A veces conviene leer los libros hasta el final. Desde luego no es algo que haya que hacer siempre: nuestro tiempo es limitado y nuestro humor voluble. Así es la vida, supongo. El caso es que de Libros del Asteroide me suelo fiar. Al fin y al cabo, esta editorial trajo al lector en lengua castellana Los vagabundos de la cosecha de John Steinbeck junto con las fabulosas fotos de Dorothea Lange. Yo, desde entonces, procuro estar atento a lo que hacen. En esta ocasión nos presentan una nueva traducción (existía ya una en el sello Seix Barral) de Ironweed (Tallo de hierro), de William Kennedy.
Pero además del crédito que me merecen los editores, este Tallo de hierro viene avalado nada menos que por Saul Bellow (uno de los escritores contemporáneos de mayor finura intelectual). En definitiva: que no tenía más remedio que leerlo. La cosa no empezó bien, las páginas se sucedían y aquello no me terminaba de convencer. Vamos, que no me atrapaba.
Se trata de una novela publicada en 1983 pero ambientada en los años treinta del pasado siglo. La acción ―no demasiada, por cierto― transcurre en Albany (la capital del estado de Nueva York). Concretamente asistimos al día a día de un mendigo, a los cálculos y operaciones de todo tipo que ha de llevar a cabo para poder subsistir una jornada más. Tallo de hierro fue galardonado con el premio Pulitzer en 1984, un premio de clara orientación periodística, pero que también distingue obras literarias y musicales centradas en algún aspecto de la vida norteamericana. En este sentido, la elección de esta obra parece especialmente acertada pues posee un indudable valor documental: nos presenta las conversaciones, los sistemas de valores, los modos de pensar de esos miembros de nuestra especie a los que, por pura supervivencia anímica, en un sentido u otro tendemos a ignorar en nuestro devenir cotidiano. Tallo de hierro es un catálogo descarnado de la vida en la calle. Puestos a imaginar una etiqueta que defina su estilo —a veces la crítica también consiste en eso—, propondríamos la de “realismo trastornado”. En este mundo que William Kennedy dibuja para nosotros conviven los vivos y los muertos, los fantasmas de la memoria pululan por estas existencias devastadas alternando con seres que sufren y sangran. La mitología se funde con el alcohol, el desencanto y la podredumbre.
Muy triste. Un libro ―una situación, una vida― muy triste. Estaba leyendo una novela escrita con cierta pericia, con el exotismo de esa fotografía un tanto alucinada pero en la que no veía una fuerza vinculante. Me recordaba a cuando Ken Loach se equivoca y factura esas películas tan tristes, tan “sociales” y tan condenadamente aburridas. Digámoslo una vez más: la tristeza no es un valor absoluto que justifique nada. Que algo sea triste significa sólo eso: que es triste. No quiere decir que sea más profundo, más interesante o más digno. En esas estaba: a punto de dejar de lado este Tallo de hierro y dedicarme a otra cosa. Pero por alguna razón que ahora no acierto a recordar (¿alguna descripción especialmente atinada?) seguí leyendo.
En ese punto, hacia la mitad del libro, algo cambia. O, al menos, eso me pareció. El pasado gana mucho terreno al presente ―a ese presente desdichado y miserable de los protagonistas― y nos permite asomarnos a sus sueños, a las esperanzas que albergaban, a la magia que tenían (y la tenían: jugando al beisbol o haciendo música). En fin, a los distintos encuentros con el amor y el destino, a cuando no habían bajado los puños y se rebelaban contra el absurdo en que a veces consiste la vida y el mundo.
Insisto, no es que en esas páginas sucedan cosas nuevas y que la historia experimente algún giro inesperado que dé sentido a lo precedente. Simplemente contribuyen a iluminar algo la historia de estos juguetes rotos, nos confirman una sospecha que en no pocas ocasiones habremos atisbado: ellos son como nosotros. Estas sombras cargadas de harapos, vencidas por el tiempo, la bebida, la violencia y la locura en algún momento fueron como nosotros. Total, que tuve que acabarme el libro. Y es verdad lo que sugieren algunas reseñas y la introducción: hay algo trágico y a la vez heroico en todo esto ―que son formas de decir que hay algo irlandés―, algo que interesa y engancha. El amor, ya lo he dicho antes, hace su aparición con toda su pureza y, por un momento, sentimos la posibilidad de redención. Gracias a ello, la novela gana peso y me atrevería a decir que grandeza. El final, si lo hay, es triste e incierto pero deja un sabor de boca algo menos amargo.
Las comparaciones con Steinbeck (que alguna he leído por ahí), concretamente con la inolvidable Las uvas de la ira, no me parecen adecuadas. Es más, despistan. Ambas obras se mueven en un contexto histórico-geográfico próximo, sí. Retratan la dureza de aquellos años en los Estados Unidos de América, también. Pero poco más. Tallo de hierro no está al mismo nivel que aquella obra (por otra parte, pocas lo están: la prosa del primer capítulo de Las uvas de la ira es de una altura sobrenatural, bíblica) y su clima emocional es muy otro. Pero el libro de William Kennedy es bueno. Triste pero bueno. Y tengo que decir que hay alguna página verdaderamente magistral. No queda más remedio que seguir mirando de reojo a Libros del Asteroide; cuentan con algo no demasiado frecuente: criterio.
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