Han colaborado en este número: Jorge de Barnola, Roberto Bartual, Miguel Carreira, David García, Frédéreric Kaplan, Miguel Ángel Mala, Paz Olivares, David Sánchez Usanos y Stefano Scalich
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Este número está dedicado a la memoria de Samuel Dashiell Hammett.
Escritor.
(1894-1951)
Como este es el primer número de Factor-Crítico parece conveniente empezar por un saludo que valga, a la vez, como justificación. Vivimos en un mundo saturado de información y no está de más justificar, tanto para nosotros mismos como para los demás, la aparición de una nueva publicación en medio de un incendio de opiniones, de páginas, revistas, blogs, etc… que crece cada día, quizás no siempre con el orden o el valor que a todos nos gustaría.
Hay dos justificaciones para que estemos hoy aquí, una de corto alcance y otra algo más ambiciosa, al menos en lo temporal. Empezaremos por aquella, porque no necesita demasiado espacio y porque es muy simple: Samuel Dashiell Hammett.
A corto plazo, este número de Hammett con el que saludamos la llegada de En Estado Crítico nos parece que justifica de por sí el trabajo que implica poner en marcha una nueva cabecera, porque con él colaboramos a la hora de rendir un homenaje a una de las figuras más destacables de la literatura del S XX. Samuel Dashiell Hammett fue un escritor del que, como escribió Chandler, importa sobre todo su capacidad de escribir páginas memorables. Eso es lo que cuenta de Hammett, lo que quedará para siempre: sus libros, los diálogos brillantes y ásperos entre tipos que no duermen, ni comen, salvo circunstancias excepcionales, la invención de un nuevo tipo de novela.
Los libros se defienden solos,no necesitan de nuestra ayuda. Aquí lo que haremos será añadir nuestro aporte en su difusión y en su defensa. La crítica intenta acercarse al objeto, pero siempre lo hace desde una posición de inferioridad, hablando de todo aquello que nunca llegará a ser tan importante como la propia obra, pero puede ayudar a entenderla, a reivindicarla, a leerla de formas distintas y hasta a descolgarse en un discurso propio que, con un pié en el sólido continente del elemento a tratar (sea un libro, una película o una fotografía), se asome a la libertad de un texto independiente.
Dashiell Hammett murió en 1961. En el año 2011 se cumplieron cincuenta años de su muerte. Sin embargo, el aniversario de su fallecimiento no sirvió para reivindicar su figura ni para acercarse de nuevo a sus libros. No tenemos noticia de ningún esfuerzo crítico sobre la obra de Hammett en lengua castellana como el que ponemos aquí a disposición del público. Por eso Factor Crítico queda justificado, al menos para nosotros y esperamos que también para el público, como el homenaje justo a un escritor que no solo puso la primera piedra -quizás también la más importante– del género más representativo del S XX, sino que, a lo largo de su vida, mantuvo una actitud íntegra que resulta reconfortante.
Cualquiera que se haya asomado a la historia de la literatura sabrá que los grandes escritores no tienen por qué ser ejemplos morales válidos, es más, a menudo sucede justo lo contrario. No vamos a trazar aquí una hagiografía de Hammett. No tendría sentido, ni sería coherente con lo que nos interesa del discurso crítico. Pero supone una alegría -que no tiene nada que ver con lo literario, y seguramente sea mucho más importante que eso– escribir sobre quien, con todas sus sombras, supuso un modelo de rectitud y fidelidad a sus propias creencias. Hammett creía en la igualdad de los hombres, y luchó por los derechos civiles y la igualdad racial. Creía posible una sociedad más igualitaria, y eso lo llevó a militar en el partido comunista y a entregar su dinero a una causa, incluso cuando, en la época de la caza de brujas, su coherencia lo arrastró a una guerra que sabía que no podía ganar. Hammett participó en dos Guerras Mundiales por convicción; entró y salió de la carcel por convicción y escribió con la convicción de quien no solo cree en las causas que cree justas, sino que ha luchado por ellas.
Entonces, es por esto, por el hombre y por el literato, que es justo recordar a Samuel Dashiell Hammett, y es por esto que haber podido escribir este número que lo recuerda nos parece, de por sí, una justificación para la existencia de Factor crítico.
Pero hay otra razón, una razón, digamos, de alcance más largo, aunque tal vez no sea la expresión adecuada. Se trata de una razón que quiere justificar la revista más allá de uno, dos, tres números, la justificación transversal. A la postre, el esqueleto que soporta nuestra nueva existencia. Creemos que hay una forma de hacer crítica que no está siendo suficientemente explotada. Una forma de hacer crítica que anticipábamos antes, pero que ahora vamos a intentar definir más claramente, aunque a veces tengamos que caer en la definición por negación, porque esa forma de crítica es, y quién sabe por cuánto tiempo seguirá siéndolo, un horizonte que no presumiremos de haber alcanzado, pero que sí presumimos de perseguirlo y de creerlo necesario.
Hay una forma de crítica que no se enreda en los vicios académicos y no intenta transformar la crítica en un juego de correspondencias que ajuste los textos a formas preconcebidas y ajenas. Leer un texto no implica resolver una ecuación cuyo resultado se conoce de antemano y criticar un texto no supone desplegar un catálogo de recursos, más o menos ingeniosos, para desvelar el valor de las incógnitas de esa ecuación. La crítica no debe ser ajena al texto, y tampoco su remedo.
Si la crítica olvida al texto, no es crítica, si no es capaz de desprenderse de él, tampoco lo es. Hay una crítica que no es un mero resumen de libros ni una recopilación de datos o anécdotas sobre el autor. Hay una crítica que no es servil. Que desconfía de aquella opinión de Lázaro de Tormes de que en todos los libros hay algo bueno. Hay una crítica que no es política, que no se utiliza como peana para las opiniones propias, pero que tampoco renuncia del todo a serlo, que no se esconde de la responsabilidad que debería haber en cada palabra escrita.
Hay una crítica que no se puede definir con exactitud, porque definir es limitar y, entre sus atributos esenciales, se cuenta el de la exploración de sus propios límites. El día que el dibujo de esos límites esté acabado la crítica no tendrá sentido, pero tampoco el dibujo que ha alcanzado, que no será el de su propio rostro, sino el del objeto que la ocasiona. El camino a esa crítica es lo que pretendemos, es lo que nos justifica y es a donde viajamos desde este mismo momento.
Para conseguir este objetivo Factor Crítico se organiza según el esquema que creemos más adecuado. Factor Crítico es un proyecto doble. Por una parte es una publicación bimensual que estará dedicada de forma mayoritaria -aunque no absoluta– a un tema concreto. Por otra parte es una página web, en la que se tratan, de forma más ágil aquello que nos parece más relevante de la actualidad cultural en cada momento.
Para terminar, queremos agradecer al lector que haya llegado hasta aquí e invitarlo a acompañarnos. Para nosotros es un privilegio poder estar dedicados a este proyecto y saludar su nacimiento de la mano de Samuel Dashiell Hammett. Escritor y padre de la novela negra.
No tengo nada en contra de la novela negra. Lo único que a veces me molesta es la defensa a ultranza de su solidez. Parece que no se pueda hablar mal de la novela negra. Bueno, sí. Amparándonos en una mezcla de esnobismo y elitismo cultural puede que estemos autorizados a criticar a Stieg Larsson o a todo ese tropel escandinavo. Son más o menos contemporáneos y están de moda: no pueden ser cultura.
Pero a mí hoy no me interesa reprobar a ésos (quizá otro día, cuando los haya leído). Lo que considero que hay que hacer es desmontar la mitología que acompaña a los supuestamente grandes del asunto, los llamados clásicos. De Dashiell Hammett a Raymond Chandler, de Jim Thompson a James Ellroy o Patricia Highsmith, y me vale también el dichoso Camilleri. No son para tanto. Las descripciones suelen ser, en el mejor de los casos, correctas y hay cierto abuso del diálogo. Botellas vacías junto a camas desechas y despachos que huelen a humo. Lo que ocurre con la novela negra es que es demasiado fácil. Como toda manifestación de un género, la receta está servida: dosis de sexo, violencia y misoginia. Coqueteos con lo bajo de la condición humana y el sempiterno diagnóstico que habla de la fatalidad que preside el funcionamiento del mundo. Esos son sus mimbres. Pero es que esos llevan siendo los materiales de los que se ha nutrido la literatura desde su origen. La gracia consiste en ir más allá. He aquí la pobreza: la novela negra renuncia a ir más allá. Plantea situaciones muy cinematográficas pero absolutamente inverosímiles, frases cortantes que buscan más ser citadas que formar parte de algo parecido a una conversación.
Hipótesis de lectura: los diálogos de la novela negra tienen mucho de comedia de situación. Así nos va.
Lo diré de un modo más simple: la novela negra es un género adolescente, próximo a la literatura infantil. Como AC/DC en la música, vamos. No hay problema, muchos empezamos en esto del rock and roll con AC/DC. Pero se trata de eso, de un comienzo, de un punto desde el que empezar y del que alejarse. Porque si no todo acaba siendo un poco patético. Lo difícil de novelar es lo cotidiano, lo que hay detrás de trabajar de nueve a siete, coger el metro y sumer girse en esa procesión de almas fúnebres, sacar adelantedías sin gloria, sobrevivir a la absoluta falta de genio y tener un superior manifiestamente más tonto que tú. Ahí es donde reside el mérito. Hablar de héroes es hacer literatura para niños (casi no debería ser necesario señalar que el anti-héroe, una de las máscaras más frecuentes del protagonista del género que nos ocupa, es también una de las figuras del héroe).
Ojo, que tiene que haber de todo. Pero llamemos a las cosas por su nombre. Apostar por esta literatura de evasión, de fórmula rígida y cuyas vivencias jamás serán las de los lectores se parece mucho a escribir —o consumir— libros de caballerías. Y eso tiene sus peligros: lastra la memoria, enturbia el entendimiento y confunde la voluntad. El Quijote, ya saben. (Otro día habría que hablar también de Cervantes y de por qué demonios su obra magna debería haberse quedado en ciento cincuenta páginas.)
Se podría decir que el cine se ha portado especialmente bien con Dashiell Hammett, o por lo menos mucho mejor que con contemporáneos suyos como Ernest Hemingway o William Faulkner, cuyos nombres eran considerados por los productores de su momento como una garantía de prestigio literario muy superior a la que ofrecía el escritor de Baltimore. Las excepcionales El halcón maltés y El hombre delgado podrían haber bastado para dejar a Hammett satisfecho; aunque tampoco le hubiera molestado saber que, bastantes años más tarde, los hermanos Coen firmarían otra de las obras cumbres del cine negro, Miller’s Crossing, utilizando elementos de dos de sus novelas; o que su primera obra, Cosecha roja, sería la fuente de inspiración de dos tótems del western y del cine de samuráis: La muerte tenía un precio y Yojimbo.
Pero tal vez la mejor manera de empezar este recorrido por el legado cinematográfico de Hammett sea abordar directamente su novela más conocida, El halcón maltés, cuya tremenda popularidad le valió ser adaptada nada menos que dos veces antes de que John Huston filmara su versión definitiva en 1941. La segunda versión, filmada en 1935, recibió el título de Satan Met a Lady en un intento de colarle de matute al espectador otra vez la misma historia. Su co-protagonista, Bette Davis, la calificó como “el mayor bodrio que he hecho en mi vida”. El primer Halcón maltés fue dirigido por Roy de Ruth en 1931 poco después de publicarse la novela, y aunque su calidad es mucho mayor que la de la segunda versión, al ser vista hoy en día, provoca un considerable efecto de extrañeza, tal vez porque es inevitable comparar la manera de entender los personajes que tiene De Ruth con la de Huston.
Sam Spade es el detective hardboiled por excelencia, lo que se dice un tipo duro; sin embargo, en esta primera versión, al Spade que interpreta Ricardo Cortez, le faltan unos cuantos de esos hervores que dan nombre al género literario que institucionalizó Hammett. Cortez parece poco más que un maniquí con una perpetua y luciferina sonrisa grapada a la cara, una manera de advertir al espectador en contra de su moral, una moral de cuya ambigüedad Bogart supo hacer dudar a sus contemporáneos con signos mucho más sutiles como ese pasarse el dedo por los labios o por su manera de fumar un cigarrillo. No hay que reprochárselo demasiado a De Ruth: eran los comienzos del cine sonoro y algunos de los gestos estandarizados del cine mudo aún sobrevivían en la pantalla aunque hubieran dejado de ser necesarios. Quizá hoy el único interés que conserva el Halcón del 31 son sus inocentes picardías eróticas. Al ser anterior al código Hays, De Ruth se pudo permitir en este sentido una libertad típica de las portadas de las revistas pulp donde Hammett publicaba sus relatos. Mientras que la Bridig O’Shaugnessy de Huston extrae un fajo de dólares del bolsillo de una recatadísima bata, en la versión de De Ruth, Brigid no tiene reparos en levantarse la falda para mostrarnos cómo guarda sus billetes prendidos bajo la liga.
Resulta un ejercicio provechoso comparar la película de Huston con esta primera versión pues se pueden extraer lecciones interesantes sobre el buen hacer cinematográfico. El primer Halcón resulta a ratos exasperante por esa tendencia a lo teatral que tenían muchas de las primeras películas del sonoro; no sólo porque la mayoría de sus encuadres sean frontales y simétricos (es decir, el encuadre de visión típico de un espectador centrado en el patio de butacas), sino también porque De Ruth no se molesta en cortar esos tiempos muertos inútiles que en teatro son siempre inevitables. Sam Spade llama por teléfono a su secretaria, vemos cómo ésta cuelga el auricular y se levanta de su silla, se dirige hacia el despacho de Sam, llama a la puerta, éste le dice que entre, ella entra, camina parsimoniosamente hacia el escritorio de Spade y le pregunta qué se le ofrece. Quizá todo esto tenga sentido en una película de Antonioni, pero no en una de Hammett. Huston lo supo comprender a la perfección y en su Halcón maltés va al grano desde la primera línea de diálogo. Un plano del Golden Gate y otros de la ciudad de San Francisco sitúan rápidamente la acción, una ventana con el rótulo “Spade y Archer, Detectives” nos colocan en el género apropiado, la imagen de Humphrey Bogart liándose un cigarrillo presenta al personaje principal, y cuando oímos el sonido de una puerta que se abre y escuchamos a Bogart decir: “¿Qué hay nena?”, no nos queda duda de que va a hacer sufrir a más de una mujer a lo largo de toda la película. A Huston le han bastado cuatro o cinco planos para reducir el metraje de le escena descrita anteriormente, presentar a los dos personajes que dan comienzo al relato, e incluso se las ha ingeniado para hacer una breve descripción del carácter de Spade. En este sentido, El halcón maltés es sin duda la adaptación más fiel al estilo de Hammett, un autor que no escribía ni una sola línea que no contuviera información útil.
Si hay algo que caracteriza a los protagonistas del escritor de Baltimore es que saben cómo ocultarle al lector sus pensamientos (y no digamos ya sus sentimientos). Y nadie mejor que Bogart en eso de esconder lo que le ronda a uno por la cabeza. Su único problema era que tenía el formidable talento de interpretar a un único personaje: a sí mismo, lo cual marcó para siempre la percepción que tenemos no sólo del héroe hammetiano, sino también la del propio Hammett. En la magnífica Julia de Fred Zinnermann, adaptación de una falsa auto-biografía de Lillian Hellman, la compañera de Hammett, es fácil identificar algunos bogarismos en la interpretación que Jason Robards
hace del escritor: su manera de apoyarse en una farola, de fumar un cigarrillo e incluso su lacónica forma de criticar el libreto que acaba de escribir su amante Hellmann, recuerdan poderosamente las maneras del protagonista de El halcón maltés. Y sin embargo la influencia de Bogart sobre Hammett dista mucho de ser perjudicial porque, si algo supieron entender el actor protagonista y el director de El halcón maltés, fue su sentido del humor, totalmente ausente de ese fiasco cinematográfico que fue el Hammett de Wim Wenders.
Aunque a primera vista pueda pasar desapercibido, las novelas de Hammett están llenas de sentido del humor, aunque éste sea sumario como una sentencia y casi siempre subterráneo. Tiene que ver con lo que los anglosajones llaman tongue-in-cheek, reírse con la boca cerrada y la lengua apretada contra el carrillo. Es el sentido del humor del que sabe que es gracioso pero finge no serlo, no exento de una cierta chulería y de un elegante desdén por la existencia y que hacía que los protagonistas de Hammett se levantaran “a abrir la puerta sólo por mover las piernas”, consolar a una mujer rodeándola con el brazo y “haciendo sonidos, con un poco de suerte reconfortantes”, o a afirmar que tanto trabajo para resolver un crimen les hace “retrasarse en sus planes con el alcohol”. Algo que encajaba a la perfección con el carácter del equipo de El halcón maltés, haciendo que Huston rodara con ceremoniosa seriedad escenas como aquélla en la que Spade le parte la cara, desarma e inmoviliza a Joel Cairo sin derramar una sola ceniza del cigarrillo que se está fumando; algo que sólo un héroe de Hammett podría hacer sin resultar ridículo, o quizá también el Marlowe de Chandler si alguna vez hubiese podido dejar de hablar cuando pegaba una paliza a alguien o cuando se la pegaban a él.
Este sentido del humor está muy presente, aunque de una manera muy distinta, en la adaptación que W. S. Van Dyke hizo de The Thin Man, que en España se estrenó con el título de La cena de los acusados (esta versión, de 1934, parte de una idea a primera vista bastante absurda pero cuyo resultado final fue sorprendentemente eficaz: convertir una novela negra en una comedia screwball). En realidad la decisión del director, o de los productores, no andaba demasiado desencaminada. El hombre delgado es probablemente la novela más peculiar de Dashiell Hammett por varios motivos. Aunque todas sus novelas tienen elementos autobiográficos (el escritor de Baltimore trabajó como detective para la infame agencia Pinkerton antes de dedicarse a las letras), Hammett evitaba deliberadamente describir el pasado o el carácter de sus personajes para evitar algo que siempre odió en la literatura: la interpretación biográfico-psicoanalítica. Sin embargo, los modelos en los que está basada la pareja protagonista de El hombre delgado son muy fácilmente identificables.
Nick Charles, el protagonista de El hombre delgado, es un detective retirado que se dedica a vivir la buena vida después de haber contraído matrimonio con la incomparable Nora, una adinerada mujer bastante más joven que él, perteneciente a la alta burguesía. Hammett se encontraba entonces en una situación comparable. No sólo había empezado a disfrutar de los pingües beneficios que los derechos de sus novelas estaban dando, sino que también, igual que Nick, estaba a punto de abrazar el retiro, abandonando la escritura, o al menos la publicación. Lo que es más, desde hacía algunos años Hammett vivía con Lillian Hellmann, una escritora en ciernes acostumbrada a vivir, precisamente, en los mismos círculos que Nora. Al retratarse de manera menos elíptica a sí mismo, a su compañera y a los círculos sociales en los que se estaba empezando a mover, Hammett recurre más abiertamente que en el resto de sus novelas a su sentido del humor e incluso, en muchos momentos, a una ligera autoparodia, moderándola siempre, eso sí, con su lacónico estilo.
Lo que hizo Van Dyke fue hacer más evidente el humor que, ya de por sí, latía visiblemente en el texto de Hammett. De hecho, parte de la comicidad del texto reside en que los personajes femeninos parecen haberse confundido de novela, lo cual tiene efectos hilarantes, ya que su excéntrico carácter consigue reventar los clichés del género. Por ejemplo, Mimi Jorgensen, la mujer del acusado, es una mujer fatal no demasiado inteligente cuyas argucias nunca funcionan: es tan absolutamente previsible que los hombres a los que intenta engatusar siempre andan varios pasos por delante de ella; su hija, Dorothy Wynant es una muchacha alocada que irrumpe en escena siempre en el momento menos indicado, por lo general en uno de esos instantes en que el detective está explicando sus teorías sobre el caso, haciendo que el lector pierda el hilo de la trama. Nora Charles, quizá el mejor personaje femenino de Hammett, resulta ser el alma y motor secreto de la función: es ella quien, con su entusiasmo, anima a su marido a involucrarse en la investigación del crimen, haciéndole recordar sus viejos tiempos de detective. Años más tarde, Woody Allen homenajearía a Hammett con aquella burguesa aletargada que interpretaba Diane Keaton en Misterioso asesinato en Manhattan, que de repente recupera su vitalidad y su entusiasmo al producirse un asesinato en su vecindario.
Las extravagancias de la novela están también presentes en la película de Van Dyke, si bien quedan más centradas en la pareja protagonista, los eléctricos William Powell y Myrna Loy (la única pega que se le puede poner a la película es que los estrambóticos caracteres de Mimi y Dorothy fueron demasiado aligerados en el guión). Uno de los grandes aciertos de La cena de los acusados es su final, totalmente diferente al de la novela, y que en manos de otro director y otros guionistas hubiera resultado un auténtico desastre. La identidad del asesino, como revela imprudentemente el título español, se descubre en la película durante una de esas clásicas escenas popularizadas por Agatha Christie en las que el detective reúne a los sospechosos en torno a una mesa para emplear con ellos su poder deductivo y hacer que el culpable confiese. Fueron este tipo de escenas las que llevaron a Raymond Chandler a escribir el célebre ensayo El simple arte del asesinato en el que atacó furibundamente a Christie por la artificiosidad de sus tramas, mientras que alababa a Hammett por “devolver el asesinato a sus legítimos dueños; el tipo de personas que lo cometen por un motivo real, y no por el simple deseo de proporcionar un cadáver”. Los asesinos no suelen pertenecer a la alta sociedad, no matan con curare ni con venenos extraídos de peces tropicales; y, desde luego, nunca, nunca son invitados a cenar por los detectives. Sin embargo, dentro de la chifladura generalizada de La cena de los acusados, esta escena se convierte en una brillante parodia del cliché usado por Agatha Christie. Al contrario que un Poirot o una Miss Marple, el detective Nick Charles no tiene ni idea de quién ha cometido el asesinato y, en lugar de someter a los sospechosos a un agudo interrogatorio, lo único que hace es cenar tranquilamente, mientras que sus comensales, dejándose llevar por sus rencillas, se enfrentan unos con otros hasta que el asesino confiesa espontáneamente. Un burlón deus ex machina que acaba tirando por los suelos el absurdo concepto que la señora Christie tenía de la literatura policial.
Mientras el éxito de La cena de los acusados daba lugar a una larguísima saga con los mismos protagonistas pero con historias totalmente ajenas a Hammett, siguieron produciéndose en Hollywood nuevas adaptaciones de sus obras no demasiado memorables: una versión de La llave de cristal (1935) con George Raft de protagonista (quien, por cierto, estuvo a punto de interpretar a Sam Spade en lugar de Bogart); dos adaptaciones un cómic escrito por Hammett para los periódicos de William Randolph Hearst, Agente secreto X-9 (en 1937 y, luego, en forma de serial, en 1945); y alguna que otra película basada en sus relatos como Woman in the Dark (1934) y Mister Dynamite (1935). Durante este periodo, Hammett trabajaría en los libretos de numerosas películas, aunque su nombre sólo llegaría a aparecer en los créditos de Watch on the Rhine (1943), adaptación de una obra teatral de Lillian Hellmann.
Watch on the Rhine es un interesante ejemplo del cine de propaganda antinazi que Hollywood hizo en aquella época. El argumento es sencillo, pero efectivo. Un líder de la resistencia en el exilio se refugia en Estados Unidos, acompañado de su esposa y de sus hijos. Son acogidos por su suegra, pero al llegar a la casa se encuentran con una sorpresa: la madre también ha proporcionado alojamiento a otro exiliado alemán, un oscuro hombre de negocios que, al averiguar la identidad del resistente, trata de congraciarse con el partido nazi denunciando su presencia. Tal vez el aspecto mejor tratado de la película sea la progresiva toma de conciencia de la dueña de la casa sobre lo que es el nazismo al irse dando cuenta poco a poco de la naturaleza de las actividades de su yerno y cuñado, y de las intenciones de su pérfido invitado. Sin embargo, Watch on the Rhine cuenta con algunos de los diálogos menos característicos de Hammett, forzados por las necesidades retóricas de la película; la naturalidad del lenguaje oral típica de sus novelas desaparece a favor de otro tipo de lenguaje, más directo y persuasivo. Al fin y al cabo se trataba de convencer al espectador de la necesidad de entrar en guerra con Alemania, algo en lo que Hammett creía firmemente y, además, llegó a respaldarlo con hechos: un año antes del estreno de la película, el escritor, con 48 años, había falsificado sus informes médicos para ocultar su tuberculosis y poder alistarse en el ejército.
Lo de Hammett no fue un acceso emocional de patriotismo, sino una decisión fruto de largos años de compromiso político. Hammett sabía muy bien cómo funcionaba el mundo; lo descubrió cuando trabajaba como detective para la Pinkerton, agencia especializada en desmantelar sindicatos y actividades huelguistas, ya famosa desde finales del siglo XIX por su papel protagonista en la represión de los movimientos mineros. Trabajar como revienta huelgas para la Pinkerton, como hizo Hammett, era una de las mejores maneras de tomar conciencia de los métodos utilizados por la gente que maneja los hilos del poder para mantener al trabajador en su sitio. Y sabiendo que abandonó la Pinkerton para dedicarse a la escritura e ingresar en el Partido Comunista, no hace falta echarle mucha imaginación para adivinar la cantidad de barbaridades que debieron obligarle a hacer a Hammett cuando se infiltraba en una huelga. Según James Ellroy, mientras trabajaba para la Pinkerton, uno de sus clientes, la compañía minera Anaconda Copper, llegó a ofrecer a Hammett 5.000 dólares por liquidar a un líder sindical, un encargo que él, evidentemente, rechazó. Orson Welles dijo en cierta ocasión que el fascismo es simplemente lo que ocurre cuando la burguesía asume métodos gansteriles, y eso era precisamente lo que Hammett había visto en la Pinkerton, y lo que estaba viendo entonces en Alemania. Si se tiene en cuenta la trayectoria vital y moral de nuestro escritor, Watch on the Rhine adquiere la fuerza que tienen las palabras, aunque torpes, del que dice exactamente lo que hace. Cuando sus protagonistas hablan de la necesidad de luchar hasta la muerte si es necesario, no suena al tópico que habitualmente es, sino a algo dicho por una persona que estaba precisamente dispuesta a ello.
La última adaptación importante de una novela de Hammett es La llave de cristal en su versión de 1942, que sería llevada de nuevo a la pantalla por los hermanos Coen en una película, Miller’s Crossing (1990) o Muerte entre las flores en España, en la que a pesar de que el nombre de Hammett no figura en los créditos, resulta ser una de las adaptaciones más fieles de su obra, por lo menos en lo que respecta a su estilo y a su ética. La llave de cristal nos presenta a Paul Madvig, un gánster con aspiraciones políticas y una alta respetabilidad social que, un buen día, se convierte en el principal sospechoso del asesinato del hijo de un senador. La mano derecha de Paul, Ned Beaumont, se involucra en la investigación del crimen con el fin de probar la inocencia de su jefe. Sin embargo, en el transcurso de las pesquisas descubrirá que las cosas no están tan claras, pues los móviles del asesinato parecen apuntar justamente hacia Paul. Íntimo amigo del senador, Paul acaricia el deseo de casarse con su hija Janet, pero el hermano de ésta, al enterarse, se opone firmemente a la relación; y para complicar aún más las cosas, resulta que el hijo del senador está además liado con la hija adolescente de Paul, la cual cree firmemente en la culpabilidad de su padre. A esto hay que sumar que la hija del senador acaba enamorándose de Beaumont, y éste de ella, por lo que la mayor parte de las veces es difícil saber si Beaumont está actuando en beneficio de Paul o en el suyo propio. Pese a lo complejo de su argumento, La llave de cristal se basa en una premisa sencilla: retratar la amistad existente entre Paul y Ned, con toda la ambigüedad que una relación humana puede tener, sobre todo si ésta está basada en el dinero y en poder.
Aunque la película del 42, dirigida por Stuart Heisler y protagonizada por Alan Ladd y Veronica Lake, es un film excelente si lo tomamos en sus propios términos, cierto es también que plantea ciertos problemas en cuanto que adaptación de la novela de Hammett. De entre todas sus obras, La llave de cristal era la preferida de Hammett y no es difícil adivinar por qué. En ella no solo alcanza la máxima expresión formal de su estilo, basado en una objetividad descriptiva totalmente espartana, sino que es además una de las novelas estadounidenses que se ajustan con mayor perfección al modelo narrativo que por aquella época estaba empezando a hacer famoso a Hemingway, el del narrador cero. Al contrario de lo que ocurre en una novela tradicional, el narrador cero nunca permite que sus opiniones y sus juicios se inmiscuyan en la historia que está contando; el lector sólo puede saber lo que piensan el narrador y el resto de personajes por lo que dicen o por lo que hacen, es decir, por los rasgos superficiales de la acción. La psicología de los personajes queda totalmente fuera de la narración, escondida bajo las palabras y los gestos con los que enmascaran sus deseos y emociones. Para ello, Hammett asume en La llave de cristal, como en todas sus novelas, un punto de vista fijo, el del investigador; en este caso, el matón Ned Beaumont. Sin embargo, en lugar de respetar esta regla, a la que sí se atuvo firmemente John Huston, Stuart Heisler rompe con frecuencia la perspectiva fija de la narración, haciendo que el espectador contemple escenas en las que no está presente Beaumont.
A pesar de que el argumento de Muerte entre las flores es muy distinto del de la novela y la película de Heisler, mantiene la premisa principal de la relación entre gánster y matón, patrón y empleado, interpretados aquí por Albert Finney y Gabriel Byrne. La película de los Coen se separa de La llave de cristal en dos puntos. En primer lugar, no muere el hijo de ningún político; y en segundo, a mitad de la película Byrne se pasa al bando contrario a su jefe, adoptando el mismo rol que tiene el agente de la Continental en Cosecha roja como instigador de una guerra entre bandas. Al contrario que Heisler, los Coen siguen a Byrne con la cámara durante todo el metraje de la película, haciendo que el espectador sea consciente de que todo lo que está viendo es a través de los ojos de Byrne, y de que las imágenes, cuando provienen desde una única fuente, pueden mentir tanto como las palabras que son pronunciadas por una sola boca. El personaje de Byrne en Muerte entre las flores tiene toda la ambigüedad que posee Ned Beaumont en la novela: nunca sabemos cuáles son sus verdaderas intenciones. ¿Está traicionando Byrne a su jefe cuando se pasa al bando contrario, o lo hace precisamente para acabar con la competencia desde dentro? Cuando perdona la vida a John Turturro, el hermano de la novia del jefe, ¿lo hace porque está enamorado de ella, o porque en ese momento le resulta conveniente desde un punto de vista estratégico? Aquí los Coen están siguiendo a Hammett al pie de la letra: no es sólo que al espectador le sea imposible dar respuesta a estas preguntas, es que ni siquiera el protagonista puede. En una escena de la película, la novia del jefe y amante del protagonista, le reprocha: “Siempre tienes que tomar el camino más largo para conseguir lo que quieres”. Él le contesta: “¿Y qué es lo que quiero?”. “Me quieres a mí”, dice ella, dando tono de afirmación a algo que es en realidad una pregunta. Byrne le escucha mientras contempla el suelo vacío. No tiene respuesta para eso.
El protagonista de Muerte entre las flores representa, aunque a su modo, tan bien como Bogart la ética de los personajes de Hammett, a la que Miguel Carreira ha denominado una ética del presente, pues muy a menudo no tiene en consideración las consecuencias futuras que podrán tener sus actos. Al carecer de deseos, el “querer algo o a alguien” no se manifiesta como un proyecto, y por lo tanto, el futuro deja de tener peso para el personaje. Beaumont y Spade simplemente reaccionan a los acontecimientos que se producen a su alrededor, en ocasiones tratando de sacar beneficio de ello, cierto es, pero respondiendo también otras veces en función de ciertos principios morales que se manifiestan de manera repentina, cosa que suele ocurrir cuando el protagonista pierde la paciencia, harto de que la gente que le rodea, gángsters, policías o ricachones, le utilice de una manera u otra. Más o menos lo mismo que le ocurrió a Hammett con la Pinkerton. La literatura de Hammett es, ante todo, pesimista. Parece como si lo único a lo que sus protagonistas pueden agarrarse es a esos ocasionales principios morales. Y sin embargo, en obras como La llave de cristal, circula una corriente subterránea profundamente humana. En la última escena de la novela, después de haber probado la inocencia de su jefe, Beaumont le confiesa que está enamorado de su chica, allí presente. Con el rostro lívido y casi sin poder articular palabra, Madvig sale de la habitación deseándoles suerte con un murmullo apenas audible. Cuando Janet y Ned se quedan solos éste se le queda mirando, pero Ned no le devuelve la mirada: no puede separar sus ojos del quicio de la puerta entreabierta por la que acaba de salir para siempre su mejor amigo.
Para Slavoj Žižek este gesto final de Ned con el que se cierra el libro es síntoma de una característica fundamental de los protagonistas de Hammett: su condición de sujetos vacíos o, como él lo denomina, “sujetos en blanco”. Al traicionar el mandato del padre (aquí, Paul; en el caso de Hammett, la Pinkerton), Ned renuncia al mundo simbólico que hasta ese momento había dado sentido a su vida (las reglas de la mafia y los juegos de poder), perdiendo asimismo el sostén de su personalidad, convirtiéndose en una pizarra en blanco a la espera de que nuevos códigos de conducta, nuevos deseos y mandatos simbólicos sean inscritos en ella. ¿Pero cuáles? Difícilmente los de la alta burguesía a la que pertenece Janet, como prueba el hecho de que no le devuelva la mirada. La búsqueda a la que están entregados los protagonistas de Hammett no es solo la del asesino, sino la de unos valores morales propios que puedan sustituir los impuestos desde fuera. En esta búsqueda reside la profunda aunque soterrada humanidad de las novelas de Hammett y quizá constituya también el único punto en que Muerte entre las flores se separa considerablemente de La llave de cristal. En la última escena de la película de los Coen, Gabriel Byrne pierde a la chica, pero aún así renuncia igual que Ned a seguir trabajando para su jefe. Se produce entonces el mismo juego de miradas que en la novela. Albert Finney se marcha dando la espalda a Byrne, éste se baja el ala del sombrero con uno de esos gestos simbólicos típicos de los Coen que en realidad no significan nada, y levanta el mentón para mirar cómo Finney desaparece a lo lejos, su mirada fija en los árboles que su antiguo jefe va dejando atrás. Su mirada está tan vacía como la que tenía cuando ella le preguntó si le quería. Lo que encierra dicha mirada, como el gesto del sombrero, es inescrutable. He aquí la diferencia fundamental entre Hammett y los Coen, entre el humanismo cínico del primero, y el profundo nihilismo de los segundos. La mirada que Ned lanza hacia la puerta, al contrario que la de Byrne, está preñada de significado. Aunque es también la mirada un hombre vacío, el hecho de que Ned, en lugar de mirarla a ella, se quede mirando la ausencia que ha dejado su amigo, constituye por lo menos la expresión de un preferencia. Efectivamente, Ned se ha convertido en un hombre sin deseo y sin referentes, y sin embargo es consciente de que el recuerdo de ese amigo tiene mucho más sentido que todo aquello que Janet pueda darle en un futuro. Aun los hombres vacíos de Hammett son capaces de albergar algún rastro de sentimiento en su interior.
Hammett, sin embargo, no fue tanto ese hombre que se queda mirando el vacío que deja aquello que ha perdido, sino más bien ese otro hombre que se marcha dándole la espalda a algo que ya no tiene sentido: su trabajo como matón a sueldo, la escritura, el cine… Esa imagen de Albert Finney alejándose de la cámara es una buena imagen para cerrar cualquier historia, incluida la de Hammett en Hollywood. Cansado, enfermo y después de veinte años sin haber publicado nada nuevo, Hammett fue convocado por el senador McCarthy para aclarar su relación con el Partido Comunista, debido a la cual había pasado varios meses en prisión algunos años atrás. McCarthy le expresa su inquietud. Las bibliotecas estadounidenses están llenas de sus novelas, ¿qué clase de cultura les estamos enseñando a nuestros hijos si ponemos a su alcance libros escritos por un comunista? McCarthy intenta hacer que el interrogado razone: “Señor Hammett, si estuviera usted gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un programa de información con la supuesta finalidad de combatir el comunismo y si usted estuviera a cargo de ese programa, ¿compraría las obras de unos setenta y cinco autores comunistas, y las distribuiría por todo el mundo con nuestro sello oficial de aprobación estampado en esas obras?”.
No importaba la respuesta. Hammett sabía que su nombre, como el de tantos otros, ya estaba incluido en la lista negra de todos aquellos escritores y guionistas que nunca volverían a trabajar en Hollywood. Pero eso tampoco le importaba. Hacía mucho tiempo que le había dado la espalda a las editoriales, a las productoras y a todas las estructuras de poder que mueven la maquinaria de la cultura.
“Bueno, creo que, si estuviera combatiendo el comunismo, no creo que dejara que la gente leyese libro alguno”, fue la respuesta de Hammett. Y poniendo fin a su declaración se levantó para dejar atrás a los cazadores de brujas y se dirigió hacia la puerta sólo por mover un poco las piernas.
Traigo buenas y malas noticias. Las buenas noticias son que la publicidad es literatura. Un enigmático escritor de novelas de misterio así lo afirmó hace exactamente ochenta y cinco años. Fue en 1926, en octubre de 1926. El lugar, San Francisco. Lejos quedaban los días de la fiebre del oro, el angustioso terremoto presenciado por Jack London a comienzos de siglo todavía estaba en el recuerdo y la Gran Depresión quedaba a la vuelta de la esquina, a punto de llamar a la puerta. San Francisco era el lugar en el que Harry Houdini había llegado, al menos en dos ocasiones, a la cumbre de su carrera. Y, desde luego, era también la ciudad de las novelas de Dashiell Hammett, el escenario de su particular magia. Aunque no era nativo de la ciudad, sabía hacer temblar a sus lectores como un terremoto. Resumió su vida así:
Nací en Maryland, entre los ríos Potomac y Patuxent, el 27 de mayo de 1894, y crecí en la ciudad de Baltimore. Después de algo menos de un año de educación secundaria en el Instituto Politécnico de Baltimore, me convertí en un insatisfactorio e insatisfecho empleado de varias líneas de ferrocarril, corredurías de bolsa, fabricantes de maquinaria, plantas enlatadoras y otras cosas por el estilo. Por lo general me despedían. Un misterioso anuncio me hizo solicitar empleo en la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, donde estuve hasta que la mandé al cuerno en 1922 para ver lo que podía hacer escribiendo ficción. Antes de eso había pasado un tiempo más bien ocioso en el ejército durante la guerra. Incluso llegué a sargento. Me casé y tuve una hija. Por lo demás, soy alto, delgado, tengo el pelo gris y soy muy vago. No tengo ningún tipo de ambición en el sentido habitual de la palabra. Me gusta vivir tan cerca del centro de las ciudades como me es posible y no tengo hobbies ni aficiones.
(Carta al Editor, Black Mask, noviembre de 1924)
Como buen exdetective, Hammett sabía que hay muchas mujeres hermosas que parecen “un montón de dinero envuelto en un enorme abrigo de pieles”. Conocía bien a la gente, por fuera y por dentro. Sus pendencieros personajes suelen usar la palabra “hombre” [hombre] para dirigirse a sus compañeros, aunque el término más frecuente es “pájaro” [bozo]. Llamar “espagueti” [wop] a un italiano también es un clásico, así como “sudaca” [dago] a un mexicano. E incluso en ocasiones, llegan a utilizar el término “bujarrón” [big boy], arriesgando su integridad física. A esos mismos personajes, cuando les entra pánico, les “da un amarillo” [to have the heebie-jeebies]; se quedan en casa para “ponerse hasta arriba” [make pow-wow]; cuando quieren que alguien se calle hacen “¡sh!” o “ssssssh” (gran diferencia entre ambos), oscilan entre un “ajá” y un “hum” cuando escuchan las respuestas que les dan, o entre un “psé” y un “mmh” cuando responden afirmativamente. Y cuando tienen ganas de burlarse de alguien o de tomarle el pelo se despiden de él diciendo “hasta lueguito”.
Sus personajes viven en tiempos difíciles. “Si andas enredando con el asesinato durante suficiente tiempo, al final acaba por afectarte de dos posibles maneras. O te asquea, o empiezas a cogerle el gustillo”. Así le hablaba a Dinah, la alcohólica femme fatale de Cosecha roja, el agente de la Continental, el primero de un nutrido repertorio de tipos duros que pasarían a ser la marca de fábrica de Hammett. Dinah también sabía dos o tres cosas sobre figuras retóricas: “Hablar da sed”, dice en un momento de la novela. Los hombres y mujeres que pueblan el universo de Hammett son unos auténticos hijos de perra cuando están en plena posesión de sus facultades, pero cuando caen en desgracia se convierten en unos deshechos. El mayor deseo de cualquier miembro de este panteón es ser considerado un maromazo [hot stuff] o un bombón [broad]
Un personaje de Hammett no se preocupa en pulir su lenguaje. Más bien, lo contrario. Son la clase de gente que critica a otros diciendo que “son un grano en el culo” [kick in the pants]; o, por el contrario, expresan sus simpatías diciendo que “ese tipo no da el tufo” [is no hanky-panky]. Si tienen suerte con una chica, a lo mejor “se la aprietan” [nail that baby] y hasta es posible que se echen unas risas si a su hermano se lo dan de comer a los cerdos. Por no decir que es bastante probable que anden “encocados” [coked], “hasta las cejas” [coked to the edges] y “sin un chavo” [busted flat]. Pero eso no es lo peor. Ni de lejos.
Los personajes de Hammett dicen conocer bien la mierda en la que se mueve su ciudad, y no mienten. Puede que antes fueran policías o agentes privados, o quizá sea simplemente su naturaleza curiosa lo que les lleva a alcanzar tal conocimiento. Independientemente de lo que lleven en sus genes, a estos tipos sólo les interesan dos cosas, la “priva” [booze] y las “faldas” [hooch], aunque casi todo el tiempo tienen sus radares orientados hacia la “pasta” [dough], contante o en cheques, en billetes de cien o de “los grandes”. ¿El nombre del juego? Dinero [dinero]. Así como suena. Claro como el agua. O por usar el argot utilizado en Cosecha roja: “Tan claro como una escalera de color” [Straight as ace-deuce-trey-four-five].
Qué terremoto literario, Cosecha roja. La primera novela de Hammett está tan llena de habla callejera y de diálogos concisos (incluidos insultos), que el símbolo que aparece impreso en la roja cubierta de su primera edición en tapa dura resulta apropiado en un 101 por ciento. Una ominosa calavera amarilla con sus huesos cruzados, tapada por una sobrecubierta en la que figuran las siguientes palabras:
Había tanta, tanta maldad en Personville que sus habitantes la llamaban de forma abierta Poisonville. Un nombre pegadizo, ya que el jefe de policía y sus secuaces eran incluso peores que las bandas que habían convertido la ciudad en un pozo de odio y avaricia. En un momento de pánico, el jefazo de la ciudad contrata a un agente de la Continental para librarse de los delincuentes. […] Con ayuda de una mujer que conoce los entresijos de los bajos fondos de Poisonville y cuya palabra favorita es “dame”, el agente de la Continental consigue hacer que ambos bandos se enfrenten, partiendo en dos la ciudad y provocando una oleada de muertes y asesinatos, para al final volver a ponerla en manos del jefe, apenas un rescoldo apagado de lo que era antes.
Como decía, Dashiell Hammett afirmó que la publicidad era literatura. De hecho, su vida y sus obras están muy relacionadas con la publicidad. Hammett respondió a un anuncio de la agencia Pinkerton en el que se ofrecía trabajo como agente, un anuncio que ha pasado a la historia de la literatura; la advertencia que figuraba en él es puro hard-boiled: “SE PREFIEREN CANDIDATOS HUÉRFANOS”. Después de la Pinkerton, el joven Dashiell trabajaría como redactor publicitario para la cadena de joyerías Albert Samuels, y apenas diez años más tarde, sus creaciones literarias serían promocionadas con la frase “Recomendado por el Club del Libro del Mes”.
Y, por si todavía queda alguna duda acerca de la relación entre Hammett y la publicidad, aquí van unas cuantas pistas más: Black Mask, Lillian Hellman, Blanche Knopf… En su debido momento profundizaremos en ellas. Mientras tanto, tomemos esas tres pistas como una evidencia. Ergo it is not so colateral that “Two diamond rings were on her fingers” becomes the last we know of the aforementioned Dinah. Y para aquéllos que todavía no estén convencidos, he aquí unas cuantas citas más:
Hice publicidad de la noticia […] Reno había mandado a Lew Yard al otro barrio.
−El agente de la Continental a Dinah.
Vigila tu bolsa y no subas al hotel. Habitación 537. No anunciéis vuestra visita en los periódicos.
−El agente de la Continental a Mickey Linehan.
La única idea que se me ocurre es ponerme a escarbar
“la publicidad es el ruido de un palo dentro de un cubo lleno de desperdicios”
George Orwell
y sacar a luz toda la mierda que pueda para implicarlos.
También podría poner un anuncio que diga: “Se buscan criminales”.
−El agente de la Continental.
Y ahora, la mala noticia. La mala noticia es que la literatura no es publicidad. O por lo menos, no siempre. La mayoría de los escritores contemporáneos a Hammett estaban en la órbita de George Orwell. En 1936, un año después de que Dashiell se afiliara al Partido Comunista Americano, el padre de Rebelión en la granja escribió que “la publicidad es el ruido de un palo dentro de un cubo lleno de desperdicios”. En cualquier caso, por cada George Orwell siempre hay alguien como el futuro funcionario de la Librería del Congreso, Joseph Boorstin, quien afirmó que “la fuerza de la palabra y la imagen publicitaria hace palidecer a la literatura del siglo XX”.
Tres pistas más para los que estén de acuerdo con el señor
Boorstin: Francis Scott Fitzgerald, redactor publicitario; Salman Rushdie, redactor publicitario; Don DeLillo, redactor publicitario. ¿Y saben qué? También Raymond Chandler estaba en la misma longitud de onda cuando publicó su famoso ensayo titulado El simple arte de matar. Fue en 1944, dentro de la publicación The Atlantic Monthly. En dicho ensayo, el padre de Philip Marlowe hizo un repaso de las peculiares contribuciones que el padre de Sam Spade aportó a la ficción criminal estadounidense. Chandler hizo hincapié en el atractivo que tenían los textos de Hammett para la “gente con una actitud incisiva y agresiva hacia la vida”, para la gente a la que no le da miedo “la cara más sórdida de las cosas”, para la gente que “vive ahí, donde ocurren las cosas de verdad”. El mismo mundo en el que Hammett tuvo que vivir para poder “devolver el asesinato a la clase de gente que lo comete por motivos verdaderos, y no sólo como pretexto para proporcionar un cadáver”. Gente como estibadores, culos de carga, mensajeros, vendedores ambulantes de periódicos, capataces, operarios de pistolas de clavos en fábricas de cajas de madera… trabajos que el propio Hammett había desempeñado en un momento u otro de su vida.
A Hammett le gustaba permanecer fiel a los hechos de la vida real. Tanto, que se preocupó en confeccionar una lista de 24 errores comunes que con frecuencia socavan la verosimilitud de las novelas de crímenes, e incluso llegó a publicarla en 1930 en las páginas del New York Post. El texto se titulaba “Sugerencias para los escritores de novelas de detectives”, y sus advertencias tenían que ver con temas diversos como armas, revólveres automáticos, balas, silenciadores, cuchillos y todo tipo de heridas. Sin embargo, algunas de las sugerencias y trucos de Hammett iban más allá del mero apunte técnico. Por ejemplo, la advertencia número 10 decía: “Es imposible que el fogonazo de una pistola te ilumine nada al disparar, aunque es muy fácil imaginar que has visto algo.”
En resumidas cuentas, “a la gente le gustan los detalles reales”, como decía el agente de la Continental. Cosecha roja atesora un buen número de ejemplos al respecto:
Es imposible mantener el pulso firme al disparar mientras estás agarrando a un tipo contra el pecho, otro te tiene zafado por el hombro y un tercero dispara detrás de ti a una pulgada escasa de tu oreja.
No recuerdo haber disparado. Quiero decir que no sé si apunté y después apreté el gatillo deliberadamente. Sólo me acuerdo del sonido de los disparos y de que ese sonido venía de la pistola que tenía en la mano.
El destello de mi pistola no alumbró nada. Nunca lo hace, aunque es muy fácil imaginar que has visto algo.
“Dashiell Hammett escribe novelas de misterio desde su propia experiencia”, dice una frase promocional en la sobrecubierta de Cosecha roja. Y Chandler afirma en El simple arte de matar que Hammett:
Escribió sobre esa gente tal y como en realidad es, y les hizo hablar y pensar en el lenguaje que normalmente utilizan para sus propósitos [criminales].
Hablemos ahora de David Ogilvy. Según un artículo publicado en el Time en 1962, Ogilvy era “el mago de la industria publicitaria más cotizado de nuestros tiempos”. Su agencia epónima publicó durante los años 60 y 70 una página con consejos publicitarios cuyo titular prometía “Cómo crear publicidad exitosa”, seguido de una lista de 38 artículos, cada uno de ellos tan útil como las 24 sugerencias de Dashiell Hammett. A todo aquel que coincida con Chandler y Hammett en su opinión de que un escritor de novelas de crímenes debe hacer que sus personajes “hablen y piensen en el lenguaje que normalmente utilizan para sus propósitos criminales”, el sexto artículo del menú de Ogilvy le resultará bastante apetecible como entrante:
No aburras nunca. La gente aburrida no compra. Y a pesar de esto, la mayor parte de la publicidad es impersonal, distante, fría… y aburrida. Merece la pena involucrar al cliente. Háblale como se habla a los seres humanos. Sedúcelo. Despiértale el apetito. Haz que participe.
¿Pero en qué se basa uno para decir que la publicidad puede ser también literatura? En el ensayo que publicó en octubre de 1926, Hammett decía:
Es posible leer toneladas de libros y de revistas sin encontrar ni un solo intento de reproducir el habla cotidiana que tenga éxito, ni siquiera en los diálogos de la literatura de ficción. Hay escritores que se proponen hacerlo, pero rara vez lo consiguen. Hasta un especialista en la lengua vernácula como Ring Lardner se vale de trucos de edición, distorsión, simplificación, y de dar toques de color a la prosa para conseguir su famoso efecto de naturalidad. Sin embargo, no intentan reproducir literalmente el lenguaje de la calle.
No le falta razón. En Cosecha roja, Hammett hace justo lo contrario, una y otra vez. A todos los niveles. Tanto los protagonistas como los personajes secundarios, rufianes de poca monta y peces gordos por igual, todos ellos son prueba de algo que tan cierto para los seres humanos como para las marcas comerciales: es la voz lo que hace al personaje. Al narrar un robo reciente, no es probable que el vigilante de un banco hable igual que un abogado con estudios. Lo más seguro es que diga algo así como “En menos que canta un gallo, se habían colado dentro. Así que me dije: ‘vamos allá’”, y entonces empieza a disparar. “Me juego un ojo de la cara”, continúa el vigilante, “a que me llevo a unos cuantos más por delante a nada que hubiese tenido una poca más de munición”. Hay quien dice que la prosa de Hammett se reduce a esto y poco más. A su “estilo crudo”, como lo definió el American Public Broadcasting Service. Se equivocan. Hay que ponerse el lugar del agente de la Continental cuando, a través del teléfono, escucha al abogado Charles Proctor Dawn decir:
Ah, mi queridísimo señor. Me felicito al comprobar que ha tenido el buen juicio de reconocer el valor de mi consejo.
La voz lo es todo. Y “Vestido” de diamantes, un anuncio que Dashiell escribió para las joyerías Albert Samuels, prueba que el futuro escritor era ya un aventajado aprendiz que se movía entre las palabras como pez en el agua:
Ninguna prenda puede mejorar tanto tu apariencia como una buena joya. Elegida con gusto y bien combinada puede hacer por tu vestido lo mismo que los ojos hacen por tu cara: darle vida con destellos de fuego y color. Ninguna prenda es tan económica como un buen diamante. Una vez lo compras, lo compras para siempre. Hasta el mejor vestido se desgasta o pasa de moda. Sin embargo, el diamante más modesto tiene una belleza eterna y es eternamente valioso. Y ni siquiera la eternidad hará que pase de moda. Comprarlo no tiene por qué suponer una carga. Considérelo como parte del presupuesto que dedica para ropa, eligiendo usted misma un plan de pago personalizado. No le cargaremos ni un solo centavo en intereses o gastos extra de ningún tipo.
Hacernos un pedido por correo es tan fácil como comprarlo en persona. Indíquenos qué producto le interesa y cuál es su presupuesto. Nuestro distribuidor le enviará una muestra para que pueda examinarla en casa.
Es el momento de que entre en escena Claude C. Hopkins. Algunos dicen que es uno de los padres de la publicidad moderna (el otro sería Albert Davis Lasker, pero ya llegaremos a él). Eso sí, Hopkins nada tenía que ver Lasker. Escribió un libro que fue considerado la biblia de su profesión por los contemporáneos de Hammett, Publicidad científica. Llamémoslo coincidencia o no, la verdad es que Publicidad científica fue publicado en 1923, el mismo año en que la revista Black Mask publicó “Arson Plus”, el primer relato de Hammett protagonizado por el agente de la Continental.
Parece como si Hammett y Hopkins se hubieran puesto de acuerdo. La prueba está en los capítulos 3, 5 y 19 de Publicidad científica, los cuales parecen casi una versión teórica de lo que Hammett estaba poniendo en práctica.
En el tercer capítulo de Publicidad científica, Hopkins mantiene que los mejores anuncios son aquellos en los que “no se pide que se compre”, sino que más bien están enfocados a la “oferta de un servicio”. “El buen vendedor no se limita a […] decir: ‘Compra este artículo’”, señala Hopkins, “sino que se pone en el lugar del cliente hasta que consigue que la compra surja como respuesta natural”. La otra cara de esta moneda, la de un mal intento de venta, podemos encontrarla en esta conversación entre el agente de la Continental y Dinah:
Si quieres que haga el trabajo que me has encargado tendrás que poner sobre la mesa el dinero suficiente para pagar por un trabajo completo. Y lo que sobre, te lo devolveré. Pero si no quieres un trabajo completo, no trabajaré para ti. Así es como van a ser las cosas.
−¿Sabes dónde está Max ahora?
−No.
−¿Y cuánto crees que valdría esa información si te lo dijera?
−Nada.
−Por cien pavos te diría donde está.
−No querría aprovecharme de ti de esa manera.
−Te lo digo por cincuenta.
Negué con la cabeza.
−Veinticinco.
−No me interesa –le dije−. No me importa dónde está. ¿Por qué no le vas a otro con ese cuento? A Noonan, por ejemplo.
−Él nunca paga.
Pero si lo que queremos es ver a un vendedor de primera clase, fijémonos en lo que le dice el agente de la Continental al viejo Elihu Wilson:
Esto es lo que buscabas y esto es lo que vas a obtener.
No voy a jugar a la diplomacia por ti. No voy a dejar que me pagues para ayudarte a poner las cosas en su sitio y, luego, no seguir hasta el final. Si quieres que haga el trabajo que me has encargado tendrás que poner sobre la mesa el dinero suficiente para pagar por un trabajo completo. Y lo que sobre, te lo devolveré. Pero si no quieres un trabajo completo, no trabajaré para ti. Así es como van a ser las cosas.
Y ahora esto es lo que vas a hacer […] Puedes hacerlo y lo harás […] Y entonces, tendrás otra vez la ciudad en tus manos, bien limpita y aseada.
El capítulo quinto de Publicidad científica aborda otro de los pilares de una buena técnica de ventas, los titulares, y Cosecha roja abunda en ejemplos de ese tipo. Los títulos de cada capítulo van desde lo enigmático hasta el comentario irónico sobre personas y lugares: “Una mujer de verde y un hombre vestido de gris”, “El zar de Poisonville”, “Una pista sobre Kid Cooper”, “Hurricane Street”, “Whyskeytown”; por no mencionar micro-ejemplos de prosa diseñada para atraer la atención del lector: “Un nuevo trato”, “200 dólares y 10 centavos”, “Chantaje” y “Por eso te até las manos”. Sin embargo, los mejores titulares de Hammett son los que están escondidos, los que no han llegado a convertirse en títulos de capítulo, buenos candidatos a descubrir entre líneas: “No es fácil entenderlo hasta que no lo entiendes”, “Si ganas esta noche, es bastante posible que no vuelvas a verme”, “O lo tomas o lo dejas”.
La biblia de Hopkins también tiene un dato para los que estén interesados en los titulares:
Un mismo anuncio con diferentes titulares produce resultados totalmente diversos. Es muy común que un cambio de titular se traduzca en un aumento de ventas del 500 o del 1000%
“Los asesinatos de Poisonville”, “El decimoséptimo asesinato”, “Asesinato a raudales”, “El asunto de Willssonn”, “La ciudad de la muerte”, “La limpieza de Poisonville” y “La ciudad negra” fueron algunos de los títulos que Hammett barajó para su primera novela. Y entonces se le ocurrió “Cosecha roja” (Blanche Knopf fue quién eligió este título entre todos). Pasado el ecuador de la novela, el agente de la Continental recibe un telegrama del jefe de la sucursal de San Francisco:
ENVÍE DE INMEDIATO EXPLICACIÓN COMPLETA ACTUAL OPERACIÓN, CIRCUNSTANCIAS EN QUE FUE ACEPTADA, INFORMES DIARIOS HASTA AHORA.
Se lo guarda en el bolsillo esperando que ocurra algo pronto, porque enviarle lo que le pide supondría el despido inmediato. Aparentemente el agente de la Continental está actuando sin prestar atención a lo que dice el capítulo 19 de Publicidad científica:
Haz lo que puedas para que el cliente actúe de inmediato. Ofrece algún incentivo, o bien adviértele del coste que supondría posponer la compra. Nótese cómo las ofertas de muchas cartas comerciales son de duración limitada. Esto se hace para promover las decisiones rápidas, para evitar la tendencia a posponer las cosas.
Y sin embargo, hay muchas otras ocasiones en que Hammett parece estar de acuerdo con otra de las cosas que se dicen en ese mismo capítulo 19: “Escribir una carta tiene mucho que ver con la publicidad”. Porque hay un Hammett secreto, el Hammett escritor de cartas, en el más puro sentido de la palabra. Un marido, amante y padre en cuya correspondencia privada (recientemente publicada bajo el título de Selected Letters. 1921-1960) brillaba con maestría la retórica de la redacción publicitaria, tanto en el saludo y en el texto, como en la despedida de las cartas.
A Lillian Hellmann, el amor de su vida y frecuente destinataria de sus misivas, rara vez la llamaba de la misma forma. Sus saludos oscilaban entre un común “Querida” y el tono confidencial de “Querida compinche.” También usaba el falso tono formal de un “Querida jefa”, “Mi querida señora” o “Querida señorita”; mientras que, cuando se ponía romántico, la llamaba “Mi ángel” o recurría al trípico “Cariño/Cariñito/Mi cariñérrima”. Su creatividad se la guardaba para los muchos apodos que le daba: “Querida Lili” o “Querida Lilushka”, “Lilishka”, “Querida Li-li”, “Lilibell”, o “Lilísima querida”.
¿Qué tiene esto que ver con la redacción publicitaria? Mucho: pensemos en una sesión de brainstorming para nombres de marcas. ¿Más pistas? Veamos lo que dice otro grande de la redacción publicitaria, Bill Bernbach, conocido en todo el mundo por ser el creador del lema “Think Small” para los anuncios del Escarabajo de Wolkswagen. “La verdad no es verdad hasta que consigues que la gente te crea”, dice una famosa cita de Bernbach, “y nadie podrá creerte si no entiende lo que dices, y nadie podrá entenderte si no te escucha antes, y nadie te escuchará si no resultas interesante, y no podrás resultar interesante a no ser que digas cosas imaginativas, originales y frescas”. La novela con la que debutó
¿Qué es la imaginación, la originalidad y la frescura?
Es el agente de la Continental llamando a Elihu Wilson mientras poco después su secretaria se refiere a él como “un hombre de personalidad vitalista”; es el agente de la Continental adentrándose en un callejón “mirando en las sombras con mis ojos, mis orejas y mi nariz”; también es Dinah, una de esas “mujeres jóvenes que parecen sacadas de un texto mitológico”. La novela con la que debutó Dashiell Hammett es un catálogo de los diferentes ángulos desde los que se puede mirar nuestro viejo mundo manteniendo una nueva perspectiva. Sobre todo cuando en medio de la maldad de ese mundo se escucha “un coro de pistolas cantando bang, bang, bang”.
Las pistolas nunca son solo pistolas en Cosecha roja.
“Besan con una bala el marco de la puerta”, dicen “algo, la misma cosa cuatro veces seguidas”, convierten el tráfico en una manada de “ponis asustados”. Lo mismo puede decirse de las balas: son píldoras o salvas de plomo. Ejemplos como estos tienen bastante que ver con el estilo de redacción publicitaria. Y también podemos encontrar muchos otros en las frases de despedida de las cartas de Hammett:
Te quiero con los puños llenos de amor.
Suciamente tuyo.
Te quiero, animal mío.
Te quiero con lascivia. T.Q.M.
Te quiero y te añoro y te quiero y te añoro y poco más.
Te quiero, como recordarás.
Te quiero, por si no lo sabías.
Te quiero y tal.
Joder, cómo te quiero.
Paletadas de amor.
Montañas de amor.
Todo mi amor y unas palmaditas en la espalda.
Mientras tanto, abrázate fuerte a mi amor.
Y eso es todo por ahora, chata, aparte de que te quiero.
Te quiero bastante.
Te quiero en considerable cuantía.
Pero si yo te quiero…
Te quiero… y gracias.
Te quiero y te quiero y te quiero.
La quiero a usted, señora, y confío en que sea merecedora de ello.
Seguiré queriéndote; como ahora, por ejemplo.
Y eso es todo por ahora, chata, aparte de que te quiero.
Te quiero bastante.
Con todo mi amor y alguna que otra queja.
Con todo mi amor y todas esas cosas que lo acompañan… Con mucho amor, mi cariñito.
Buenas noches, guapa; con todo mi amor y muchos besos.
De todas formas, te quiero.
Con mucho amor del que no se ve en las películas de Hollywood.
Las figuras retóricas eran una de las especialidades de Hammett; incluso llegó a titular su penúltima novela con una de ellas. Una “llave de cristal”, en argot, es una invitación oportunista. El libro fue publicado por entregas en la revista Black Mask, que incluía un anuncio acompañando la foto del autor con el siguiente
gancho:
¿CONOCE UD. A ESTE HOMBRE?
Es el más grande escritor de novelas de detectives del mundo. Sus tres últimas narraciones han sido publicadas por una de las editoriales más grandes de nuestro país obteniendo inmejorables críticas. ¡Es un verdadero genio! Sus historias no tienen parangón, son un género en sí mismo.
Su nombre es Dashiell Hammett y su última creación se llama:
LA LLAVE DE CRISTAL.
Una realista y tremebunda historia ambientada en el mundo de la política y el crimen organizado, fiel a la vida real en todos sus detalles; la más potente y sensacional de las novelas que se hayan escrito sobre este tema. Su tensión te enganchará sin remedio y te hará vibrar de emoción haciendo que te olvides de lo que tienes alrededor, desde el principio hasta el final. Podrás encontrarla en el número de marzo de
BLACK MASK.
Todo el mundo sabe quién habla. Todo el mundo sabe cuándo y dónde también. Es Nora quien le pregunta a Nick, es 1934, es la última novela de Hammett, El Hombre Delgado.
La infame “pregunta de cuatro palabras” ha puesto el mercado editorial patas arriba; los lectores se vuelven locos, algunos se han quedado balbuceando; ya nada será lo mismo. Alfred Knopf lo sabe. Y también sabe que puede volver las tornas a su favor, cómo no, tratándose de Hammett, publicando un anuncio en el New York Times:
No creo que la pregunta que figura en la página 192 de la novela de Dashiell Hammett, El hombre delgado, haya tenido la menor influencia en las ventas del libro. Se necesita mucho más que eso para conseguir un best-seller en estos días. Veinte mil personas no compran un libro en tres semanas para leer una pregunta de cuatro palabras.
Bill Bernbach hubiera estado de acuerdo:
“siempre estamos buscando qué es lo que queremos decir”. En eso consiste el trabajo del redactor publicitario. Una vez lo encuentras “es mejor decirlo de forma memorable y con arte y de forma persuasiva para que sea recordado y que se actúe en consecuencia”, dijo Bernbach.
¿No es esto mismo lo que hace Nora?
Y hablando de Nora, Myrna Loy, la actriz que la encarnó en la versión cinematográfica de la novela, fue contratada para ser la imagen de Maybelline. Se parecía a las chicas de los anuncios de Lucky Strike. “La más elegante y encantadora de las mujeres del teatro moderno”, así la definió el pionero de la publicidad Albert Davis Lasker.
Es de nuevo la punta del iceberg en lo que se refiere a la relación entre la publicidad y la obra de Hammett. De acuerdo con la lista de David Ogilvy, hay tres puntos esenciales que ningún anuncio publicitario puede olvidar: la imagen de marca, la promesa al cliente y algo misterioso llamado “la decisión más importante”. Pero vayamos por partes.
La imagen de marca [brand image] sería… Dinah Brand. No puede haber mejor personaje que ejemplifique el espíritu publicitario. Además de tener una personalidad construida en torno a una sola idea (lo único que le importa es el dinero), Dinah se comporta como una marca publicitaria y, además, le encanta repetir eslóganes: “Crees que lo sabes todo, pero lo único que pasa es que eres insoportable” (le dice al agente de la Continental). Dinah es la otra cara del agente de la Continental. Mientras que ella es una máquina de fabricar eslóganes atascada en el modo automático, nuestro héroe representa el triunfo de la variedad… un nuevo tipo de marca.
Dinah le llama por teléfono; un chico anuncia su nombre y le dice que tiene una conferencia; él mismo escribe su nombre en un papel; o se le dice al abogado Charles Proctor Dawn… y sin embargo, el nombre del agente nunca le es desvelado al lector. Solo conocemos una larga lista de apodos: una tarjeta roja le identifica como “Henry F. Neill, marinero, miembro de la asociación Industrial Workers of the World”; o alguien se refiere a él como “Hunter o Hunt o Huntington, o un nombre de esos”; se registra en el hotel Shannon con el nombre de J.W. Clark y en el Roosevelt como P.F. King. En pocas ocasiones se presenta a sí mismo como lo que realmente es:
Soy un agente de la Agencia Continental de Detectives, sucursal de San Francisco […] Hace un par de días recibimos un cheque de su hijo y una carta pidiendo que enviáramos un hombre para realizar un trabajo. Yo soy ese hombre.
Hay quien dice que la publicidad es un trabajo de mentirosos, pero esa afirmación es en sí misma una mentira. A la publicidad, a la buena publicidad, solo le importa la verdad; aunque se trate de un tipo especial de verdad. Solo la verdad que tanto emisor como receptor estén dispuestos a compartir. La publicidad es un mundo en sí mismo, independientemente de las muchas ridiculeces que la rodean. Lo mismo podemos decir del agente de la Continental y de su creador. Al firmar sus cartas, rara vez es Dashiell Hammett quien lo hace. Suele llamarse a sí mismo Dash, D. H., también Hammett el esquimal, hermano mayor de Nanook; L.L., Nicky, el agente D. H. Firma como “papá”, pero también como Pío XIII, soldado raso S.D.H. o Sam; a veces en las transcripciones de sus cartas es solo una “firma ilegible”, un “Sinceramente, Dashiell Hammett”, el “Hombre delgado”, “Ése hombre de edad mediana”, “Blanquito” o “El depravado Dash”.
No se puede decir que este último seudónimo sorprenda demasiado, si se considera que su dueño escribió una “Defensa de la narración erótica” en 1924. También puede ser un buen ejemplo de lo que David Ogilvy llamaba “la promesa al cliente”: es decir, “un beneficio para el comprador”. También el agente de la Continental sabe a veces ofrecer una promesa, como por ejemplo, en su confrontación final con Elihu Wilson:
No ha conseguido engatusarme, viejo. Le he ganado. Me vino llorando porque unos chicos malos le habían arrebatado la ciudad de las manos. Pete el finlandés, Lew Yard, ‘Susurros’ Thaler y Noonan. ¿Y dónde están ahora?
Yard murió el martes por la mañana, Noonan esa misma noche, ‘Susurros’ el miércoles por la mañana y el finlandés hace solo un rato. Voy a devolverle la ciudad lo quiera o no.
¿Misión cumplida? Todavía no. Aún queda por tomar la que para Ogilvy es “la decisión más importante”. Se trata de la técnica de posicionamiento:
¿Cómo debemos posicionar nuestro producto? ¿Schweppes debería posicionarse como un refresco o como una bebida para hacer combinados? ¿Habría que posicionar a Dove como un producto para la piel seca o como un producto para limpiarse las manos? Los resultados de una campaña no dependen tanto de la forma en que esté escrita la publicidad como del posicionamiento del producto. Lo cual implica que dicho posicionamiento habría de elegirse antes de crear el anuncio.
Antes he hecho trampa. Quité un par de líneas del texto de la sobrecubierta de Cosecha roja. Es ahora cuando vuelvo a ponerlas en su lugar:
Cuando el agente llega, Poisonville está madura para la cosecha. Ésta es la historia de un hombre que va a hacer limpieza.
Quizá haya una manera de satisfacer a Orwell, conciliando así los mundos de la redacción publicitaria y la redacción literaria. En su ensayo “Por qué escribo”, Orwell afirmó que “escribir supone una lucha horrible y agotadora, como cuando uno pasa por una larga enfermedad”. Pero no hay que desesperar, aún es posible superar la enfermedad si encontráramos un anuncio como éste:
SI YO FUERA UN ESCRITOR DE FICCIÓN QUE TODAVÍA
NO HA OBTENIDO BUENAS VENTAS, trataría de buscar cuáles son los fallos que hay en lo que escribo.
Y si mi propio juicio no fuera lo suficientemente objetivo o no tuviese demasiada experiencia, buscaría también algún tipo de ayuda, preferiblemente la de alguien que escriba ficción de éxito comercial.
Ofrezco consejos de redacción para historias cortas, a razón de un dólar por cada mil palabras. Tarifa negociable para obras de mayor extensión.
Efectivamente, el autor del anuncio es Dashiell Hammett, el redactor publicitario. Y es que redactar un texto publicitario es lo mismo que redactar un texto literario. Se trata de la misma magia. “Indíquenos qué producto le interesa y cuál es su presupuesto. Nuestro distribuidor le enviará una muestra para que pueda examinarla en casa”.
El culpable
Uno tiene que retrotraerse a los clásicos para encontrar el gérmen de la actual novela policiaca, los resortes que la mueven, sus intenciones. Porque al igual que el criminal tiene su “modus operandi”, el brazo ejecutor de la Ley tiene el suyo, y del mismo modo el propio género literario.
En el proceso intervienen niveles de conocimiento, “pruebas”, “pistas”, con el significado que tienen estas palabras, ya sea en el plano de la superación por alcanzar un objetivo, ya sea por los caminos intrincados que llevan a la verdad, a la resolución del “caso”.
En Edipo Rey, Sófocles daba inicio al género con la conversación entre Edipo y Creonte, el criado de Layo (y uno tiende a rememorar los interrogatorios que Poirot hacía a la servidumbre):
EDIPO: Pero ¿dónde están? Dónde podemos encontrar la pista tan difícil de un crimen tan antiguo?
CREONTE: El dios asegura que los matadores están en el país. Lo que se busca, se encuentra; lo que se descuida, se pierde.
EDIPO (Reflexionando un instante.): ¿Fue en su palacio, en nuestros campos o en tierra extranjera donde tuvo efecto el crimen que costó la vida a Layo?
CREONTE: Salió del país, según se dijo, para ir a consultar al oráculo y no volvió al seno de su hogar desde que de él partió.
EDIPO: ¿Y no envió ningún mensajero ni ningún compañero de viaje, nada que nos pudiera ser útil para nuestra información?
CREONTE: Todos murieron, excepto uno solo, a quien el miedo hizo huir, que de todo lo que vio pudo decir más que una sola cosa segura.
EDIPO: ¿Cuál? Un solo dato podría ser una gran ayuda para descubrir muchos otros si nos proporcionara un rayo de esperanza.
CREONTE: Lo que declaró el testigo fue que, sorprendido Layo por unos bandidos, fue asesinado, no por la fuerza de un único brazo, sino con la de gran número de manos.
(Pausa.)
EDIPO: ¿Cómo, pues, un bandido pudiera haber urdido su crimen y llegado a tal colmo de audacia si el dinero no le hubiese incitado desde aquí mismo?
CREONTE: Esta sospecha tuvimos; pero nuestros males eran tales, que la muerte de Layo no tuvo vengador.
EDIPO: ¿Y cuál fue el mal más urgente que después de la muerte del rey os ha impedido enteraros de lo que pasó?
CREONTE: La Esfinge, con sus capciosos enigmas, nos hizo descuidar los hechos inciertos, para no pensar más que en los males presentes.
En cuanto a las “pruebas”, la literatura clásica está llena de ellas. Pensemos en La Odisea, en donde Ulises tiene que superar la distancia geográfica y temporal, superando niveles de tensión en lo que se ha llamado novela bizantina, en un viaje lleno de guerras, aventuras y, finalmente, los propios candidatos de Penélope. O bien en las pruebas que también habrá de superar Heracles en su penitencia impuesta por Euristeo.
La novela de caballería rescata estos elementos de tensión, los convierte en leit motiv en la recuperación del honor del héroe: es el siguiente paso de la novela bizantina y en la supervivencia del género se llegará a explorar nuevos caminos entrelazando géneros que eran independientes. Esta experimentación dará lugar a la base de la novela moderna, y el autor capital es por todos conocido: Cervantes.
Pero un siglo antes de la aparición de ese experimento llamado Don Quijote de la Mancha ya se había producido un vuelco en esos ideales de “honor” que parecían llenar todos los romances, cuando la realidad se imponga y el “ideal” se estrelle contra la pared de la “racionalidad”. De ahí surgirá el “antihéroe”, el pícaro, en donde vemos el mismo engranaje mecánico a la hora de reconstruir la acción, con sus niveles de superación vital, sus propias pruebas o los distintos tramos de tensión que atraviesa el personaje para llegar a convertirse en un hombre de provecho en un escenario lleno de rufianes. Sin haber llegado aún a la novela policial, ni mucho menos, sí vemos que se hace patente el “lumpen”, las clases bajas empiezan a hablar, la miseria cobra vida en las páginas, ya sea a través de La Celestina, La Lozana andaluza, Lazarillo de Tormes o ese magnífico estudio del hampa sevillano que supone Rinconete y Cortadillo.
Uno suma a Alonso Quijano, a Sancho y a los truhanes de Sevilla, y ya tiene una novela digna del género detectivesco.
La sospecha
Al tiempo que todo esto sucede la humanidad da su siguiente paso hacia el conocimiento. La Edad Moderna deja atrás al Renacimiento y traerá dos modelos de conocimiento científico, el racional, liderado por René Descartes, y el empírico, por Francis Bacon.
Descartes en su Discurso del método llama a desechar prejuicios, dividir el problema en partes más fáciles para su posterior resolución y a profundizar en cada parte para ir llegando a la verdad.
Pero Descartes acusa aún de un fuerte sentimiento medieval que le lleva a negarse mediante la duda de lo extraño, del llamado “genio maligno”. Y al igual que existe este demiurgo, existe una idea innata e inherente en el ser humano, mediante el cual aplicará el modelo deductivo matemático.
Bacon, por el contrario, propone un conocimiento partiendo de la observación, la experiencia. Las ideas innatas de los racionalistas son descartadas y todo se tiene que aprender, aprehender por la inducción y el estudio de los hechos.
Será el llamado “método científico”, cuyos puntos se resumen en “observación”, “inducción”, “hipótesis”, “experimentación”, “demostración” y las conclusiones que resulten al final del estudio, la “tesis”.
Sin lugar a dudas se trataba de un choque de ideas e interpretaciones de la realidad partiendo del legado de la lucha de religiones: los católicos por un lado, y los protestantes por otro.
La Ilustración supone a todas luces un triunfo del protestantismo, de ahí que las ideas de Bacon sean más afines a los nuevos tiempos de conocimiento.
Las pruebas o pistas
Cuando más arriba hablamos de “pista”, hay que entenderla como una senda por la que se ha de transitar, un paso seguro al siguiente nivel. Y cuando utilizamos la palabra “prueba”, nos estamos refiriendo a un nivel más que se tiene que superar para que la acción continúe. Todo esto nos tiene que llevar a la resolución del “misterio”, y nunca se hace por adivinación, sino que el escenario y los personajes nos tienen que ir dando las pautas para ir avanzando.
Hay un hecho incontestable, y es que, si no hubiera delito, no habría novela policíaca.
Uno de los más célebres retratistas del crimen podría ser Thomas de Quincey, como nos lo demostró en su Del asesinato considerado como una de las bellas artes, que vio la luz en distintas fechas, ya que consta de tres partes: en 1827, en 1839 y en 1854. En la primera parte nos deja joyas como ésta:
Todos ustedes conocen a fondo el primer asesinato. En tanto que inventor del asesinato y padre del arte, Caín debió de ser un hombre de genio extraordinario. Todos los Caínes fueron hombres de genio.
Y poco después nos brinda páginas magistrales sobre el “arte” del crimen en Shakespeare, citando incluso un pasaje de Enrique VI en donde se llega a la conclusión de que el duque de Gloucester ha sido asesinado a juzgar por las “pruebas” evidentes:
¿Qué razones tengo para afirmar que Gloucester murió a manos de asesinos? Pues la siguiente relación de cambios atroces que afectaron a la cabeza, la cara, la nariz, los ojos, las manos, etc., y que no corresponden de manera indistinta a cualquier clase de muerte sino exclusivamente a la muerte por violencia.
Lo que movía a De Quincey era su humor negro y la crítica rabiosa que infiere al opio. El análisis de los crímenes que hace De Quincey es tal vez la piedra angular del género que se empezaría a desarrollar en los años siguientes, comenzando por Los asesinatos de la Rue Morgue, de 1841, de Edgar Allan Poe. A ésta seguirían El escarabajo de oro y El misterio de Marie Rogêt, fechados en 1843, y La carta robada, de 1844.
Con el desembarco de Conan Doyle en el género, tras pasar sin éxito por la novela histórica, se inicia el llamado “género policial”. El caballero y el escudero (su sparring) por antonomasia dentro del género policíaco son Sherlock Holmes y el doctor Watson. Son, más que ningún otro, lo más parecido que hay al vuelco que supuso El Quijote, y la evolución que sufre el género es muy semejante al que provocó la aparición de la obra de Cervantes.
Con los citados arriba tendríamos a los precursores del género, y luego vendría la Edad Dorada: Agatha Christie, G.K. Chesterton, Maurice Leblanc…
Pero la evolución se vuelve a constatar con el choque con la realidad, con el descenso más brutal a los bajos fondos. La forma cambia, el escenario, y las maneras. Las altas clases retratadas por los predecesores no tiene futuro en el nuevo escenario planteado: los Estados Unidos de América… un laboratorio en ebullición de culturas, de altos rascacielos, de una sociedad que ha pasado de la conquista de un territorio que se extendía hacia el Oeste al establecimiento del orden, un orden impuesto por el hampa y sus señas de identidad. Es el forajido que se ha vuelto sedentario, que ha encontrado un campo de acción mucho más interesante que el mundo fronterizo que poseían sus ancestros.
La obra que mejor refleja lo que habría de venir es Gags de Nueva York. Bandas y bandidos en la Gran Manzana (1800-1925), de Herbert Asbury, publicada en 1928.
El delito
Decía Raimond Chandler en su El simple arte de matar que el detective es un hombre “común” y “de honor”. En este ensayo, Chandler nos da sus claves sobre cómo se debe manejar el héroe:
El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive.
Fue publicado en 1950 y en él se define al género como “relato policial” o “de detectives”. Todavía se buscaba un adjetivo adecuado, distinguir a los pioneros del siglo XIX (con unas historias que se podrían denominar “novela problema” o “novela misterio”) de la nueva literatura que se estaba haciendo, marcada por un cariz más existencial, a juzgar por el momento en que nace, en un periodo que va del final de la Primera Guerra Mundial al Crack del 29.
Tampoco se podía llamar “novela negra” porque la colección Serie Noire de Marcel Duhamel (que daría el nombre al género) aparecería en 1948.
Sí se empezaba a usar hard boiled para definir el nuevo tipo de estilo narrativo que plagaba las revistas de kiosco, las llamadas Pulp, muy en la línea de los folletines o dramas populares que pudieran escribir un Eugène Sue o un Xavier de Montépin de turno.
Las publicaciones que más eco tuvieron en el género venían del patronazgo de Black Mask, una revista que empezó a ver la luz en 1920.
El primero de la larga lista de autores que pasaron por la revista fue Carrol John Daly, y después llegó Dashiell Hammett, que publicó en 1922 El camino a casa, con el seudónimo de Peter Collison.
Dashiell Hammett era, per se, un hombre peculiar. Había sido agente en la poco honorable Pinkerton National Detective Agency, participó en la Primera Guerra Mundial, fue publicista, alcohólico y un escritor relámpago cuya carrera duró prácticamente diez años (cinco novelas y un buen puñado de relatos que, aún hoy, sigue aumentando en cantidad gracias al último hallazgo en los archivos del Centro Harry Ransom de la Universidad de Texas). Uno no puede dejar de pensar en que Hammett cayó en el bartlebysmo, del mismo modo que lo hizo Melville. Tras este paso por la literatura se dedicó al activismo político y a luchar contra el fascismo, lo que le ocasionaría serios problemas durante el macarthismo
Su personaje estrella será el Agente de la Continental, que aparecerá en Cosecha roja, en La maldición de los Dain y en veintisiete relatos más.
Hammett compone sus historias desde la propia experiencia. El trabajo que realizó en la Agencia de Pinkerton le permitió conocer los engranajes del poder y la represión que ésta ejerce sobre los más débiles.
Sus “héroes” son tipos duros, llenos de contradicciones, humanos hasta el extremo de que son “antihéroes”.
El cuerpo
Se viene considerando La llave de cristal, publicada en 1931, como la obra más perfecta de Hammett.
No es una novela al uso (entiéndase “al uso” como un eufemismo para referirnos al género a tratar).
Se podría decir que es una “novela de gánsters” o una “novela política”. De hecho, todo transcurre durante las elecciones a Senador de la ciudad, y aquí es donde interviene el elemento oscuro del hampa, porque son dos bandas rivales las que van a apoyar a sus respectivos “Senadores” para que lleguen al poder y así tener carta blanca en los trapicheos de la ciudad. Por un lado está Paul Madvig, y por el otro, Shad O´Rory.
Estos dos manejan el cotarro de la delincuencia, y quieren tener el absoluto control colocando a sus títeres-senadores a la cabeza del poder.
Añadiríamos de él, [Ned Beaumont] empleando las palabras de Blaise Pascal, que “el azar le favorece porque es un espíritu preparado”.
Paul Madvig apoya al senador Ralph Bancroft Henry. Tienen una relación cordial y al senador le interesa muy mucho que Paul le vaya allanando el camino.
Desde el principio vemos que los engranajes de la novela funcionan con independencia, no se ajustan en una mecánica perfecta de reloj suizo, sino que cada manecilla se mueve por su cuenta y si en algún momento coinciden es por simple azar.
El escudero de Paul es un personaje muy curioso: Ned Beaumont, un antihéroe con todas las letras. Es un jugador impenitente, bebedor (su bebida es el whisky escocés doble), fumador, y se podría decir que su estrella es la del perdedor.
Aun así, es agudo, predice los acontecimientos. Añadiríamos de él, empleando las palabras de Blaise Pascal, que “el azar le favorece porque es un espíritu preparado”. Aunque no en el juego, o por lo menos al principio de la novela. De hecho está atravesando una mala racha y es consciente de que para volver al camino del éxito tiene que tomar el timón a la fuerza y marcar una nueva derrota para navegar directo a la victoria.
¿De qué sirvo si se me acaba la suerte? Y ahora voy y gano, o creía que había ganado. Ya puedo sacar el rabo de entre las piernas y sentirme persona una vez más, y no un no sé qué que recibe puntapiés. El dinero tiene no poca importancia, pero no es la cuestión esencial. Es el efecto que tiene sobre mí esto de perder, y perder, y perder.
Hablábamos de la independencia de los engranajes porque Hammett intenta hacer un tipo de novela realista que va desde el planteamiento de la acción a la psicología de los personajes, y para eso se sirve de secuencias cortas, a veces casi flashes, trenzando con un estilo seco, con diálogos fluidos y descripciones impresionistas, todo un microuniverso de emociones en donde cabe prácticamente de todo.
Aunque los engranajes referidos se mueven cada uno por un lado, sí hay un eje central en la novela: el asesinato del hijo del Senador, Taylor Henry.
A partir de aquí las ruedas se ponen en funcionamiento y empezaría la “novela de detectives”. Lo curioso es que el “detective” será el escudero de Paul, Ned Beaumont (a la sazón, su mejor amigo, su guardaespaldas o un matón sin más), y será el encargado de averiguar quién asesinó a Taylor Henry.
A Ned le hacen investigador especial agregado a la oficina del fiscal, un tal Michael Joseph Farr, que intenta hacer su trabajo lo mejor que puede aunque esté atrapado en la sumisión del hampa, que le dice lo que debe hacer en cada momento, de lo contrario su vida correría peligro.
Ned, todo hay que decirlo, no tiene ni idea sobre el procedimiento tradicional de las investigaciones. Él tiene suposiciones, sospechas, y a partir de aquí construye el escenario propicio para que esas teorías que maquina vayan encajando. Si uno de los pilares fundamentales de la novela policíaca es la prueba (que pondría en marcha el procedimiento empírico-deductivo), Ned se lo carga de un plumazo. Él es un jugador, y no duda en recurrir a la trampa para que la rueda de la fortuna, del destino, vuelva a su posición. De ahí que amañe una prueba para acusar a uno de sus sospechosos del crimen de Taylor (aunque le mueve más bien el interés por recuperar el dinero que un corredor de apuestas le ha estafado).
[…] Soy…, espera, vamos a ver —sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel, lo desdobló, lo miró y dijo—: Sí.
Estoy aquí como investigador especial del fiscal del distrito.
El lector nunca sabe qué es realmente lo que está pensando Ned. Todo es acción, sentimientos guardados en una coraza de gestos contradictorios. Y la acción se mueve como una veleta al son de un viento que sacude la novela a ráfagas.
La otra parte de la maquinaria funciona como una novela de amor, o de ausencia de él. Paul Madvig está enamorado de Janet Henry, la hija del Senador y la hermana del finado. Pero también lo está Ned (que se lo guarda todo, incluso para el lector, aunque la sospecha de que algo hay es constante). Estaríamos ante un vuelco del concepto del escudero como consejero sentimental del caballero. Es algo así como si Sancho también estuviera enamorado de Dulcinea y se reconcomiera por dentro.
La fidelidad de Ned hacia Paul es ejemplar. No sólo lo protege, sino que acepta su condición de perdedor en esa historia amorosa a tres bandas.
El ejercicio de detective por parte de Ned resulta bastante chocante. Está lleno de mediocridad, y va dando tumbos hasta resolver los misterios planteados casi sin darse él mismo cuenta. Sospechosos que luego resultan no serlos, anónimos que llegan a unas manos y otras, confesiones que más tarde se desmienten porque los personajes sólo pretendían proteger a alguien más… Y al final, una conclusión aleatoria que resuelve el misterio de todo.
Dashiell Hammett tiene intenciones que van más allá de componer un cuadro perfecto de novela de detectives. Lo que está haciendo es retratar una sociedad, denunciando el comportamiento de fraude y corrupción existente en la política. El género sólo es una excusa, o el vehículo necesario para explicar el funcionamiento de las instituciones, cómo el poder y el crimen van de la mano ascendiendo en la escala social (o implantado ya en esas esferas desde generaciones) hasta que alcanza el poder.
El modelo real de esa comunión entre la delincuencia y la policía se ha dado desde muy antiguo. Pensemos en el astrónomo Musa ibn Shakir que en su juventud era salteador de caminos y se convirtió en jefe de la policía del califa al-Mamún; o en Eugène-François Vidocq, bandido que acabó siendo director de la Policía Nacional francesa y que en 1833 abrió la primera agencia de detectives de la que se tiene noticia, La Oficina de Información (las memorias del propio Vidocq fueron la piedra angular para una novela muy en el género detectivesco que suele pasar a hurtadillas cuando se habla de novela policial, Los miserables de Victor Hugo).
Señalar, tan sólo, un detalle sobre la plasmación de La llave de cristal en formatos distintos o en artes diferentes pero que, en este caso, beben uno del otro.
La novela de Hammett está diseñada como un artefacto a medio camino entre la literatura y el cine. Las secuencias son completamente cinematográficas, y el estilo es ágil, con diálogos que se salen de toda floritura literaria. Ya lo dijimos, impresionista. Pero al mismo tiempo la intención es literaria, y esta intención (con su resolución final) no encajaría en absoluto a la hora de llevarla a la gran pantalla. Sencillamente, no hubiera funcionado.
En la novela de Hammett, después de varios giros rocambolescos, Ned resuelve el misterio del asesinato de Taylor Henry acusando al padre de éste:
—Usted asesinó a su hijo.
Es una acusación fortuita y que no encaja con los parámetros de la “novela misterio”. Ned parte de pruebas bastante absurdas: un sombrero que ha desaparecido y un posible bastón que ha propiciado la muerte de Taylor (con el que fue golpeado y, al caer al suelo, se desnucó en la acera).
La forma de resolución del caso es chocante, y cuando vemos las versiones cinematográficas de 1935 y la de 1942, observamos que han optado por algo más creíble, algo que el público aceptaría sin problemas,
Es interesante ver las dos películas. Ambas son muy fieles a la novela (ya destacamos la naturaleza fílmica de La llave de cristal), aunque, quizás, la más exacta por la plasmación de los personajes sea la primera (basta comparar a los dos Ned de las cintas; en la primera versión, nos las vemos con un Ned resentido, herido por las contradicciones, mientras que en la segunda versión es más un galán impasible y carente de sentimentos).
Cuando decíamos que en las películas se había optado “por algo más creíble”, nos referíamos a la ejecución final. Se intenta buscar la coherencia. En la primera versión salvan el escollo con una prueba que en la novela no existe (Ned encuentra la caperuza del bastón que golpeó a Taylor). Por el contrario, en la segunda versión, Ned acusa a Janet Henry del asesinato de su hermano con la intención de provocar que el padre se declare culpable (aunque aquí Ned tampoco tenga pruebas reales, sólo una sospecha que el espectador es incapaz de ver).
Son variantes para una misma historia, y poseen un “modis operandi” más coherente para rematar una historia que desde el principio tenía una tara extraña que rompe con los esquemas fundamentales de la “novela misterio”.
Post Scriptum a la manera de De Quincey
La novela “problema”, o whodunit (Who done [did] it?) supone un ejercicio de deducción para el escritor y el lector. Un juego matemático transformado en género literario. Por el contrario, la metamorfosis que sufrirá el género a partir de los años 20 es un contrapunto a todo lo que hubo antes, del mismo modo que la novela picaresca lo fue para la creación de una novela social y realista.
William Huntington, crítico de arte estadounidense, publicó en 1928 unas pautas a seguir para la novela policiaca, y bajo el seudónimo de S. S. Van Dine se inventó a un detective erudito llamado Philo Vance, más ligado a la escuela anglosajona y a la francesa que a lo que iba a venir en los años siguientes.
Huntington señaló veinte reglas fundamentales, pero también le excluía de forma irreversible del nuevo género que se implantaría. A la vista del argumento de La llave de cristal, Hammett se saltaría por la torera tres puntos de las reglas referidas:
3) La verdadera novela policial debe estar exenta de intriga amorosa. Si se introdujera el amor, se perturbaría el mecanismo intelectual del problema.
5) El culpable debe ser identificado por medio de una serie de deducciones, no por accidente, por casualidad o por confesión espontánea.
13) Las sociedades secretas, las mafias, no pueden tener cabida en una novela policial. El autor que las incluye pasa al terreno de la novela de aventuras o de la novela de espionaje.
Otro autor que intentó implantar un Decálogo fue Ronald Knox, en 1929, aunque a veces uno tenga la impresión de que lo que quiere hacer Knox es tomarnos el pelo o explicitar mediante estas reglas que, tal vez, no existan:
- No pueden usarse venenos que no hayan sido descubiertos hasta la fecha, ni ningún aparato que necesitaría una larga explicación científica al final.
- El detective no puede presentar pruebas que no se produzcan para la inspección del lector.
- El amigo “estúpido” del detective, el Watson, no puede ocultar los pensamientos que pasan por su mente; su inteligencia debe ser un poco, pero muy poco, ligeramente por debajo del lector medio.
Pero el que dio las claves definitivas fue Duhamel, anunciando su colección de este modo:
Que el lector no prevenido desconfíe: los libros de la “serie negra” no pueden caer sin riesgo en todas las manos. Al amante de enigmas, al estilo de Sherlock Holmes, no siempre le saldrán las cuentas. Tampoco al optimista sistemático. La inmoralidad se admite, en general, en este tipo de obras sólo para servir de contraste a la moral convencional, está en ella tanto como los bellos sentimientos, es decir, la amoralidad a secas. La mentalidad raramente es conformista. Vemos a policías más corruptos que los malhechores que ellos mismos persiguen. El simpático detective no siempre resuelve el misterio. A veces, ni tan siquiera hay detective. ¿Qué queda entonces? Queda la acción, la angustia, la violencia -bajo todas sus formas y, sobre todo, las más ultrajantes-, las palizas y las masacres. Como en las buenas películas, el estado de las almas se traduce en gestos, así que los lectores voraces de literatura introspectiva deberán realizar el ejercicio inverso. También hay amor, preferiblemente bestial, pasión desordenada, odio sin gracia. En resumen, nuestro objetivo es sencillo: impedirles dormir.
Esta recopilación de Seix Barral, muy interesante para todo aquel que desee conocer la gestación del Hardboiled y más concretamente, el nacimiento del imaginario de Dashiell Hammett, comete un error imperdonable para el lector al que va dirigido: su índice. En él sólo aparecen los títulos de los relatos. Lo lógico habría sido acompañarlos de la fecha y título de la publicación en la que se editaron por primera vez. Esos datos bibliográficos son los que justifican el motivo de la recopilación. No se entiende que se hayan omitido.
Y es que Sólo te ahorcan una vez es un homenaje a la Pulp-Fiction, las revistas en las que Hammett creó los famosos detectives que después situaría de manera definitiva en sus novelas; los personajes que terminarían haciéndose dueños del cine negro americano y por ende, se interpretarían como ejemplo de la sociedad estadounidense. En el libro se recogen 19 relatos que aparecieron en Argosy, Collier’s, Sunset Magazine, True Detective Stories, American Magazine, Ellery Queen’s Mystery Magazine y fundamentalmente, en The Black Mask. De hecho, 10 de los relatos del volumen se publicaron en la última de las citadas, la más célebre revista Pulp y en la que también se paseó el Philip Marlowe de Chandler.
The Black Mask fue creada en 1920 con fines únicamente comerciales. La idea fue de H.L. Mencken, editor de Smart Set, una prestigiosa revista literaria que acarreaba pérdidas desde hacía tiempo. The Black Mask fue la solución al problema. En sus páginas se ofrecía una extraña mezcla de historias de aventuras, romance, esoterismo, misterio y detectives. Su fin: venderse para obtener beneficios que salvaran a Smart Set. Así que las historias que Hammett publicó en esos primeros años de la década de los 20 no las leyeron intelectuales, ni mucho menos. El público al que iba dirigido The Black Mask era de clase trabajadora. Su precio era popular (en los inicios no alcanzaba los 15 centavos) y su producción muy barata (característico el color amarillo del papel de mala calidad). El editor pagaba por palabras, de modo que el escritor estaba obligado a ir al grano. El estilo debía ser conciso, la prosa ágil. Nada de adornos superfluos, apenas descripciones. Se trataba de entretener al lector, de hacerle disfrutar, de tentarle lo suficiente como para obligarle a que comprara el siguiente número.
En 1926 Joseph Shaw tomó el control de la revista. Fue él quien le dio el giro definitivo a la publicación y la convirtió en el objeto de culto que es hoy (y si no que se lo pregunten a Tarantino).
Shaw creía en la responsabilidad moral de la ficción criminal en favor del ideal de Justicia. En unos años en los que la corrupción de las instituciones era moneda de cambio, el género de detectives se convirtió en el favorito del lector medio. Los relatos de Hammett resultaban tremendamente atractivos. Sam Spade o el detective de la agencia Continental permitían al lector norteamericano mantener la esperanza. Todo a su alrededor podía estar podrido, pero mientras los héroes de Hammett, sin más ayuda que su intuición y sus puños, encerraran a los corruptos y a los poderosos, podía creer que el orden moral se restablecía. No es extraño el éxito del que The Black Mask disfrutó durante décadas. Shaw transformó la revista en una publicación especializada en historias de detectives y no sólo porque fueran las más rentables. Desde el principio,
Shaw tenía las ideas muy claras al respecto. En una editorial publicada en 1927 explicó:
“La ficción detectivesca, tal como la vemos, tan solo ha comenzado a desarrollarse. Todos los demás campos han sido ya trabajados y sobreexplotados, pero la ficción detectivesca apenas se ha tocado aún”.
Shaw tenía olfato.
Las historias clásicas de detectives de la escuela inglesa, con Conan Doyle y Agatha Christie como mejores exponentes del género, resultaban ajenas al lector norteamericano. La Primera Guerra Mundial había demolido los principios victorianos que defendían detectives como Sherlock Holmes. Los locos años 20 exigían, no sabios iluminados, sino hombres de carne y hueso, valientes y conocedores de la realidad social en la que se movían y contra la que luchaban. Ahora no había un malvado, un perturbado que atacaba a la sociedad, sino que era la sociedad misma la que atacaba al individuo: policías comprados, jueces corruptos, sindicalistas mafiosos, especuladores sin escrúpulos… a los que se añadirían, después del Crack del 29, maleantes, jugadores, prostitutas, timadores, buscavidas, sicarios, contrabandistas y todo tipo de individuos cuyo fin primero era sobrevivir. La ambición por más fortuna, más poder, más dólares o más horas de vida. La ambición frente al hombre, frente al lector. Un escenario demasiado salvaje, demasiado descarnado para Holmes o Poirot.
Hammett desecha el método hipotético-deductivo de los británicos y se atreve con un tipo nuevo, el curtido del Hard-boiled capaz de enfrentarse a lo que sea. Sam Spade o el agente de la Continental resuelven los casos actuando. Son cínicos porque conocen a fondo el bien y el mal y por eso suelen reconocer al villano a primera vista. Están desencantados, pero cumplen con su oficio. Resuelven los casos de manera eficaz. Con dureza. Con violencia. Sin los miramientos corteses de Scotland Yard. Y la cualidad que mejor les define es su capacidad de observación.
Con estos primeros relatos, Hammett desvía la atención hacia las causas que llevan a un ser humano a cometer un delito. Ya no importa tanto saber quién es el asesino. Sam Spade en Demasiados han vivido dice: “Alguna vez alguien debería escribir un libro sobre la gente… Es tan rara”. Justamente eso hace Hammett. Escribir sobre la gente. Le da protagonismo a la acción para explicar a través de la violencia la intención del criminal. El lector vive esa acción a través de los ojos del detective. El final, que suele llegar tras el tiroteo o la pelea de rigor, lo clarifica todo. Detective y lector respiran aliviados aunque saben que no hay final definitivo. Eso es Hard-boiled.
Leemos en “Traiciones en zigzag” en boca del Agente de la Continental: “No me gusta la elocuencia; si no es lo suficientemente efectiva como para conmoverte, es agotadora; y si lo es, sólo sirve para liarte las ideas.” Voy acabando.
En Sólo te ahorcan una vez se disfruta del Hammett del inicio, el que tenía aún frescas las experiencias como detective de la Agencia Nacional de detectives Pinkerton. Se asiste a la lectura del primer relato donde aparece el agente de la Continental, El sabueso del hotel, con entusiasmo infantil. También se disfruta al leer la primera descripción del color gris amarillento de los ojos de Sam Spade. Pero lo más interesante de este volumen es que se puede acceder a otros relatos menos conocidos como Un hombre llamado Thin (que a pesar de formar parte de la famosa serie de El hombre delgado no se publicó hasta meses después de la muerte del autor); La mujer del rufián (de trasfondo psicológico brillante); El guardián de su hermano (hermosa historia de boxeo y fraternidad); El ángel del segundo piso (descripción interesantísima del escritor de las Pulp-Fiction) o Miedo a una pistola (moderno análisis del trauma, casi borgiano).
Tras la publicación de los relatos, y una vez asentado el nuevo género, llegarían las grandes novelas del escritor. Llegaría la fama, el prestigio, el glamour de Hollywood, el dinero y las mujeres. Llegaría el éxito. Sin embargo, en 1961 Hammett murió arruinado e ignorado por casi todos. No escribía desde los años 40. Afiliado al partido comunista desde 1937 fue víctima de la ola de puritanismo e histeria colectiva de los años 50. McCarthy le incluyó en su famosa lista negra como sospechoso de actividades antiamericanas en 1951. A su historial marxista se le añadía entonces su oposición a delatar a sus compañeros. Según Diane Jonson en la biografía del autor, antes de entrar a prisión para cumplir los seis meses de condena se despidió diciendo: “Un hombre debe mantener su palabra”. Le imagino irónico, como un Spade cualquiera. Lo más honesto fue guardar silencio aún sabiendo que aquello le iba a costar su carrera.
Todas sus publicaciones, relatos y novelas, sus guiones e incluso sus comics se retiraron de librerías y bibliotecas. Al escritor que mejor supo retratar una sociedad se le penó precisamente por ello. Se le robó el lugar que siempre fue suyo: el del creador del Hard-boiled. Como prueba irrefutable, como una huella dactilar, un rastro de sangre o el cuerpo del delito quedan las historias de las Pulp-Fiction.
Aquí, los datos bibliográficos que cierran el caso:
ÍNDICE
Ciudad de pesadilla Nightmare Town.
(Argosy All-Story Weekly, diciembre 1924)
El sabueso del hotel. Bodies Piled Up.
(The Black Mask, noviembre 1923)
La mujer del rufián. Ruffian’s Wife.
(Sunset Magazine, octubre 1925)
El hombre que mató a Dan Odams. The Man Who Killed Dan Odams.
(The Black Mask, enero 1924)
Disparos en la noche. Night Shots.
(The Black Mask, febrero 1924)
Traiciones en zigzag. Zigzags of Treachery.
(The Black Mask, marzo 1924)
El ayudante del asesino. The Assistant Murderer.
(The Black Mask, febrero 1926)
El guardián de su hermano. His Brother’s Beeper.
(Collier’s, febrero 1934)
Dos clavos con mucha punta. Two Sharp Knives.
(Collier’s, enero 1934)
Muerte en Pine Street. Death on Pine Street.
(The Black Mask, septiembre 1924)
El ángel del segundo piso. The Second-Story Angel.
(The Black Mask, noviembre 1923)
Miedo a una pistola. Afraid of a Gun.
(The Black Mask, marzo 1924)
Tom, Dick o Harry. Tom, Dick or Harry.
(The Black Mask, enero 1925)
Una hora. One Hour.
(The Black Mask, abril 1924)
¿Quién mató a Bob Teal? Who Killed Bob Teal?
(True Detective Stories, noviembre 1924)
Un hombre llamado Spade. A Man Called Spade.
(American Magazine, julio 1932)
Demasiados han vivido. Too Many Have Lived.
(American Magazine, octubre 1932)
Sólo te ahorcan una vez. They Can Only Hang You Once.
(Collier’s, noviembre 1932)
Un hombre llamado Thin. A Man Called Thin.
(Ellery Queen’s Mistery Magazine, marzo 1961)
“Prueba con La llave de cristal” dijo mientras apagaba la colilla aplastándola contra el cenicero. El sol se estaba retirando y comenzaba a hacer algo de frío. Bebí un poco más de café. No tenía un sabor que me gustase especialmente. Pero sabía distinto, y era fuerte. Y eso sí me agradaba. Estábamos en una mesa en la calle. Era la primera vez que me sentaba allí. Cuando iba solo, cosa que sucedía con cierta frecuencia, prefería quedarme dentro. Pero aquel día había acudido con mi editor. Hacía tiempo que no le veía, pero no tanto como para olvidar que fumaba. Él estaba muy ilusionado con el proyecto y yo estaba muy ilusionado con escribir. Debía de ser esa hora en la que se sale del trabajo, pues recuerdo que la gente pasaba a nuestro lado con cierta prisa y, al fondo, las farolas comenzaban a encenderse bajo un cielo que aún era rojizo. Tenía en mente un volumen conmemorativo a propósito de Dashiell Hammett y quería que me ocupase de alguna de sus novelas. Yo entonces era más joven, pero desde luego conocía —como debe conocer cualquiera que se dedique a este negocio— los nombres sagrados. Ésos que todo el mundo cita de vez en cuando y a propósito de los que nadie dice una mala palabra. Hammett era (es) uno de esos nombres. Una de las pocas concesiones que hace la academia, o la crítica, a lo popular. Pero en aquel momento Hammett no era una de mis prioridades (de hecho, no estaba demasiado seguro de distinguirlo de Raymond Chandler), y la verdad es que no tenía mucha idea de por dónde empezar. “Vale, me fío de ti”, le dije. Y era verdad que me fiaba. No me terminaba de hacer gracia, pero el caso es que a ratos parecía conocerme —o, al menos, conocer mis gustos— mejor que yo mismo. Esbozó media sonrisa, se metió la mano bajo el abrigo y lanzó el libro sobre la mesa con gesto teatral.
Mal cuerpo. No hace falta una paliza, ni siquiera una borrachera. Basta el que produce una mala noche, una noche en blanco, una noche cualquiera. El estómago —su contenido o sus jugos— demasiado cerca de la boca, el paladar seco y los ojos hinchados. Comenzar así la jornada, tratando de estar lúcido en la ciudad, en el cosmos propio en que consiste la metrópoli. Amanecer cansado y saber que queda todo el día por delante. Ésa es la disposición, ése es el clima, que transmite La llave de cristal.
Dicen que es la obra de la que el propio Hammett se sentía más orgulloso. La trama, al menos la trama aparente, es todo lo genuina que cabe esperar del que pasa por ser uno de los inventores del género. Ése, el de lo genuino, es el peso de la «marca Hammett». Un asesinato por resolver, un proceso electoral en marcha y dos bandas rivales disputándose el dominio de la ciudad. Clubs donde se bebe clandestinamente, palizas en habitaciones lúgubres y tres clases de mujeres (las madres-hermanas, las que pululan por los bares y las que son dignas de algo parecido a un romance). Lo esperado, vamos. No obstante, conviene señalar un aspecto importante: La llave de cristal no necesita de ningún aparato crítico para sostenerse, no requiere del lector esa clase de esfuerzo suplementario que se nutre del prestigio o de la sensación de estar consumiendo «alta cultura»; La llave de cristal funciona por sí sola, se lee por el placer de leer.
Pero lo absolutamente hipnótico de este libro no es esa trama aparente. Lo que atrapa desde el principio es algo tan elemental como el ritmo. Uno entra en esta obra de Hammett como se entra en una fiesta en la que hay varios grupos de personas. Y, antes de que dé tiempo a dejar el abrigo, una sensación se apodera del recién llegado: aquí está pasando algo, y está pasando muy deprisa.
Hammett nos va presentando situaciones entre las que no hay una continuidad absoluta. Hay cortes, hay saltos. Cambios de plano, eso es, lo que hay son cambios de plano. Casi en cada capítulo (casi en cada escena, porque esta novela se entiende mejor como una sucesión trepidante de escenas), hay algo que no encaja, algo que no entendemos, algo para cuya comprensión nos faltan datos. O perspectiva. O, sencillamente, se trata de algo incomprensible desde cualquier punto de vista. Y en esto consiste uno de los grandes aciertos de La llave de cristal. Esas dosis de absurdo aquí y allá aportan una inquietante verosimilitud. La vida, sobre todo la vida nocturna, está salpicada de incoherencias, de cabos sueltos, de constantes digresiones, de atención extrema a lo anecdótico, de falta de cuidado para con lo verdaderamente importante que, como en La llave de cristal, parece suceder —o peor, haber sucedido— en otro lugar. (En relación con eso de «lo verdaderamente importante», no puedo dejar de pensar en ese fabuloso título de Schopenhauer: El amor, las mujeres y la muerte.)
Lo que me fascina de este libro es el modelo de existencia cotidiana que plantea. Una vida en la que apenas distinguimos el día de la noche. En la que se come y se duerme a deshora, en la que siempre se está en movimiento. Cogiendo un taxi a alguna parte, preguntando al encargado del garaje cuál es el camino óptimo para llegar a determinada casa en medio de una noche infernal o aguardando una llamada. Conversaciones entrecortadas, tensión constante en cada diálogo y lo inesperado acechando en cualquier bar. Acostarse vestido, entrar en el despacho de un alto cargo ignorando la obligada etiqueta, perder mil quinientos dólares a los dados y ganar cuatrocientos al póquer. A ratos pienso que ésta, la de La llave de cristal, es la historia de una mala racha. Y no, o no sólo, la de Ned o la de Paul, sino la nuestra.
Las descripciones de Hammett no son perfectas. Y no es algo achacable a la traducción, pues también resulta apreciable en el original inglés. Más allá de que estén o no completamente logradas, lo que sí es cierto es que llevan un sello, una firma, muy particular. La prosopografía está llevada hasta el límite. No sólo se prescinde de toda alusión al interior de los personajes en beneficio de su descripción externa, física; es que, a menudo, no se habla de hombres o de mujeres, sino de dedos —qué digo dedos, uñas— que se atusan el bigote o de caras que se turban. Hasta ahí llega la fragmentación que aplica Hammett en su montaje: por momentos no nos dibuja personas con algo parecido a un alma o un carácter que las unifique, sino cuerpos —o partes de cuerpos— en movimiento. No interesa la psicología sino la cinemática. Además de esta intensificación extrema, observamos algo ciertamente extraño en la manera en que trata a los protagonistas de sus retratos. No hay una pauta constante: personajes que ya han sido presentados al lector con anterioridad son descritos en capítulos posteriores como si se tratase de desconocidos. En efecto, hay algo oscilante en el modo en que Hammett se aproxima a sus criaturas, es como si la distancia desde la que lo hace variase constantemente. Y como si dicha variación se produjese, además, sin un patrón reconocible, como los cambios de iluminación que genera la llama de una vela a merced de una corriente de aire.
En el caso de Hammett la llama nunca llega a apagarse, pero su magisterio, que lo tiene, hay que buscarlo en otro sitio, no en las descripciones que construye. Sí podemos encontrarlo en el hechizante ritmo del que hablábamos y también en el asunto, que no argumento, de la obra. En la exactitud con la que presenta —esta vez sí— la red de conexiones en la que se ha convertido la vida contemporánea, un tejido imposible de recorrer y comprender, una malla que, si bien no lo relativiza todo, sí lo vuelve más confuso. Un sistema que amortigua la recepción de lo acontecimientos —La llave de cristal puede leerse como una novela acerca del control de las emociones— y que, a pesar de lo paradigmático de la trama que proponíamos más arriba, diluye las categorías habituales. Lo fácil sería hablar ahora de la transvaloración de todos los valores, del Más allá del bien y del mal nietzscheano. Pero no lo haremos.
No, porque en el personaje principal hay un fondo clásico, un deseo de huida a un mundo más limpio, una decidida voluntad de ser protagonista, quizá, de una novela de amor cortés. Y ello a pesar de su dureza y de su virilidad emblemáticas, de un tránsito por la sordidez en el que se desenvuelve no sólo con naturalidad, sino con verdadera gracia. Ned no es un superhombre —ni desde luego un superhéroe—, es un hombre que parece obedecer a un designio. Podríamos decir que es un trasunto de Ulises y su astucia en un mundo descoyuntado, pero tampoco nos parece lo más adecuado (además, esto de las referencias a los clásicos es otro de los trucos habituales de la crítica). Pero en lo que Ned resulta ser sin duda superior a todo aquello que le rodea es en inteligencia. Entendida ésta en uno de sus sentidos más altos: como capacidad de comprensión del orden, de la implacable legalidad, que todo lo gobierna. En algún momento esta inteligencia se ve acompañada de algún destello de amor pero, en general, a lo largo de La llave de cristal parece estar al servicio de otra cosa. Y no parece tratarse de la ética sino del honor. O mejor, de la fidelidad a un código. No a nadie en particular —ésta no es, en cambio, una novela acerca de la amistad— sino a una letra escrita Dios sabe dónde. Bueno sí, en el alma. Porque, a pesar de todo, a pesar incluso de esas pinturas desmembradas de Hammett, estos tipos —este tipo— tienen alma. Algo que inferimos a partir de un sentido de la rectitud enfrentado a todo: a la moralidad al uso de cualquier sociedad pero también al más elemental sentido de supervivencia.
Y hay más, hay un final que no desmerece. Hammett, en un arrebato genial, vincula la clave del título, la clave quizá del verdadero motor de esta historia, con el reino de lo onírico. No me parece tanto una metáfora cuanto un ambivalente símbolo de la condición humana, la misma que redime su crimen y su castigo por medio del amor. Ésta es la verdadera novela realista: la que refleja con precisión milimétrica el movimiento del mundo —que es un movimiento automático— y sin embargo abre una puerta por la que salir corriendo. Una puerta que nos lleve a otro lugar, una puerta que, como en aquella canción de Eric Burdon, nos saque de este lugar. Aunque sea lo último que hagamos.
En este artículo trato de seguir el rastro del personaje hard boiled que surgió de la pluma de autores como Hammet y Chandler durante los años treinta, cuarenta y cincuenta en Estados Unidos hasta la reciente y actual narrativa policíaca hispánica. Para ello, he tomado las figuras de Sam Spade y de Philip Marlowe como canónica y me he centrado en un rasgo peculiar que todo detective hard boiled debe poseer: una alta dosis de desengaño, para contrastarla con figuras más o menos semejantes en la narrativa hispánica. En definitiva, he tratado de seguir las huellas de un influjo primigenio y analizar sus repercusiones en la narrativa policíaca escrita en castellano.
El nivel básico de desengaño es el nivel personal. El protagonista de este tipo de novelas ha fracasado en casi todo lo que se ha propuesto. Sus metas se han desvanecido. Sus intentos por seguir algún camino no han dado fruto alguno. Las relaciones íntimas son desastrosas, efímeras y muchas veces sometidas a traiciones que minan aún más la confianza en el ser humano como individuo poseedor de moral.
Si nos fijamos en Sam Spade, al que tomaremos como referencia originaria del héroe hard boiled, es capaz de entregar la mujer de la que se ha enamorado al sargento Dundy al final de El halcón maltés, y tiene como principal motivo de peso salvarse a él mismo de la horca. A Marlowe, todos los personajes de El largo adiós le consideran un fracasado o un loco idealista. En lo personal, no tienen novia ni esposa. Spade se acuesta con la mujer de su socio, Miles Archer. Su trabajo es duro y muchas veces no obtiene recompensa alguna por su esfuerzo. Vive solo y no tiene seguridad alguna para su futuro. En cuanto a sus amistades, se puede resumir todo con que no tiene amigo alguno.
Spade o Marlowe no aceptan los cánones que le ofrece la sociedad en la que viven, así que se han colocado al margen de muchos valores establecidos. En cuanto a la narrativa española, tomaremos algunos ejemplos recientes. En El gran silencio, el protagonista, Roberto Esteban, es un boxeador retirado que se ha dedicado durante unos años a ejercer de matón a sueldo y que ahora se ha metido a detective privado. Su visión de la vida no puede ser más pesimista. Está de vuelta de todo, al igual que el resto de sus camaradas. Es violento y cínico. Su opinión sobre las instituciones sociales no puede ser más deplorable. Carece de novia o esposa. No se concibe al héroe de este tipo de novelas casado y con hijos. En ese caso, se rompe su carácter de outsider, ya que una persona casada ha entrado forzosamente en los patrones marcados por la sociedad.
El protagonista de Máscaras, de Leonardo Padura, es Mario Conde, un investigador de la policía cubana que trabaja con el sargento Manuel Palacios. Conde está harto de todo, tan harto que sólo la investigación de un caso le saca de esa monotonía densa en que se ha convertido su vida. No tiene mujer ni hijos, tampoco novia formal, ni siquiera tiene novia. En cuanto a su trabajo, su Mayor le levanta una sanción de forma injustificada. Es decir, el Conde es también un outsider incluso dentro del cuerpo de policía.
En Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán, el protagonista es el archiconocido Pepe Carvalho, un investigador privado que está, como los otros cuatro, fuera del sistema en muchos aspectos. Vive solo en una casa baja en Barcelona. Su trabajo no marcha mal, pero se insinúa un pasado en Estados Unidos como agente de la C.I.A., un pasado en el cual se desengañó de demasiadas cosas.
En lo concerniente al amor, Hammet o Chandler mantienen una postura paradójica. Muchas de sus afirmaciones, bien en boca de Spade, Marlowe o en la de otros personajes, llevan a la conclusión de que existe un amor ideal, salvaje, único e irrepetible, que sólo sucede una vez en la vida, similar al concepto platónico de dos mitades complementarias de un alma inicial.
—Me has llamado mentirosa. Ahora tú eres el que mientes. Mientes si dices que en el fondo de tu corazón, haya yo hecho lo que haya hecho, no sabes que te quiero.
El halcón maltés
Chandler nos presenta personajes incompletos que tratan de buscar su complemento, normalmente en alguna persona. Marlowe lo busca en alguna mujer y en algún amigo, aunque todos acaban defraudándose mutuamente. Wade, el escritor, opina esto acerca de su propia mujer.
(…) no se acerque a mi mujer, Marlowe. Ya sé que la anda buscando. Todos lo hacen. Le gustaría acostarse con ella. Todos lo desean. Quisiera compartir sus sueños y aspirar la fragancia de El largo adiós
Carvalho encuentra en el cinismo un refugio seguro para su desengañada conciencia. Sólo mantiene relaciones más o menos estables con una prostituta llamada Charo. En muchos aspectos, ha recorrido un camino de ida y vuelta que lo alejan de los cánones sociales y culturales que imperan en la sociedad “bienpensante”. En lo concerniente a sus relaciones sentimentales, nada hay más desengañado que ser el pseudo novio de una prostituta, compartida con cientos de hombres que la disfrutan por dinero.
El personaje de Roberto Esteban muestra con sus comentarios su concepción de la mujer, probablemente destilados de experiencias personales desagradables.
Él grababa todos los campeonatos de patinaje femenino como una especie de recordatorio de lo que eran para él las mujeres: ángeles sonrientes que se deslizaban sobre hielo y cuyos pies cortaban como navajas.
El largo silencio
Las relaciones sexuales de estos personajes son mucho más libres que las de las personas corrientes. Su carencia de sujeciones afectivas les permiten mantener varias relaciones al mismo tiempo o romper una y empezar con otra sin periodos de carencia. A lo largo de El halcón maltés, se supone que Spade se acuesta con Brigid O’Shaughnessy, pero tiene en su lista al menos a Iva, la viuda de su socio, y a su secretaria.
Marlowe, el personaje original, está a punto de tener un affaire con la esposa del escritor al que protege en parte de la novela, Eileen, y al final se acuesta con su hermana. Aunque Marlowe busca el amor de su vida, no desprecia las relaciones ocasionales en las que la atracción sexual son lo más importante. Sus epígonos hispánicos, como Carvalho, siguen esta línea de encuentros sin compromiso alguno, en la mayoría de las ocasiones la mujer deseada se comparte con otros hombres. Marlowe comparte a Eileen y a su hermana con sus respectivos maridos, Carvalho comparte a Charo con sus clientes asiduos, y Roberto Esteban comparte a Laura con Morales, un viejo mafioso que le contrata para protegerla. La concepción occidental del amor, basada en la propiedad, queda aquí total o parcialmente subvertida. Los protagonistas, con su actitud, critican implícitamente las contradicciones y dobles morales de una sociedad en la que no encajan. Por otro lado, las frustraciones vitales de estos personajes les llevan a refugiarse en algún tipo de droga. La más clásica es el alcohol. Marlowe confiesa varias veces haber sido medio alcohólico alguna vez. Roberto Esteban comparte esta característica con Marlowe:
El alcohol fue un pobre sustituto del boxeo, un triste sparring, algo así como irse de putas cinco años seguidos todas las noches después de perder al gran amor. Dejarlo no fue ni mucho menos tan sencillo como la otra cuesta abajo, qué va, me hizo falta tiempo, el regreso a la retórica del gimnasio, el terror a ver de nuevo la pared blanca de mi habitación infestada de arañas.
Máscaras
El recurso a las drogas de algún tipo, como los porros en el caso de Carvalho, la bebida o cualquier otra sustancia que mitigue la angustia de vivir, son una válvula de escape para estos personajes desengañados, que a veces no soportan el peso de su existencia debido a su falta de ilusión.
Si las relaciones interpersonales ocultan una doble y a veces triple cara, en el entramado social esto se complica todavía más. El héroe hard boiled accede a un conocimiento de lo que existe tras las bambalinas moralmente irreprochables de la sociedad
Vivimos en lo que se llama una democracia, gobernada por la mayoría del pueblo. Un ideal magnífico si es que pudiera funcionar. El pueblo elige, pero la máquina partidaria es la que nombra los candidatos, y para que las maquinarias del partido sean eficaces se debe gastar una enorme cantidad de dinero. Alguien tiene que dárselo, y ese alguien, ya sea un individuo, un grupo financiero, un sindicato o lo que usted quiera, espera en cambio cierta consideración.
El largo adiós
En este fragmento, Marlowe conversa con Harlam Potter, un multimillonario que le habla sin tapujos sobre la corrupción de los partidos políticos pagados por los magnates, que poseen el control en la sombra. Es la teoría de la mano invisible. Marlowe duda de cómo puede alguien como Potter enriquecerse de esa manera siendo honrado. Lo que ve no le gusta nada. Corrupción de todo tipo, criminales a sueldo que trabajan para los hampones, perversiones horribles, etc. En suma, los motivos por los que se mueve el ser humano tanto a nivel personal como a nivel social suelen tener poco que ver con la justicia, la igualdad o los valores éticos que se consideran universalmente preferibles. En lugar de eso, sólo encuentra pozos negros donde caben todos los pecados capitales y sus infinitas variantes. El resultado es una desconfianza general en el ser humano que va desde lo individual a lo social.
En la ética de Marlowe (en este caso en la de uno de sus colaboradores), las fronteras entre el mundo legal y el ilegal son sólo aparentes. La verdad, la realidad nunca mencionada es que unos se enriquecen a costa de otros. El hecho de que unos se hallen a un lado de la ley y los otros en el opuesto no significa que no posean, en el fondo, la misma meta e incluso los mismos métodos.
– (…) Esa es la diferencia entre el crimen y los negocios. Para hacer negocios es necesario tener capital. A veces pienso que es la única diferencia.
-Es una observación bastante cínica–dije–, pero el crimen también requiere capital.
-¿Y de dónde viene, compañero? No de los tipos que tienen negocios de bebidas.
El largo adiós
Para Hammet o para Chandler, de ideología claramente anticapitalista, existe una relación entre las técnicas de producción en masa y las condiciones de vida de los trabajadores. Relación de la infraestructura con la superestructura marxista. Los valores (la falta de éstos ) según Harlam Potter, están condicionados por la pésima calidad de vida de la sociedad industrial y postindustrial. La relación entre economía, sociedad y moral es importantísima en estas crónicas de los bajos fondos:
Existe una cosa peculiar respecto del dinero -prosiguió-, en grandes cantidades tiende a tener vida propia, hasta una conciencia propia. El poder del dinero se convierte en algo muy difícil de controlar. El hombre siempre ha sido un animal venal. El crecimiento de las poblaciones, el enorme coste de las guerras, la presión incesante de los impuestos fiscales…, todas estas cosas lo hacen más y más venal. El hombre medio está cansado y asustado, y un hombre cansado y asustado no puede permitirse tener ideales. Tiene que comprar alimento para su familia. En nuestra época hemos presenciado una declinación tremenda en la moral pública y privada. No se puede esperar calidad de la gente cuya vida está sujeta a una falta de calidad. No se puede tener calidad con una producción en masa. No se quiere la calidad porque dura demasiado. De modo que se la sustituye por la moda, que no es más que una estafa comercial destinada a hacer que las cosas caigan en desuso. La producción en masa no podría vender sus mercaderías el año próximo a menos que haga que lo que vendió este año parezca anticuado de aquí a un año. Tenemos las cocinas más blancas y los baños más relucientes del mundo. Pero en su encantadora cocina blanca, el ama de casa media americana no es capaz de preparar una comida que valga la pena, y los hermosos cuartos de baño relucientes no son más que un receptáculo de desodorantes, laxantes, pastillas para dormir y productos de esa mixtificación se creta que se conoce con el nombre de industria de los cosméticos. Preparamos los paquetes más lindos del mundo, señor Marlowe. Pero lo que hay adentro es en su mayoría basura.
El largo adiós
Esto recuerda mucho a lo que sucede en la actualidad, a pesar de haber sido escrito hace casi sesenta años. En El gran silencio, las instituciones sociales son vistas como una masa de corrupción y enjuiciadas como tales, incluso las aparentemente más inocuas, como pueda ser un colegio.
Para quien siempre consideró el colegio como un embrión de la cárcel, los domingos por la tarde siempre tienen el aroma triste y rancio de la vuelta al colegio. La semana ha muerto y su cadáver empieza a corromperse justo en esos platos todavía manchados de grasa, en esos minutos turbios que preceden a la siesta.
El gran silencio
Spade, Marlowe, Esteban o Carvalho ven a la autoridad policial como lo que en realidad es: un garante del sistema, que jamás paliará las deficiencias estructurales de éste porque come de la mano de los mismos que se alimentan de esas deficiencias. La justicia verdadera no es aplicada, según el héroe hard boiled, así que recurre a sus propias manos para ello, o lo deja en manos de alguien que sabe que hará justicia, más allá de las leyes o de la policía.
Pero la tragedia principal de estos personajes es su exceso de conciencia. Su carácter de intermediarios entre el mundo superficial y los bajos fondos los convierten en seres híbridos, que arrastran el peso de saber cosas que normalmente se desconocen o se ocultan. Además, no pueden ya encontrar su lugar en una sociedad que a la vez aman y desprecian.
Pero claro, tenía suerte, él no sabía que la pecera era su celda, del mismo modo que yo sabía que la ciudad era la mía.
El gran silencio
Cuando dejé el boxeo (mejor dicho, cuando el boxeo me dejó a mí), estuve metido en varios negocios turbios, matón de discoteca, portero de burdel, en fin, lo único que podía sacar en claro un tío sin estudios ni enchufes, un ex campeón del peso medio que no había currado en su vida y cuyo único talento era repartir hostias como tulipanes.
El gran silencio
Siempre me ha extrañado que digan que el espectáculo de un combate de boxeo es violento y dañino. Lo es, desde luego, pero al lado de cualquier debate televisivo parece una broma, una pantomima. Ni siquiera hacía falta subir el volumen; bastaba con mirar los ojos de los contertulios e interpretar sus gestos para comprender que aquellos tipos no conversaban para convencerse ni para hallar la verdad, sino para hacerse el mayor daño posible sin tocarse un pelo. Cuánto más limpio e higiénico hubiera sido proporcionarles unos cuchillos jamoneros y aguardar a que se sacaran las tripas en directo. Además, supongo que la audiencia habría subido.
El gran silencio
El desengaño a nivel existencial va más allá del personal o del social, y está causado directamente por éstos. Cuando a un hombre no le queda refugio ni ilusión por su futuro ni por el de la sociedad en la que vive, empieza a cuestionarse el sentido de su vida.
Una chiquilla rubia, vestida con un trajecito blanco, se deslizaba sobre las cuchillas como si llevase alas en los pies, un emblema de la fragilidad de los actos humanos y de la rapidez con que se esfuman las promesas.
El gran silencio.
El mismo título de Los mares del Sur, está tomado de un poema de Pavesse del mismo nombre, cuyo tema es a la vez el desencanto de un marino y la ilusión de un adolescente Pavesse por escuchar las historias del marino. El estudio de tres fragmentos poéticos que ha dejado un hombre muerto marca “todo un ciclo de desencanto”, según uno de los personajes El desencanto en todos los ámbitos (amoroso, político, social, humano, etc) conduce inexorablemente al desencanto vital.
El mundo era un paisaje de estaciones semejantes a retretes sucios recubiertos por azulejos tiznados por la invisible suciedad de la electricidad subterránea y de los alientos agrios de las masas.
Los mares del sur
Carvalho, en el fondo, admite la mediocridad vital en que vivimos inmersos, pero no la encubre. Es benevolente con los pecados humanos, los compadece, pero no los oculta o hace como que no existen. Cuando habla sobre la vida, sus palabras rara vez son de esperanza.
(…) Necesitamos ser benevolentes con los que lo son con nosotros. Es un contrato no escrito, pero es un contrato. Lo que ocurre es que solemos vivir como si no supiéramos que todo y todos son una mierda. Cuanto más inteligente es una persona menos lo olvida, más lo tiene presente. Nunca he conocido a nadie realmente inteligente que amase a los demás o confiase en ellos. A lo sumo los compadecía. Ese sentimiento sí lo entiendo.
Los mares del sur
En el fondo, todos ellos añoran una etapa de su vida en la que todavía conservaban esa inocencia cuya pérdida les ha convertido en lo que son.
Gracia, inocencia, pureza: eso me dijeron su coleta y sus pies descalzos (…) Hablaban de una edad anterior a la pasión y a la cólera, donde ningún acto escondía su propósito, su plazo fijo, su súplica, donde todo se daba y se pedía porque sí; (…) Me pregunté si el boxeo no sería precisamente eso, si yo no había llegado al boxeo no empujado por la miseria o el odio o la codicia, sino para hallar un rincón donde pudiera salvaguardar la infancia.
El gran silencio
Una vez que se ha perdido la inocencia, estos personajes, como Marlowe, no creen nada de lo que perciben por sus sentidos. Desconfían de todo y de todos, porque han perdido la ingenuidad que una vez les hizo creer en un mundo que les ha ido desengañando progresiva o abruptamente.
La vida no era más que una gran función de vodevil.
El largo adiós
La frustración fundamental es la derrota ante la vida. No solamente la muerte, que es el último de los golpes que recibe un ser humano, sino el hecho de devenir consciente de esa derrota progresiva que es, en sí misma, la vida. El hecho de no encajar convenientemente en ninguna capa social agrava esa sensación de desamparo y derrota, ya que no existe posibilidad de redención para quien no cree en nada.
Yo estaba acostumbrado a la fealdad, podía soportarla, del mismo modo que soportaba el espejo por las mañanas. El terco recordatorio de que mi cara ya no era mi cara, sino una sucesión de derrotas, unas puntadas bajo la ceja, una claudicación. En un solo combate, a lo largo de doce asaltos, treinta y seis minutos, un mexicano bajito me dio la lección más importante de mi vida y, de paso, me confeccionó el rostro que tendría que llevar puesto desde entonces.
Repito: no es la derrota en sí misma (…) Es la aceptación, la resignación, la rendición
El gran silencio
Además de esa derrota ante Chamaco, que constituyó para el personaje de Roberto Esteban un resorte similar al de la madalena de Proust, pero con respecto a la derrota vital, otro mazazo estará esperando su momento para hacerse visible: su sordera, que sólo descubrimos al final del libro. Esta sordera, que trata de ocultar a todos los que están a su alrededor, sirve de símbolo a su alejamiento de los cánones sociales, se está volviendo “sordo” a los valores imperantes, a todo lo malo que ocurre en torno a él y que le va, poco a poco, venciendo.
Para terminar, creo que otro de los factores de desengaño por parte de los epígonos hispánicos es su conciencia de estar representando un papel de sobra conocido. Esto tiene dos consecuencias. La primera es que la pose de tipo duro que adoptaban Marlowe o Spade ya no puede ser tomada por Carvalho sin cierta ironía. Es un factor más del desengaño. Por lo menos, los representantes primigenios podían creerse su papel.
Silbó Carvalho asumiendo el papel de detective privado pagado en dólares en Santa Mónica por una clienta caprichosa
Los mares del sur
Para Carvalho, esto ya no es posible. La segunda consecuencia es que la novela policíaca hispánica, al secundar un género ya saturado, entra de lleno en el concepto de parodia y de postmodernidad.
Éste, quizás, es el desengaño del desengaño, la actitud que contrapone a Spade o Marlowe con Esteban, el Conde o Carvalho, lo que nos convierte en Quijotes de una narrativa que otros llevaron a su máximo apogeo y que ya sólo se puede parodiar, si es que le queda a uno un resto de dignidad.
“Ya no queda sitio en este mundo para los hombres. Solo hay ya dinero y mujeres”
El cine negro emerge entre los diferentes géneros del séptimo arte como aquel más íntimamente ligado a la literatura. Sin mácula de traición, se ha mantenido fiel a ese sentido de la narrativa tan denostado en nuestros tiempos.
Pese a las innumerables modas formales, a los esfuerzos por derrumbar los cánones y a los cambios socioeconómicos, su evolución resulta extrañamente lenta y se presenta inmune a las grandes alteraciones. Como un reptil, su metabolismo lento permite su supervivencia en un mundo oscilante en la propuesta artística.
La enésima venida de la adaptación cinematográfica de la novela negra no cesa desde la irrupción del cine sonoro, aunque como todo en la vida existen fenómenos más o menos fronterizos que aspiran a ‘ir más allá’ de las características del género.
Siempre es la misma historia y siempre nos atrapa. Y siempre ocurre así porque el cine negro, el género detectivesco o policíaco, fundamenta su propuesta en su identificación misma con ‘el buen relato’, por entender que el desarrollo narrativo es objetivo artístico prioritario para otorgar vida e intensidad a la trama.
No descubro la pólvora si digo que el guión cinematográfico, al igual que en la novela, es la narración con menos aristas. Nada es casual aunque pueda parecerlo, ningún nombre mencionado es azaroso, las aparentes desviaciones de la historia principal se convierten poco tiempo después en esa información esencial para lograr el completo significado de lo acontecido.
Como el río y sus meandros, su orgánica concepción de la causalidad del relato se basa en el axioma de que hay un final y que el mismo arroja sentido a lo descrito. Una ordenación determinada de los acontecimientos. En definitiva una novela hecha imagen, eso es el cine negro.
Esto es posible, además, de una forma concreta (utilizada con más o menos intensidad) como es la narración del presente y el futuro mediante un pasado deliberadamente hurtado (algo a mi entender fundamental para el buen cine y de lo que disertaremos en otros artículos). Como una hemorragia interna, el pasado en este tipo de tramas aparece más sugerido que revelado, pero aun en esa forma latente moldea y precipita los acontecimientos.
Ello produce a su vez otro factor esencial, la implantación de cierto sentido trágico del protagonista. Reacción a un pasado corrupto y oscuro (metáfora del mundo concreto en el que se produce el crimen) o esfuerzo de redención para dejarlo atrás. Al final acontece la resolución y la imposibilidad de evasión.
Por poner ejemplos más recientes, desde L.A Confidential (Curtis Hanson, 1997) a La Dalia Negra (Brian de Palma, 2006) o El demonio bajo la Piel (Michel Winterbottom: 2012) presentan ese arquetipo e incluso en Films menos ortodoxos como ‘La cosecha de hielo’ (2005 Harold Ramis) surgen estas características con cierta intensidad.
La combinación de estos elementos inyecta un sentido propio al diálogo: el discurso revelador, una epifanía (a veces verbal, otras con la ordenación del silencio) cargada de cinismo que nos retrata con toda certeza la verdadera condición de las relaciones entre los seres humanos, los deseos que mueven su interacción y los fantasmas que acechan a cada psique.
No hay ninguna vida que esté hecha únicamente de fragmentos, aunque nos resulta muy dificil reconstruir una biografía si no es a partir de unos cuantos momentos que, por una razón u otra, consideramos esenciales. Borges era particularmente aficionado a esta teoría y señalaba
“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta, en realidad, de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es.”
Pese al beneplácito del argentino, no cabe duda de que esta es una visión sesgada. Una visión que resultará muy afín para lectores y narradores -de ahí el gusto de Borges por ella– porque, desde el punto de vista de la narración, resulta económica, resulta higiénica, y posee una particular elegancia.
La frase de Borges lo reafirma, además, en el mismo lugar en el que estuvo toda su vida, esto es: enfrentado a una literatura que buscaba la vida, Borges buscaba la literatura. Aburrido de los escritores que pretendían hacer de sus novelas recreaciones fieles de la vida humana y sus mecanismos, en particular el psicológico, Borges gustaba de una literatura en el que las motivaciones del individuo siempre estuviesen veladas por el mismo mecanismo que las dejaba intuir. Borges no habla de los sentimientos del individuo, en el sentido en el que pudieron hacerlo los realistas y, tras ellos, los escritores que escribieron sus novelas bajo el influjo de la psicología. Borges, en todo caso, podía hacer referencia a las impresiones que el individuo recibía. Borges era lector de Spinoza y tal vez su lectura influyó en su método racional, en el que las impresiones no son otra cosa que afecciones que operan sobre el individuo con una mecánica idéntica en el caso de las afecciones del cuerpo y las del alma.
La negación de la novela es perfectamente coherente en Borges que se enfrentó así a la tradición del XIX, aquella que veía en la novela el medio más acabado para la expresión literaria. Sin embargo, esta perfección sólo existía en cuanto ésta cumpliese una serie de parámetros. Zola, el más capaz de todos los naturalistas, llevó a cabo una sistematización tan poderosa como castrante. A los márgenes de la gran novela comenzaron a brotar -siempre habían estado ahí– nuevas formas literarias: como Borges -entre otros-, las vanguardias, o las novelas de género.
Por supuesto, la novela de género no nació como reacción a un modelo narrativo. La novela de género, en realidad, ni siquiera nace a partir de la novela, es decir, a partir de la tradición narrativa que tiene su origen en el Quijote, en Jones y en Richardson, sino de narraciones como las novelas bizantinas o incluso las pastoriles, en cuanto que el género, sobre todo, se puede definir, según la elegante definición de Claudio Guillén como una “invitación a la forma”, que está muy presente en este tipo de narraciones.
Decíamos al principio que no hay ninguna vida que esté hecha de fragmentos, tampoco hay ninguna historia que pueda estarlo, al menos, en exclusiva. Sin embargo, hay una tradición que busca definir una biografía a partir de instantes de importancia privilegiada -y ese es el caso de Borges- como también hay una tradición que busca hacer orbitar la historia alrededor de un momento fundamental. Ese género es la novela de detectives, y el momento, claro, el asesinato.
Decir esto puede llevarnos a pensar que es inevitable aceptar una de las teorías sobre el origen de la novela policiaca. De nuevo volvemos a Borges, pero esta vez no vamos a una deducción general -y siempre discutible– sobre su obra, sino al debate que mantuvo con con Caillois en la Revista Sur. Allí Caillois defendía que la novela policiaca gira en torno a la trama y que, por tanto, sus orígenes se podrían remontar a la biblia y la tradición griega. Borges, consideraba que la trama, en realidad, estaba subordinada al detective y que este era el verdadero centro de la novela policiaca.
Ahora bien, hemos visto que lo que interesaba a Borges era una literatura que no estuviese centrada en el carácter de un personaje o en su biografía, sino en la trama de la historia. Hemos visto que, para él, lo más importante no era el caracter o las motivaciones del personaje, sino cómo este actuaba en determinados momentos icónicos que él suponía perfectamente capaces de sostener la arquitectura del relato. Sin embargo, no hay ningún contrasentido. Lo que hace Borges no es definir la literatura, sino buscar las características básicas de una forma de literatura. Cuando Borges escriba sus relatos policiacos se mantendrá fiel a sus principios básicos. La narración estará compuesta por unos pocos instantes, como si a la trama original se le hubiese aplicado un estricto proceso de purificación y montaje. Todo lo que no está dirigido hacia el desenlace de la trama es innecesario. Veremos que, en este sentido, Borges no dejó de escribir una novela policiaca clásica, puesto que, en sus novelas de detectives, la resolución de la trama equivale siempre a la resolución de una incógnita. Pero lo que nos interesa ahora es destacar que esta discusión entre Borges y Callois no era acerca de qué es la novela policiaca, que ambos reconocen en los mismos ejemplos. En la discusión ambos manejan corpus similares para definir la novela policiaca y lo que discuten en realidad es cuál sería, por decirlo así, su esencia, qué es lo que define al género. A Borges no le interesa la “personalidad” del personaje, sino el hecho de que exista un determinado tipo de personaje que ejerce un influjo determinado sobre la narración.
Dicho de otro modo, cuando en la novela policiaca aparece el personaje clave (el detective) es cuando el lector empieza a intuir por dónde se va a mover la novela, o cuando pone en marcha una serie de resortes interpretativos en función de los cuales procederá a la lectura.
Hay una explicación de Frye acerca del funcionamiento de los géneros en literatura que me parece particularmente afortunada. Frye señalaba que los géneros, en la novela, funcionan aproximadamente igual que las reglas de una partida de ajedrez, que determinan el movimiento de las fichas pero no en qué orden lo harán ni, por supuesto, anticipan el desenlace de la partida. Borges sabe que la figura del detective cataliza las reacciones en el lector y que este, cuando el detective aparece -o cuando se le reconoce– no va a dejar de hacer la lectura siguiendo las claves que ha aprendido sobre el funcionamiento del género, de ahí que sea el detective el que funda el género. No por una cuestión de genealogía o por el funcionamiento de la trama -como apuntaba Callois-, sino porque el detective es el tinte sobre el cristal que hace que, desde su aparición, todo se vea en términos policiacos.
2.-Sobre la composición de los géneros
Puede que parezca que nos hemos desviado del tema de Hammett e incluso quizás un poco más del tema que se anticipa en el título y que antes o después reclamará sus derechos. Todavía en este capítulo nos desviaremos un poco más, pero es importante establecer algunas bases que no resultan del todo firmes y que no pueden serlo, además, porque hemos visto y veremos que algunas de las bases sobre las que vamos a argumentar no son hechos totalmente aceptados -como aquel que ejemplificábamos con el debate entre Borges y Callois acerca de los orígenes de la novela policiaca- sino que siguen siendo objeto de un legítimo debate.
Interesa ahora destacar dos hechos fundamentales.
Uno: que la novela policiaca es un género y que entendemos que el género es un sistema de obras que funciona como una clave de lectura. Es decir, que tenemos un género cuando se dan un conjunto de obras que el lector reconoce como un corpus y cuyo reconocimiento condiciona la recepción, en la medida en que cumplirá o defraudará las expectativas del lector según se ajuste o no con lo que éste entiende que constituyen las características esenciales del género. Por supuesto, el género actúa también en el otro lado del proceso, en el lado del creador. Una vez más, el género es una “invitación a la forma”.
Dos: que entre las características de la novela policiaca dos son centrales para que se reconozca una novela como perteneciente al género: la existencia del detective y de un caso problemático que este debe resolver. La discusión entre Callois y Borges, es hasta cierto punto estéril, en cuanto que pretende resolver la primacía de uno de los dos aspectos. Determinar si la trama o el detective son más importantes a la hora de definir el género es, poco más o menos, como intentar decidir si es más importante el agua o la harina a la hora de hacer un pan. Al final, con independencia de las proporciones empleadas, los dos elementos son imprescindibles para conseguir el producto deseado. En este sentido Borges aventaja a Callois, puesto que éste apunta más a la existencia de uno de los dos elementos mientras que aquel, al centrarse en el detective, ya incluye los dos términos, puesto que tiene la ventaja de que éste sólo se explica en la novela negra resolviendo un caso, es decir, se entiende que el detective está realizando una función detectivesta -la afirmación es bastante de perogrullo–, ya que no tiene sentido defender la existencia de un relato policial sólo por la existencia de un policía que, en la trama, se limite a recolectar su huerto o escribir un ensayo sobre el concepto de lo sublime.
Todos los géneros narrativos se definen por tres coordenadas básicas: los personajes, el ambiente y la fábula. Por supuesto, tomar estas tres coordenadas como términos independientes responden únicamente a un interés analítico puesto que, en las obras, los tres actúan de forma simultanea e influyéndose mutuamente.
En el caso de los personajes, las características de los mismos son fundamentales a la hora definir unos géneros, pero menos importantes en el caso de otros. Si pensamos en la novela romántica, es evidente que la trama tiene una función caracterizadora básica, pero esta tiene que verse complementada por la existencia de unos personajes con características bien conocidas. Un esquema habitual de novela romántica sería el siguiente: chico conoce chica; chico y chica sienten una profunda e irresistible atracción; chico y chica se ven separados por razones que pueden ir desde lo económico hasta lo geopolítico pasando por un mero malentendido; chicho (o chica, pero normalmente chico) hace lo posible por solucionar el inconveniente que los ha separado; chico y chica se reencuentran. Este esquema tan sencillo es la base de casi todas las novelas románticas. De hecho, si nos tomamos la licencia de alterar sólo un elemento de la serie para cada comparación, el esquema atraviesa la literatura universal desde Píramo y Tisbe, y es algo así como el esquema ortodoxo por naturaleza de la novela romántica, incluso si obviamos ciertos problemas a la hora de unificar narraciones tan antiguas bajo la etiqueta de “novela”.
A pesar de esto, la mera existencia de la trama no asegura que la novela se pueda leer como “romántica”. Por ejemplo, una novela como Dos puntos de vista, de Uwe Johnson, traducida recientemente al español, sigue exactamente la misma linea argumental, pero creo que a nadie se le ocurriría jamás considerarla una novela romántica. Las razones para esto son tanto ambientales como referidas a la personalidad de los personajes.
En esta Dos puntos de vista el ambiente no se ajusta a lo requerido en la novela romántica. Cabe señalar que “ambiente” lo utilizamos aquí, no solo como el espacio y el tiempo en el que discurre la acción sino que incluimos también las relaciones entre los distintos personajes. En definitiva, tomamos el término ambiente de una forma muy parecida a como se puede utilizar a la hora de describir el “ambiente” en un entorno de trabajo, en una cafetería o en un estadio. En Dos puntos de vista el espacio y el tiempo en el que transcurre la novela ya son de por sí, elementos que alejan la narración del paradigma de novela romántica. La novela transcurre en Berlin, en el momento de la construcción del muro, lo cual carga la narración con unas connotaciones políticas en las que una trama romántica tendría dificil sobrevivir, aunque no sea imposible. Sin embargo, si los personajes – y ni siquiera todos los personajes que, en general, circulan por la novela, sino los personajes que “protagonizan” la novela– siguiesen fielmente los esquemas de la narración romántica, si se dedicasen a suspirar tiernamente por el amor perdido o incluso si ocasionalmente fuesen capaces de dar rienda suelta a su pasión en heroicas sesiones de orgasmos sincronizados -tal y como, de nuevo Frye, nos recuerda que es esencial en la novela romántica moderna– esta todavía podría ser catalogable y, lo que es más importante, legible como novela romántica. Pero nada de esto sucede y la novela, al final, no se puede leer como novela romántica, ni cabe dentro de una estructura de género, salvo, quizás, dentro de esa mórbida categoría que es la novela “política”.
Una excepción a la hora de apuntar a una clasificación de géneros es la novela histórica, que, en principio, no se establece sobre los mismos parámetros que otros géneros. La novela histórica lo es porque recrea acontecimientos históricos, por lo que podría considerarse que es el ambiente lo que determina su existencia como género. Sin embargo, una novela escrita por un autor del XIX que trate un tema que él considera contemporáneo dibujará el mismo ambiente que una novela de un autor actual que trate sobre el XIX. Es más, si una hipotética novela que consideramos histórica se descubriese que ha sido escrita, en realidad, por un autor de la época que narra, ésta perdería automáticamente su etiqueta genérica. La novela historia, al final, lo es porque el lector le adjudica esa categoría bajo la consideración de que el autor reconstruye una época que no ha vivido, lo cual no deja de ser una consideración a priori. El texto en sí no aporta al lector ninguna clave de lectura, por lo que podemos decir que la novela histórica, desde un punto de vista narrativo, no existe, en realidad, aunque sí tiene una existencia pragmática.
En cuanto a la novela policiaca, cabe hacer una distinción básica, que nos hemos reservado, entre la novela policiaca clásica y novela negra, distinción que haremos en base a los puntos que hasta aquí hemos definido como caracterizadores básicos del género.
3.-Hacia la novela negra.
Sin ánimo de volver sobre la polémica acerca de si la novela policiaca nace en el S XVIII o tiene sus raíces en la biblia y los clásicos griegos, es un lugar común afirmar que la primera narración policiaca moderna son Los crímenes de la rue morgue de Edgar Allan Poe. En ella Poe establece los elementos reconocibles de la novela policiaca durante más de un siglo, que aquí vamos a intentar clasificar según nuestro esquema -nada innovador– de personajes, ambiente y trama.
En cuanto a los personajes, Poe inventa el modelo de detective que luego, con Sherlock, se convertirá en ortodoxo. No puedo dejar de observar, aunque sea un comentario lateral, que Los crímenes de la rue Morgue es un cuento absolutamente moderno, hasta el punto de que, como toda la literatura de la modernidad, nace, en el fondo, de la propia literatura. Es sabido que el cuento narra cómo el detective Dupin soluciona un misterioso asesinato, pero dicha narración es posible a través de la literatura, porque el narrador es un personaje que encuentra al propio Dupin en una librería, en la que ambos están buscando un libro particularmente raro. Este Dupin no sólo es el inaugurador sino que encarna, con rara perfección para un pionero, las características del detective de novela policiaca.
De todas esas características, la más destacable es su inteligencia racional. De hecho el cuento es poco menos que un enfrentamiento entre la luz de la razón y la barbarrie irracional del crimen. Dupin es capaz de llegar a conclusiones fabulosas simplemente utilizando su inteligencia, seleccionando -con asombrosa capacidad de observación– los datos que se ponen a su alcance para ordenarlos en una cadena lógica en cuyo extremo se encuentra la verdad. Poe nos brinda un ejemplo cuando Dupin es capaz de adivinar lo que su amigo está pensando a partir de las cosas que ha visto durante su paseo. Dupin no es sólo un individuo racional, es un acto de fe de Poe en las posibilidades absolutas de la razón. Poe es hijo de una racionalidad no tan distinta de la de Borges. Si éste considera al individuo en base a las “afecciones” -mantengo en término spinozista, que me parece particularmente claro– que recibe, Poe también considera al hombre como un el ojo de un huracán de impresiones que afectan a su cuerpo y su alma, si bien el habitualmente oscuro Poe sostiene que el hombre es capaz de medir y controlar esas impresiones que lo rodean, algo a lo que Borges renuncia. Pensemos ahora en la otra gran narración policiaca de Poe, La carta robada. En ella, para esconder una carta, el protagonista escoge el lugar más visible de la casa, confiando en que será el último lugar en el que se buscará. En efecto, los investigadores no encuentran la carta, pese a que Poe no les había puesto ninguna traba para solucionar el enigma. La carta estaba ahí, los datos estaban encima de la mesa. Sólo había que saber mirar. Si Poe escribiese para las historias de la literatura podría haber titulado el cuento Dupin la habría encontrado.
Otra característica importante del detective es que no forma parte de la sociedad. Esta particularidad es una constante en la narración literaria. En los antiguos romances es muy evidente el snobismo social que los satura. Los heroes son aristócratas y, cuando no lo son, resulta que sí lo son, pero no lo sabían, bien porque nadie se lo habia dicho o bien porque se habían olvidado. En cualquier caso, el comportamiento noble va siempre ligado a un determinado status.
Dupin es originario de una sociedad aristocrática de la que no forma parte. Se ha empobrecido y sobrevive en una sociedad burguesa, con los restos de sus rentas, lo que le permite no interactuar con esa sociedad, excepto cuando se trata de poner en juego sus habilidades. Por lo general se mantiene al margen con la compañía de ese amigo y narrador que prefigura a Watson. Ya hemos visto que Sherlock retoma la mayoría de rasgos de Dupin y sólo los va ampliando por la extensión de las aventuras del personaje, que lo obligan a tomar nuevos rasgos, a veces incluso contradictorios. Sherlock es un sibarita melómano cuyo contacto con la sociedad se limita a la resolución de los casos que le plantea. El detective Lecoq, de Gaboriau, es un excéntrico solitario del que sus vecinos no saben nada. Finalmente, Agatha Christie le daría una vuelta de tueca a este aspecto del personaje haciendo de su detective Poirot un expatriado belga. Solo tenemos una excepción, en todo caso ilustra, el comisario Maigret de Simenon.
En cuanto al ambiente, se trata de una sociedad incipientemente urbana, pero que todavía no acaba de comportarse como tal. En la novela policiaca clásica el crimen se produce dentro de un microcosmos. Los personajes se conocen entre sí, mantienen una relación cotidiana y, a menudo, el único personaje que está fuera de la sociedad, como un duplicado siniestro del detective, es el villano. Los crímenes se suceden muy a menudo fuera de la ciudad y, aún dentro de ella, se trata de una comunidad cerrada en la que existe un orden que el detective debe restablecer.
Finalmente la trama es la que ya hemos visto y que podemos anudar con los elementos revisados arriba. El esquema sería el siguiente: se produce un crimen, el investigador acude a la escena del crimen, se muestran los elementos del caso, el investigador ordena correctamente la secuencia, haya la solución del caso y la explica.
4.-Dashiell Hammett y la reinvención de la novela negra.
A finales de 1922 la revista The Black Mask publica un cuento titulado “El camino a casa” firmado por Peter Collison. Peter Collison era el pseudónimo de Dashiell Hammett, un escritor de veintiocho años que empezaba entonces a publicar después de haber trabajado en diversos oficios, entre los que destacan, aunque sólo sea porque ambos forman parte de su leyenda posterior, los de publicista y agente de la legendaria agencia de detectives Pinkerton. Años más tarde Hammett afirmaría que todos sus personajes estaban basado en gente a la que había conocido realmente y, en particular, un agente que habría servido como modelo para el Agente de la continental.
Black Mask no estaba pensada como una revista de prestigio literario, todo lo contrario. Sus creadores iniciales, H.L. Mencken y G. J. Nathan la concibieron como una forma de ganar dinero y compensar las pérdidas de The Smart set, una revista de crítica literaria.
Smart Set, por su parte, habría sido creada por William d’Alton Mann -un antiguo coronel de la Guerra Civil Americana- como contrapeso para la publicación de su controvertida Town Topics, dedicada a asuntos de política y sociedad.
Tanto Mencken como Nathan pertenecían a la élite cultural de su época. Ambos, pero sobre todo Mencken, respondían a un modelo de intelectual, al mismo tiempo, comprometido y distante. Ambos estaban interesandos en cuestiones sociales -de hecho, Mencken fue un estudioso de la tradición literaria Marxista- pero concebían la cultura como un sistema elitista. La literatura no era algo que podía descender al gran público. Tampoco había forma de que se acercase a él. La gran literatura, el gran arte, era para ellos una entidad inamovible, que habitaba en las regiones más altas del espíritu humano y al que los lectores debían aspirar.
Mencken y Nathan abandonaron The Black Mask antes de que Dashiell entrase a formar parte de ella -en cuanto consideraron que ya había compensado la inversión realizada-, pero es interesante rescatar sus figuras por dos motivos. En primer lugar, ambos ejemplifican bien un tipo de intelectual contra el que Hammett o, al menos, su literatura, tuvo que luchar para establecerse como parte del canon. Hammett es, junto a Chandler, quizás el único autor de novela negra que ha sido aceptado plenamente como parte del panteón de clásicos literarios pero, aún hoy, cuando nadie pone en duda la calidad literaria de ambos y se reconoce la calidad de otros grandes nombres del género (pienso en Thompson, Himes o Vázquez Montalbán), todavía los autores del género policiaco son interrogados sobre la validez de su obra, sobre la posibilidad de que una obra de género compita en igualdad de condiciones con la “gran literatura”. Mencken y Nathan veían The Black Mask como un mero instrumento alimenticio. No lo vilipendiaban, pero jamás llegaron a pensar que, aquella revista, pudiese llegar a ser un jalón inevitable a la hora de recorrer la genealogía de uno de los géneros más importantes y característicos de la literatura del S XX.
Jamás se les pasó por la cabeza que Black Mask fuese a ocupar muchas más páginas de historia de la literatura que su predilecta Smart Set.
Pero, respecto a la historia de Hammett, Mencken y Nathan son reseñables por algo mucho más interesante. Y es que ambos, además de la gran cultura, representan un cierto sentimiento de protesta que recorría la América de los años veinte y que a menudo los libros de historia pretenden obviar. Un sentimiento de protesta que, ahora sí, no sólo no los separa de Hammett, sino que sirve para establecer entre ellos una conexión que nos da pie para pensar que se trataba de un ambiente generalizado en la redacción de Black Mask.
Hay una imagen tópica de los años veinte, que nos representa la época como una especie de edad dorada: días de vino y rosas que se utilizan, en buena medida, para contraponerlos a los tiempos oscuros de la gran depresión. Sin embargo, mucho antes de la gran crisis del 29, un cierto sentimiento contestatario empezaba a recorrer América, y así ha quedado retratado tanto en la literatura como en el cine de la época. Nathan y Mencken, especialmente este último fueron críticos con una sociedad que consideraban injusta y enfrentada a graves contradicciones. Mencken se acercó a las filosofías revolucionarias, estudió y estuvo en contacto con ambientes marxistas y en las voces de ambos resuena el escepticismo de quienes desconfían de las instituciones y de unos supuestos principios americanos. No olvidemos tampoco que, por estos mismos años, aflora la literatura grotesca. Por ejemplo, en el año 1919 se publica el fabuloso Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson.
Aunque Mencken y Nathan no llegaron a colaborar con Hammett en Black Mask, es evidente que la revista se movía en este ambiente, crítico y un tanto cínico. El propio Mencken formuló una definición de cinismo que podría haber sido pronunciada por el más escéptico de los personajes de Hammett: Un escéptico es aquel que, cuando huele las flores, busca un ataúd.
La Primera Guerra Mundial había roto la política de no intervención de los EEUU. Aunque en el plano internacional esto había supuesto un incremento del prestigio estadounidense y un incremento de su peso en la política mundial dentro del país la participación del país en un asunto no americano había sido objeto de una polémica que el final de la guerra no finiquitó por completo. Por primera vez desde la Guerra Civil, America volvía a llenarse de excombatientes, y esta vez ya no eran unas pocas tropas, como había sido el caso del conflicto con España. Eran cientos de miles los que habían participado en la contienda y habían vuelto -en el mejor de los casos– con las imágenes de la guerra e inoculados por el escepticismo europeo.
Por otra parte, EEUU sufría también una crisis de poder político. De la Guerra Civil quedaba la herencia de un país en el que la liberación de los esclavos no se había traducido en una incorporación normalizada de los negros a la vida de EEUU. El desplazamiento de los negros de la vida política en las ciudades era quizás el signo más visible de la fragmentación de una sociedad en la que el poder real en las ciudades se dividía con frecuencia entre distintos clanes, que, agrupaban a las gentes en función de su procedencia. Irlandeses, judíos, anglosajones, negros e incluso asiáticos formaban grupos que eran los que, de hecho, dominaban la vida de unas ciudades crecientes. Ese poder creciente de los clanes se enfrentaba al poder establecido por los antiguos fundadores de las ciudades, que consideraban que se agredía su poder legítimo sobre las urbes.
La primera novela de Hammett Cosecha Roja muestra aquellas luchas intestinas por el poder ciudadano y, aunque en Cosecha Roja no se presenta explícitamente la contienda como un enfrentamiento racial, sí se muestra la fragmentación del poder, el hecho de que este vivía al margen del llamado “imperio de la ley” y el enfrentamiento entre estos nuevos poderes y los antiguos mandatarios de las ciudades.
Sobre este ambiente social vamos a aplicar el patrón de análisis con el que habíamos revisado la tradición de la novela de detectives.
En lo relativo al ambiente vamos a encontrarnos con la característica que más se suele destacar en la innovación que Hammett supuso para el género. Probablemente esta insistencia se deba a que fue la característica más elogiada por Chandler, el gran discípulo de Hammett y el otro gran escritor clásico del género. Con Hammett el crimen deja de ser un cuerpo extraño de la sociedad, deja de ser una contienda entre un detective sagaz y aristocrático que se enfrenta a un rival a menudo tan dotado como él mismo. Hammett envía el crimen a las calles, lo humilla, le retira su aura aristocrática y lo convierte en un asunto mezquino cuya resolución se libra entre individuos mediocres. Los criminales de Hammett no son genios del mal. A menudo el detective resuelve el caso utilizando métodos de lo más pedestre.
Por ejemplo, en Cosecha Roja el Agente de la Continental se limita a enfrentar a los distintos jefes de las bandas para que ellos mismos limpien la ciudad eliminándose entre sí. El Agente de la continental es un individuo más astuto que inteligente. No está dotado de ninguna cualidad particular, al menos en un grado sobrehumano. Es un tipo feo, ancho, perspicaz, duro, a veces casi cruel y con una capacidad estratégica que depende mucho de su cinismo. En la otra novela protagonizada por el mismo personaje La maldición de los Dain nuestro agente se limita a observar los hechos, reaccionar en ocasiones puntuales -sin más perspectivas que salvar algún pellejo, preferentemente el suyo– y resolver el caso, casi incidentalmente, en las últimas páginas. A diferencia de Sherlock, Poirot o incluso Maigret no posee ningún sistema de investigación infalible. A menudo su método de trabajo es tan tosco como aburrido. En uno de los relatos que protagoniza, La casa de la calle Turk, debe encontrar a un hombre -no sabemos exactamente por qué– del cual sabemos que vive en un barrio determinado, pero no en qué casa en particular. Si Sherlock o Dupin se encontrasen en esa tesitura seguramente encontrarían algún detalle, invisible para el común de los mortales, que les permitiría deducir en qué casa vive ese individuo en concreto. Tal vez por la forma particular de cortar el césped o por la pintura de la fachada. Pero el Agente de la Continental no dispone de esas habilidades, así que se tiene que contentar con ir casa por casa contando una historia prefabricada acerca de que trabaja para una firma de abogados y busca al testigo del accidente de una anciana.
Y es que los detectives de Hammett se aburren. Se aburren mucho. Hammett, eso sí, tiene el buen gusto de ahorrar a los lectores esas horas de tedio en las que no sucede nada, pero con frecuencia nos deja entrever que la vida de sus detectives, a excepción de esas horas que están bajo nuestra mirad ,no solo no tiene nada de excepcional, sino que puede ser increíblemente aburrida. Por supuesto, todo eso queda fuera de plano. Los libros de Hammett están llenos de actividad. Una vez que la trama se desata, la actividad es frenética. Los personajes apenas duermen un par de horas dentro de jornadas en las que el día y la noche se confunden por la vía de la desaparición.
Pero no cerremos el capítulo del ambiente sin observar otro detalle, pequeño, pero revelador. Habíamos visto que en las novelas clásicas de detectives los crímenes se desarrollan en microcosmos (aquí tendríamos que hablar más bien de micro-caos) en los que los personajes, por lo general, se conocen entre sí. Los crímenes son casi “familiares” y no es raro que, de hecho, se desarrollen en viviendas familiares y tengan a miembros de una familia o del círculo familiar (el famoso mayordomo) como víctima y criminal. En Hammett el crimen vuelve a las calles y estas son las calles de una ciudad. Como en toda ciudad, algunos personajes se conocen y otros no. Como en todas las ciudades, la gente está, en realidad, ligada por estratos. Aquellos que pertenecen a los bajos fondos se conocen entre sí, igual que se conocen el fiscal del distrito y el alcalde y ambos conocen al hombre más rico de la ciudad. Cuando un personaje de un estrato se asoma a otro, el resultado suele ser violento. Aquellos que tienen dinero y una posición en la sociedad se dejan caer por los bajos fondos para conseguir droga o vender una pieza robada. Cuando un personaje de los niveles más bajos emerge a las clases altas suele ser de la mano de algún otro que ha salido de los suburbios y ha alcanzado fortuna y está encargado de las funciones más desagradables. Esto no quiere decir que las distintas clases estén aisladas, todo lo contrario. Los trasvases son constantes, pero el lugar de cada personaje está marcado y también su función en la novela.
Pero en las novelas de Hammett este es todo el horizonte social. Una característica de la novela negra que no heredará el thriller (su heredero por naturaleza) es que en la novela negra el crimen está limitado a un entorno urbano. Piglia lo expresa muy bien cuando afirma “en las novelas de Chandler nunca se sabe quién es el gobernador de California”. En las novelas de intriga actuales, no se puede escarbar en el robo de un paquete de chicles sin que en última instancia esté relacionado con el presidente de los EEUU, el Papa o una secta masónica que ha recorrido los siglos.
Respecto a la trama, hemos avanzado ya que en Hammett el crimen cambia de lugar. También cambian las motivaciones. En realidad, se simplifican. Todos los crímenes en la novela negra están propiciados, en última instancia, por alguna forma de ambición. El rostro de esa ambición varía, desde luego. En algunos casos se ambiciona el poder, que casi siempre está representado por el dinero. Pero la ambición tiene otras formas.
En La maldición de los Dain una mujer provoca el asesinato de su hermana porque su ambición se cifra en la rivalidad con ella. En Cosecha roja el dinero es sólo una de las formas del poder y lo que en realidad ambicionan los personajes es el dominio sobre la ciudad.
En La llave de Cristal se ambiciona el amor pero, aflora constantemente esta forma de ambición de poder -en el que el poder es una especie de entidad indeterminable, pero muy palpable-. Tal vez El halcón Maltés sea la obra en la que la ambición tenga un símbolo más acabado. El halcón es lo que todos los personajes -salvo el detective, Sam Spade– ambicionan, y su desenlace se convierte en una burla del ciego deseo que los mueve. Ningun personaje se mueve, por ejemplo, como un Moriarty, cuyos crímenes parecen aspirar a algo semejante a la elegancia criminal. Tampoco están desquiciados. Uno de los asesinos más crueles de todas las novelas de Hammett -no diremos ahora quién–, precisamente el más desequilibrado y el más parecido a los viejos malhechores de novela llega a decir: “No resultaría nada divertido si estoy loco”.
Resulta curioso que la trama de las novelas de Hammett se hace progresivamente más convencional. De todas ellas quizás la más contraria a los principios de la novela clásica de detectives sea Cosecha roja en la que, desde el principio, la intriga se anula. Al margen de algunas subtramas los “tipos malos” se señalandesde el principio de la novela. En cuanto a los tipos buenos, se les espera. Incluso el mismo Agente de la Continental llega en ella a su punto moralmente más bajo, hasta el extremo de que llega a mostrarse asqueado de sí mismo y al borde de romperse mentalmente cuando recopila todos los crímenes que ha ocasionado su limpieza de la ciudad. En el otro extremo, El hombre delgado es la novela de Hammett con una trama más convencional. El ambiente es mucho más cerrado, muy cerca del “microcosmos” en el que se desarrollan las novelas de detectives. La solución del caso es el punto alrededor del cual orbita la trama. Incluso el detective, Nick Charles, parece, de lejos, el más dotado de los heroes de Hammett. Nick siempre va un paso por delante de los demás, siempre parece saber algo que los demás desconocen y, finalmente, revela la solución del enigma en una reunión de sospechosos que podría haber salido de una novela de Agatha Christie. ¿Se simplifica Hammett con el paso del tiempo? ¿Se domestica su inventiva? Seguramente la respuesta sea algo más complejo que eso. El hombre delgado no solo es la novela más “convencional” de Hammett, también la
más humorística. Hammett habría tenido que hacer más reconocible su modelo para aumentar la fuerza de la sátira. El hombre delgado probablemente no sea la mejor de las novelas de Hammett, pero quizás sí es la más sutil.
Llegamos entonces al detective. El personaje que, según una buena parte de la tradición crítica, define el género. Ya hemos apuntado sobradamente las diferencias del detective de novela negra respecto al detective de novela clásica. Quizás el examen completo exigiría la comparativa con modelos de detective posteriores y, en este sentido, sería especialmente interesante la comparativa respecto al heroe de Chandler, que aporta a la figura del detective una mayor complejidad intelectual y, de hecho, es la que configura la imagen romántica de detective, duro y sentimental, que luego se ha hecho tópica. Es el heroe de Chandler -y sobre todo Marlowe– el que compone la figura del detective solitario, fracasado y amarrado a una botella de bourbon. El heroe de Hammett no tiene tiempo para delicadezas.
5.-Transgresiones de un hombre moral
La escena ocurre en El hombre delgado. Dorothy Wynant, la joven que dedica la mayor parte de su tiempo a coquetear con Nick Charles, desesperar a sus pretendientes y estar terriblemente asustada tiene una pistola. Con muy buen juicio Nick le pide que le entregue el arma, pues considera que la joven no es la persona ideal para manejar un instrumento de esas características. Pero Dorothy tiene una condición. Antes de entregársela quiere contarle una historia a Nick.
-¿Tiene algo que ver con la pistola?
-No
-Dame la pistola.
La siguiente escena ocurre en La maldición de los Dain, en plena investigación del caso el Agente de la continental habla con el escritor Fritzstephan, que le ha comunicado que tiene un acertijo que puede ayudarle a resolver el caso.
-¿Habéis encontrado ya alguna pista de Gabrielle? -me preguntó.
–No; pero explícame lo del acertijo. No me vengas con literatura, preparando desenlaces sensacionles y cosas por el estilo. Me falta finura para apreciarlos y sólo me darían dolor de barriga, dímelo de sopetón.
Al principio de este artículo habíamos visto cómo Borges se había enfrentado a una forma de literatura narrando de una forma radicalmente distinta a la novela del XIX. Donde aquella pretendía recrear las condiciones que configuraban la acción de los personajes, de modo que éstas pudiesen casi deducirse de los acontecimientos, Borges elimina la construcción del personaje, la fundamentación de sus actos y se queda con la conclusión de los mismo, con momentos representativos que, en la práctica, eran lo que de verdad componía al personaje. En sus Vidas infames el método se lleva al límite y Borges mismo lo pondría en cuestión en el Tema del traidor y el héroe en el que empezaba diciendo:
Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
Borges es, pues, una de las formas de rebelión contra la pretendida dictadura formal de la novela realista, cuyos principio llegan hasta hoy. No es dificil encontrar quien piense que la mejor forma de enriquecer a un personaje es detallarnos sus cuitas de juventud y dedicarle un tiempo a sugerir una fijación erótica con su caballito balancín. Otra forma de rebelión, seguramente menos calculada, pero que luego ha tenido una tradición más amplia, es la novela negra, especialmente la de Hammett.
En Hammett los personajes apenas tienen pasado. Cuando lo tienen no es relevante y, desde luego, nunca justifica las acciones de los individuos.
En La maldición de los Dain, por ejemplo, el personaje de Gabrielle parece un personaje torturado por un pasado que la persigue, presa de una serie de fuerzas ajenas -como la psicología y la magia, que se confunden en la biblioteca del escritor Fritzstephan–, hasta que, finalmente, se descubre que las causas de sus infortunios resultan mucho más físicas y terrenales.
Los detectives de Hammett nunca aspiran a que sus actos tengan un sentido trascendente. Ni siquiera a que sus acciones puedan llevar a un bien superior. La justicia, por ejemplo, se desmitifica. Los agentes de Hammett buscan la justicia por tres motivos concretos. Uno, porque es su trabajo. Dos, porque lo contrario es terrible. Tres, por un sentimiento de lealtad.
Los dos primeros, a la postre, se podían confundir con el tercero. Igual que la fuente del mal es siempre la ambición, aún cuando el objeto de dicha ambición pueda ser difuso, la fuerza que impulsa al detective siempre está enraizada en la lealtad.
En Cosecha Roja el Agente de la Continental llega a Pearsonville contratado por el antiguo cacique local. Éste lo había contratado con una misión pero, luego, le asigna un trabajo distinto. Debe ayudarle a deshacerse de los distintos clanes que gobiernan la ciudad para que el viejo cacique pueda volver a controlar la ciudad. En adelante, el Agente de la Continental se dedica a esa labor con un empeño que pasa incluso por encima de los intereses de su cliente, que intenta despedirlo en un par de ocasiones, cuando se siente amenazado por las tácticas de su expeditivo empleado. ¿Qué mueve en realidad al Agente de la Continental?
Ocurre que, en la matanza que se desata -creo que es, de largo, la novela de Hammett en la que quedan más cadáveres por el camino– esta pregunta puede quedar disuelta, y uno puede llegar a plantearse si no se trata únicamente de una enterna huída hacia delante. Pero si vemos la obra de Hammett con una perspectiva general nos damos cuenta de que hay algo más. En Hammett, el heroe, que no aspira a ninguna otra trascendencia para sus actos, se empeña en algo que justifique cada una de sus acciones de forma autónoma. Ese algo es la lealtad. Pero la lealtad es compleja. La lealtad, puede llevarle a enfrentarse a la ley, aunque es leal a la ley. La lealtad puede llevarle a enfrentarse a su propia agencia, aunque es leal a su agencia. La lealtad puede llevarle incluso a enfrentarse con un amigo, aunque sea para mantener una lealtad inquebrantable con ese mismo amigo. La llave de Cristal, en este sentido, es la historia de cómo la lealtad de un amigo hacia otro puede obligarle a enfrentarse con ese mismo amigo o a renunciar al amor.
Este es posiblemente uno de los aspectos más fascinantes de Hammett. La complejidad de sus personajes no está en su psicología o, al menos, en lo que se nos dice de su psicología. Esa complejidad y la profunda sensación de verosimilitud que desprenden arranca de unos principios difusos, que les permiten actuar en una dirección pero no los ata a ningún tipo de patrón. Con frecuencia, su acción es reacción. Actúan en función de un carácter, pero este no logra definirlos. Los personajes son el conjunto de sus acciones, no de sus pensamientos, ni de sus reflexiones. Se elimina el pasado y el futuro. No son esclavos de una supuesta psicología, pero tampoco están subordinados a la trascendencia de ningún principio superior más allá de ese difuso sentimiento de lealtad a toda costa.
Pero la lealtad es más una forma que un contenido. Es casi más un ejercicio o una postura vital que un fin en sí mismo. Sam Spade, al final de El halcón maltés entrega a la mujer de la que está enamorado, porque encuentra absurdo jugarse el cuello por ella. Tampoco le hace ascos a engañar a su socio con su mujer. La lealtad de Spade es probablemente la más dificil de ver en toda la obra de Hammett pero, al final, existe, está ahí. Spade es fiel a un esquema de valores tan lógico como intraladable. El suyo es una especie de sentido común que ni siquiera se puede discutir, pero cuya ejecución a toda costa resulta escalofriante. Cuando, al día siguiente de entregar a la chica entra en su despacho y le cuenta a su secretaria lo que ha hecho esta no puede dejar de conmocionarse por la frialdad de su jefe:
-Por favor, no metoques -dijo con el habla entrecortada-, no me toques. Sé que tienes razón. Tienes razón. Pero no me toques. No me toques ahora.
Este es el único final de los heroes de Hammett. El único al que aspiran o, más bien, el que han asumido como inevitable: la soledad. El hombre delgado es la última novela de Hammett y, en ella, el protagonista ha podido casarse y mantener una vida diferente, pero para ello ha tenido que abandonar la profesión de detective. Porque el detective, para Hammett tiene la moral del soldado. El detective es aquel que se limita a ejecutar, que se mueve por una convicción que puede resultar vaga y que sólo funciona cuando es rotunda. El detective de Hammett transforma la lealtad en una ética del presente que no puede permitirse preguntarse por el futuro de sus actos.