo que nació en 1966 en Eleutian Island, en Alaska, que es un experto marino (es capitán), hace barcos y le gusta navegar en arriesgadas travesías. Y en su vida ha visto asesinatos y suicidios. En su familia suman cinco suicidios. Uno de ellos fue el de su padre.
La historia se resume en lo siguiente: Vann tenía trece años cuando su padre le propuso pasar una temporada con él en una cabaña, aislados de todo. Él le dijo que no, y dos semanas después, su padre se suicidó.
Esa culpabilidad la arrastró Vann hasta que intentó desahogarse primero con un libro de relatos, Leyenda de un suicida, y después encarando el asunto en Sukkwan Island. Y Vann se pregunta: “¿Y si hubiera dicho “sí” en lugar de “no”?”.
Y aquí surge la novela, una catarsis del mismo modo que pudo serlo Breviario de podredumbre para Cioran, con la misma intención, quitarse los miedos y evitar el suicidio. O como pudo serlo La invención de la soledad de Paul Auster sin su cursilería exagerada.
Se viene diciendo que la escritura tiene mucho de terapéutico, que uno primero suelta lastre, se desahoga, que después imita a sus autores favoritos, luego recrea su propio mundo y, más tarde, regresa al principio, en un círculo perfecto que sólo completan los tocados por la genialidad.
Vann ha hecho este periplo de la creación con su primera novela, ha pasado por todos los estadios y nos ha ofrecido una novela desgarradora que cautiva desde la primera página, demostrándonos que la buena literatura se construye a través de la experiencia.
Hay escritores que quieren hacernos creer que la literatura ha muerto. No quiero dar nombres, pero uno ya se imagina a quiénes me refiero.
La gran literatura está hecha de vida y viajes. Lo demás, no es literatura, sino negación de ella, incapacidad de crear por falta de experiencia o por desánimo.
Herman Melville profetizó este tipo de antiliteratura hablándonos sobre la negación en Bartleby el escribiente, la ausencia de un camino que seguir. Lo que no se entiende es que haya escritores que hayan hecho de este desánimo una forma de seguir por la senda de la literatura (aunque tal vez sólo sea eso, otro de los posibles caminos que bebe más del ensayo de la Ilustración que de la novela propiamente dicha). Y me parece bien siempre y cuando no se quiera generalizar el propio desánimo del escritor con la literatura en general.
Melville nos hablaba de él mismo, quizás del hastío que le paralizaba y de la decepción de no verse reconocido, de ahí el propio autor cayera en el silencio y no volviera a publicar nada durante el resto de sus treinta y cuatro años de vida.
Los últimos grandes de la literatura, pasando por McCarthy o Bolaño, nos hablan de vida, de iniciación, de búsqueda del yo a través de la experiencia. Porque la literatura se sostiene de eso, y la prueba de que la novela no desaparecerá es que cada experiencia es particular (aunque no haya nada nuevo bajo el sol). Éstos son escritores que han vivido y han reinterpretado su experiencia a través del crisol de la narrativa.
Si alguien no ha vivido lo suficiente, aunque se haya esmerado intentando emular a sus escritores favoritos (en pos de un París o un Dublín literario), poco nos puede enseñar, a no ser que se limite a hacer exégesis de sus autores favoritos, como un erudito que ha pasado horas encerrado en una biblioteca y después nos quiere deslumbrar con sus conocimientos. Pero ¿y la vida? ¿Y la experiencia? Ahí está la literatura, y lo demás es imaginación o falta de ella.
Sukkwan Island es eso: experiencia en su máxima expresión. Nuevo Génesis de un camino ya trillado y conocido pero que el poder de la literatura convierte en algo único e irrepetible, como la vida misma:
El mundo era al principio un gran campo, y la Tierra era plana. Y todas las bestias vagaban por el campo y no tenían nombre, y cada animal grande se comía al animal más pequeño, y nadie se sentía mal por eso. Después vino el hombre, y llegó, encorvado, peludo, estúpido y débil, a los confines de la Tierra y se multiplicó, y mientras esperaba se volvió tan numeroso y retorcido y asesino que los confines de la Tierra empezaron a combarse. Los confines se doblaron y se curvaron lentamente, hombres, mujeres y niños se apelotonaban unos encima de otros para permanecer en el mundo y agarraban la piel de la espalda de los demás al escalar hasta que finalmente todos los hombres estaban desnudos y despojados y tenían frío y eran asesinos y se aferraban al confín del mundo.
por Jorge de Barnola
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